Habitat. Ana Goffin
GENOVA
EBBE VITA NEL 1899
IN QUESTA CASA
OSPITE DELLA SOCIETA DI M.S.
FUOCHISTI MARITTIMI ITALIANI
MCMXXIV
Nos detuvimos un momento a observar el edificio. Un graffito al lado izquierdo del portón decía: Apri il tuo culo e ti si aprirà la mente. Ya a las ocho de la noche nos juntamos los cuatro en de Ferrari. Luego de las pizzas y las cervezas en Le tre caravelle, nos metimos nuevamente en las callecitas del centro. Los bares y pubs estallaban de mocosos borrachos que salían a fumar en el viento helado de la noche. Debían tener entre 17 y 20 años. Horas después, todo se terminaba y los vicoli iban despoblándose, convirtiéndose lentamente en un enorme laberinto de vasos plásticos, botellas y caca de perro. Despedimos a los amigos de Fede y regresamos caminando hasta el estacionamiento, en Piazza della Vittoria, al otro extremo del centro. Ambos teníamos que mear, así que nos metimos entre las columnas del Arco della Vittoria y las bañamos. Primero meé yo. Luego, le hice la guardia. Ya vacíos, nos paramos frente a aquel arco inmenso y le dije lo bien que me sentía en ese lugar, en ese instante, bajo ese cielo poderoso, juntos, como perros de la noche.
[ VII ]
El invierno se ha establecido definitivamente en Europa. Aquí, en Reppia, las hojas ya comienzan a morirse. Pronto estarán los árboles pelados totalmente y la luz tenue y gris del cielo los atravesará de arriba a abajo.
Tras el divorcio, y con 18 años, conseguí un trabajo como vendedor telefónico que me daba entre 700 y 1 000 soles al mes. Trabajábamos en asociación con la empresa española Telefónica haciendo cambios de planes tarifarios; ‘migraciones’, les llamaban. La jornada era una mierda y nos hacían trabajar largas horas casi los siete días de la semana. Allí conocí a Renzo Pérez, al doctor Omar Aliaga, a la señora Mónica, a Miguel “el Mantecoso”; todos, en cierto modo, parias de Lima, forzados –por el sistema– a trabajar como sub-empleados en una pseudo empresa con cero beneficios sociales. Bienvenidos al Perú, ciudadanos. Tenían entre 35 y 45 años. Renzo y yo, en cambio, éramos casi coetáneos. Estuvimos allí rajándonos el culo cerca de un año. Nunca había hablado por teléfono tantas veces en mi vida.
El doctor Omar Aliaga fue el primero en largarse de la empresa. Tenía un ligero aire a éxito, a diferencia del resto. En cierta oportunidad nos comentó que era abogado, pero no encontraba trabajo. ¡Es abogado, no es cualquier cosa!, repetían algunas colegas. El doctor Omar Aliaga trabajaba en la sección de venta de computadoras. El promedio era de dos a tres ventas por mes, y bueno, era retribuido con un sueldo algo más jugoso que el nuestro. Había que tener mucha labia para vender una computadora por teléfono.
Cuando finalizó mi etapa robando para Telefónica quedé un poco aislado. Mi colega Renzo vivía demasiado lejos de aquella zona –entre Magdalena y Jesús María, que a mí tanto me gustaba– así que nos veíamos poco. Las veces en que quedábamos, él salía de clases de una Facultad de comunicaciones pobretona ubicada entre las avenidas Javier Prado Oeste y Salaverry. Nos combinábamos una buena dosis de hierba y ron acompañados, además, por algunos ejemplares de su Facultad: Danny –el dedo mágico de la muerte–, Omar Cáceres, Willy y Elías –que se peleaba con su novia para quedarse con nosotros–.
[ VIII ]
Llegamos con Jvanna hace unas horas, que vino para hacer unos trabajos en el jardín de la casa. Raffaella sigue volviéndose loca con esta cuestión del matrimonio. No para de coordinar y planificar y proponer ideas. Nos pone tensos a todos. Federica reniega a muerte con ella. Nosotros queremos una ceremonia simple, una cosa muy sencilla; pero todo se va convirtiendo en una bola cada vez más y más grande. Tenemos confetti, recuerditos, flores, arroz, mierditas, etc. Paralelo a todo esto, yo sigo con mi hipocondría. Sigo pensando, todos los días, que tengo una infección, que me voy a morir. Me busco síntomas inexistentes, manchas en el cuerpo, lunares extraños, etc. Me siento como un ente de pus. Es ridículo. Un joven como yo malgastando segundos en pensamientos de destrucción y muerte, de enfermedad. Cuando la verdad es que estoy muy bien. Estoy viviendo muy bien. El invierno es hermoso en Reppia. Los árboles se desangran, se incendian en rojo, en naranja, en amarillo, en oro, se mueren a medias y renacen, como los animales.
