Habitat. Ana Goffin
y papá se pasaban la tarde entera en la oficina –en la de la Plaza Bolívar–. Esos días parecían estupendos. Imaginaba que las cosas entre ellos iban bien, y que juntos sacarían adelante el proyecto de la empresa de catering. Pero no era exactamente así. Aquellos días eran los peores. Bastaba un poco de sentido común para entender que mi padre no tenía el camino claro, que estaba lleno de ideas sin forma, y que el alquiler de la oficina, la compra del sillón encuerado y la elaboración de las tarjetitas eran evidentemente pasos en falso, desatinados, mientras el dinero de indemnización iba consumiéndose. A la par de toda esta situación, salió a la luz una astronómica deuda que mi padre había acumulado durante sus dos últimos años de dependiente y que había mantenido en secreto para no escandalizarnos. Odiaba el escándalo. Toda la mierda salió a flote cuando empezamos a hacer aguas y tuvieron que poner sobre la mesa todas las cuentas de la casa. Mi padre había reventado sus tarjetas de crédito con los gastos más absurdos: camisas, zapatos, ropa en general; y además muebles y electrodomésticos que nosotros jamás vimos en casa. Era obvio que se había enganchado con alguna puta. Era triste, pero así era. Todo se pudría.
[ V ]
Ayer fue un día de mierda. Tremendo. “Federica, tengo que regresar al Perú”, le dije. Sin el soporte de la tía Marta era mejor poner –o fingir poner– las cosas sobre el tapete. La he dejado tan confundida que no hemos hablado serenamente sino hasta las ocho de esta mañana. Mi ridícula escena romántica de anoche no ha bastado sino para confundirla aún más, para dejarla más aturdida, más insegura. Mientras miraba un documental de la rai sobre Edith Piaf, bien acomodado en el sofá, podía escucharla llorar distendidamente en la mansarda. Se me apretaba el corazón. Qué injusto era. Qué injusto era yo. Así que subí a calmarla. La encontré sosteniéndose la cabeza con ambas manos, pensando desesperadamente, no lo sé, mientras sollozaba. Me senté a su lado. Le acaricié la sien y el pelo. Le dije que lo sentía, que hubiera deseado no levantarnos esa mañana, quedarnos calientitos arropados en la cama, en silencio. Poco después se calmó. Nos quedamos abrazados largos minutos, y luego nos besamos, nos acariciamos y tras algunos arrumacos, nos calentamos completamente. En el primer piso continuaba el documental y, mientras recíprocamente nos hacíamos cumplidos al cuerpo, a la carne, Edith Piaf entonaba fuerte Non, je ne regrette rien. “No voy a regresar al Perú”, le dije, “de todas maneras tengo el permiso turístico vencido”.
Fue cuando la situación con mi padre se volvió incontrolable que saltó nuevamente a la luz la idea del divorcio. Lo que mi padre venía haciendo con el dinero del despido no era más un misterio, era clarísimo. No estaba enganchado con una puta. Estaba enganchado con una puta y, además, con algunas de las jovencitas estudiantes de cocina que caían en sus tentáculos con la promesa de un contrato de trabajo. Para mi mamá, que pretendía aún salvar el cadáver de su matrimonio, fue como una puñalada en el pecho. Fotografías e incluso calzones fueron hallados entre los cajones de la guarida de mi padre que, ofendido, atinó simplemente a cerrar el pico y a no objetar nada. Mi hermana y yo entendimos que era inevitable, que la separación era, incluso, sana; y que debíamos tomar partido. Así fue. Ambos lo señalamos, ante la familia, como el monstruo que era, y pedimos ayuda. Su ausencia significaría un gran traspié en nuestras vidas, y no conllevaría necesariamente a la resolución de nuestros problemas.
Luego de un tiempo, y ya pasados los primeros procesos contenciosos, a mi papá lo vimos contadas veces. Se esforzó, sin embargo, en demostrar que nosotros, Claudia y yo, sí contábamos para él. Tal vez la ruptura estaba fresca aún, y a pesar de la crisis que habíamos tenido que vivir juntos en ese departamento del infierno, sentía el deber de hacerse presente como padre. Tal vez era puro teatro para sacarse de encima la presión del proceso legal, qué sé yo. Una tarde se apareció para llevarme de compras. Desde la ventana lo vi llegar en un micro que lo dejó en la esquina de la casa, en Brasil con Almagro. Luego caminó lentamente mientras me hacía una seña. Me preguntó qué necesitaba. Le dije que no tenía mucha ropa, así que fuimos a tiendas Él. Hice que me comprara un blazer azul marino de 450 soles, además de un par de pantalones de tela drill y una chompa negra de cuello “v”. Saliendo del negocio, ya con el bolsillo adolorido, insinuó que la cita iba llegando a su fin. Me ofreció algo de comer y luego nos despedimos. Días después nos enteramos de que mi padre había comentado, entre los miserables de los Rodríguez Burga, que nosotros sólo lo buscábamos para que nos comprara ropa, y que no nos interesaba en absoluto su presencia. Lo cierto es que algo de verdad tenía esa acusación, al menos de mi parte. A mí su presencia me daba lo mismo. Incluso me sentía más tranquilo sabiendo que él ya no vivía con nosotros y que lo veríamos una vez a las 500, y que esa “una vez a las 500” sería para que nos indemnizara por habernos jodido la infancia. Yo lo veía así. Lo que hiciera antes o después de encontrarse conmigo, me tenía sin cuidado. Me sentía en la cima de la montaña rusa, libre del padre, y en pleno fervor de la adolescencia. Ya luego vendría el violento descenso. Mi mamá, a su vez, sufría la crisis del posdivorcio.