No pasaron sino largos meses viviendo una vida melancólica, a veces grave, de sentimientos holgados que se disparaban en todas direcciones, hasta que regresamos a la casa de la abuela. Se había transferido recientemente a un nuevo y amplio dúplex a una cuadra de mi avenida favorita de entre todas las avenidas humeantes y polutas de Lima: la Javier Prado –Oeste–. Un canal kilométrico que sirve de puente entre la zona este –con sus distritos aburridos y aguados, como San Borja, Surco y La Molina, y que a pesar de albergar a ciertas minorías de clase pudiente, no dejan de ser aburridos y aguados– y la zona oeste, contigua a la bahía de la Costa Verde, y en cuyas lindes se pueden visitar distritos como Pueblo Libre, con su Taberna Queirolo y su Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú; Jesús María, con sus casitas art déco de los años 30, bajitas, de jardines exteriores donde nunca falta un ficus; Miraflores y Barranco, con sus terrazas de cafés, teatrines y galerías que nos hacen pensar que Lima todavía es una posibilidad; y Magdalena del Mar, un microscópico distrito de menos de cuatro kilómetros cuadrados con lindas callecitas, como Bernardo Monteagudo o Ugarte y Moscoso, por donde caminar es casi una terapia de relajación, con un mercadito que palpita como un órgano con olor a fruta y a pescado, a nueces y a harinas, a caldos al paso y a ferreterías, con apacibles y silenciosos parquecitos bordeados con margaritas. Pero a mi madre todo eso le importaba una reverenda mierda.
Regresar a casa de la abuela no era un alivio, ni una ayuda, ni un carajo. Era retroceder, abandonar su casa, sus muebles, sus cositas personales, su intimidad, su tranquilidad, su soberanía, su independencia para administrar y para decidir la cotidianeidad de su vida. Era como amputarse la otra pierna o el otro brazo que le quedaba. Tuvimos que vender la mayoría de los muebles: lámparas, mesas, sofás, sillas, vitrinas, etc. Puse un anuncio en Internet, y en dos semanas desapareció todo. Fue triste despedirnos de nuestras cosas. Se iban en brazos de gente extraña, que se llevaba consigo pedacitos de nosotros.
Cuando empezamos a convivir con la abuela en Magdalena, yo ya había ingresado a la Facultad de Leyes de la upc y para costearla recibía una colecta mensual de todos los hermanos de mi madre –incluida ella–. Yo también ponía mi parte con el trabajito de medio tiempo que me había conseguido la tía Claudia –conocida en el mundillo jurídico de Lima por ser una de las cabezas de la constructora Graña y Montero– en una notaría muy cerca de la casa. Exactamente estuve once meses en Laos de Lama, siete de los cuales los pasé como tomador de firmas.
Salíamos alrededor de las nueve y media o diez de la mañana para regresar al medio día, entregar los documentos e ir a almorzar. Por la tarde repetíamos hasta las seis o seis y media. Recorríamos diferentes lugares de Lima. Nos veíamos con los clientes en distintas direcciones, en empresas, en restaurantes, en hoteles. Íbamos a donde nos mandaban. De vez en cuando algún anciano vendía sus terrenos o dejaba en herencia ciertos bienes, y debido a su decrepitud o invalidez éramos nosotros quienes debíamos llegar hasta su casa, subir las escaleras hasta su lecho y, muy delicadamente, hacerlo firmar y tomarle la huella del dedo índice para luego estamparla en la minuta o en la escritura pública. La jefa del área me tenía una simpatía especial. Me reservaba las firmas en los distritos más vivibles: Miraflores, San Isidro, Magdalena. Otros colegas eran enviados a los confines de las periferias, en el culo de Lima. Regresaban abatidos, con los zapatos gastados y empolvados.
En agosto de ese año había alcanzado ya siete largos meses trabajando para Laos de Lama, mi rendimiento había sido óptimo –cero llamadas de atención, cero tardanzas–, mis calificaciones en la universidad no bajaban del 15, por lo que me permití una pequeña concesión y partí para Europa en un viaje de tres meses. Viaje que fue financiado íntegramente con dinero de las arcas de la abuela con el objetivo de conocer el continente que tanto me quitaba el sueño. Al final hubo una especie de concilio familiar y se tomó la decisión de invertir en mi viaje, de manera que esta experiencia hubiese servido para incentivar mi desempeño laboral y universitario bajo la condición de devolver