[ VI ]
“Vamos a casarnos”. Así lo ha decidido declarándomelo con toda la condescendencia del mundo, con todo su capricho. Llamamos a Raffaella y le dijimos a voz en coro: “Ci sposiamo!” La noticia ha sido bastante bien aceptada. Tanto Luca como Raffaella nos han manifestado su apoyo y su alegría. No obstante, las objeciones existen. Al día siguiente, Jvanna vino a Reppia a visitarnos con el pretexto de traer un par de colchones nuevos para la casa. Llegó temprano por la mañana, muy alegre como de costumbre. Diez minutos después ya estaba interrogándonos –interrogándome– sobre la posibilidad de alargar mi estadía en Italia sin la desdicha de tener que unirme legalmente a su nieta. Me ofreció, incluso, la cifra de 3 000 euros para regresar al Perú, y luego volver a Italia en condiciones más favorables –con un permiso para trabajar, digamos–. Barajó un número de posibilidades ante mi situación. Explicó que no estaba en contra de nuestra unión civil, pero le hubiese gustado que tanto su adorable nieta, como yo, hubiésemos empezado nuestra vida matrimonial de otra forma; sin las burocracias que me impedían trabajar legalmente; Federica graduada ya de la universidad; en un contexto más tradicional, distinto, normal. Exactamente como nunca se presentan los contextos en la vida. Finalmente, desistió.
Erica se mostró muy entusiasmada por la noticia. Días después, ella y Fede coordinaron una salida en parejas. Fue hermoso regresar a Génova; las calles están llenas de mierda y de poesía. Guarda che la vita è un attimo. Domani vedrai le margherite dalla radice. Mira que la vida es un instante. Mañana verás las margaritas desde la raíz. Quedamos en de Ferrari. Fede y yo llegamos horas antes para ver la muestra Dagli impressionisti a Picasso que venía realizándose desde hacía unas semanas en el Palazzo Ducale. Las entradas fueron un regalito de Jvanna. En la sala primera, un cuadro ubicado en la esquina derecha –paralelo a la entrada principal– me sorprendió de forma distinta. Una de las mujeres retratadas tenía un brillo mágico en el rostro, como si una luz venida de no sé dónde le iluminara la piel y los dientes, como si la pintura de esos trazos estuviese dotada de luz. Fuimos caminando y perdiéndonos de cuadro en cuadro, de sala en sala.
Vi cómo una mujer alta y rubia tomaba notas frente a cada cuadro; pensé que era una muy buena idea para evitar que todos aquellos nombres se me rebalsasen de la mente una vez fuera. Pedí a Federica un papel y un lapicero y regresé al inicio para apuntar los nombres, los títulos y los años. Empecé: Testa di Arlechino-Picasso –1905–; Natura Morta-Juan Gris 1916–; Ragazza Che Legge-Picasso –1938–; Bagnante Seduta-Pierre Auguste Renoir –1903-1906–; Allegra Compagnia-Carolus-Duran –1870–; Autoritratto-Van Gogh –1887–; Autoritratto-Paul Gauguin –1893–; Giovane Uomo Col Capello-Amedeo Modigliani –1919–; Ritratto D’uomo-Amedeo Modigliani –1916–; Ritratto Femminile-Amedeo Modigliani –1917-1920–; Autoritratto-Otto Dix –1912–; Studio Per Dipinto Con Forma Bianca-Wassily Kandinsky –1913–; Girasoli-Emil Noble –1932–; Autoritratto-Max Beckmann –1945–; La Botiglia Di Anis Del Mono-Picasso –1915–.
Al salir, compramos un par de Morettis en el paki de Salita Pollaiuoli y fuimos lentamente caminando por los vicoli hasta llegar al viejo departamento de Federica en via San Bernardo. “Cuando regreso a los lugares en los que he vivido me vienen siempre ganas de llorar”, me dijo. El edificio es viejo, viejísimo, como una persona decrépita, y tiene incrustada una placa de