Manuel Rojas. María José Barros

Manuel Rojas - María José Barros


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ambigüedad con que confunde su propia biografía y la de los personajes de ficción, una trenza que combina al ciudadano Rojas con sus protagonistas desde su primer cuento publicado, “Laguna” (1929), hasta su última novela, La oscura vida radiante (1971). Dato central de su proyecto literario, la crítica lo ha descrito por medio de una categoría indecidible, la de “ficción autobiográfica”.9 La misma cuestión del libro y el mundo, en otra encarnación, aparece al comparar los juicios, algunos francamente contradictorios, que despierta el corpus de Rojas como un todo. Un crítico norteamericano decía en 1974, por ejemplo, que el “tema central [de sus novelas] es el esencial valor del hombre despojado de todo artificio impuesto por la sociedad” (Lichtblau 255), mientras que otro crítico, chileno esta vez, podía explicar en 1985 ese despojo como una ilustración más o menos clara de la ideología anarquista (Cortés 33). Palabras y cosas. En el primer caso el problema es saber cuánto hay de esa cosa que fue Rojas en las palabras de las que están hechos Eugenio Baeza o Aniceto Hevia. En el segundo se trata de saber si las cosas del mundo pueden aparecer en su presencia absoluta a través del texto literario o bien si lo hacen alteradas y deformadas por el esquematismo que impone cualquier sistema simbólico, como la ideología libertaria en este caso.

      Creo que estas escenas de lectura, representaciones del origen de lo literario, pueden iluminar el modo particular en que Rojas lidia con este problema, un problema con el que deben lidiar todos los escritores y todos los proyectos literarios. El nacimiento de la literatura es también el momento en el que se produce la costura primordial entre las palabras y las cosas.

      Las tres escenas

      El primer cuadro transcurre en Rosario. Manuel Rojas tiene, más o menos, trece años:

      Por esos días apareció la literatura, el árbol improductivo de ramaje siempre verde, como la llamó Flaubert. En el trayecto de mi casa al colegio descubrí un día en la mal iluminada vitrina de una librería que vendía libros, serpentinas y artículos de escritorio, un libro cuya carátula me atrajo: mostraba un salvaje semidesnudo que corría y era alcanzado, en plena carrera, por una flecha que le hería por la espalda. ¿Qué significaba eso? En mi casa nunca había visto un libro, excepto aquellos que me servían para los estudios del colegio, geografía, aritmética, historia, etc.; ese libro llevaba el título de Devastaciones de los piratas y su autor era Emilio Salgari. Después de mirar mucho esa carátula se me ocurrió que podía comprar ese libro. Entré en la librería y el dependiente español me dijo su precio: veinte centavos. Era una suma casi fabulosa para mí. Mi madre me daba todos los días, al irme al colegio y según cómo estuviera de fondos, una moneda de dos centavos o una de uno, con la cual moneda compraba cigarrillos o dulces. Me propuse economizar algo de la moneda de dos centavos, ya que la otra no se prestaba sino para hacer economías cerradas; o la guardaba o la gastaba, y fumando menos y privándome de golosinas logré reunir la suma necesaria, con la cual en la mano entré a la librería y adquirí el libro.

      Ya en la calle, y al abrirlo, me enteré de que se trataba de la segunda parte de una novela titulada Los náufragos del Liguria, lo que no me desanimó. Leí el libro y empecé a juntar dinero para el primer tomo (Imágenes 119).10

      La segunda escena, que Rojas data “casi al terminar la infancia” y que debemos situar, elucubro, más o menos a sus catorce o quince años, también transcurre en Rosario, en la casa de una vecina suya que cultiva un árbol de duraznos en su pequeño jardín:

      En la casa a que nos fuimos a vivir después de aquella casa de la Plaza López, el árbol improductivo de ramaje siempre verde extendió, para mí y desmesuradamente, sus ramas siempre verdes. Esta nueva casa, en la que mi madre arrendó dos habitaciones, pertenecía a una señora que vivía en una pieza que su marido, contratista de construcciones, había levantado en el fondo del terreno para que sirviera de depósito de herramientas y materiales. Muerto el marido, la señora alquiló las habitaciones principales y transformó el depósito en una habitación a la que agregó lo necesario para vivir allí. Hizo con sus propias manos un jardín y rodeó todo con una reja de madera. Yo iba algunas veces a echar una mirada a la señora y a los árboles, entre los cuales se alzaban unos durazneros cuya fruta maduraba a su tiempo. Un día de verano, maduros ya los duraznos, fui a echar una ojeada: la señora estaba sentada en el jardín y leía un diario. Me invitó a entrar y me preguntó si sabía leer. Respondí que sí y entonces se quejó de que apenas podía hacerlo: se cansaba y le dolía la cabeza. Me dijo que en el diario salía un folletín muy bonito. Yo, que no sabía lo que era un folletín, miraba con entusiasmo una rama cargada de rojos duraznos.

      —¿Quiere sacar algunos? —me preguntó—. Saque, hay muchos.

      Saqué varios y mientras los saboreaba se me ocurrió ofrecerme para leer el folletín: era una manera de retribuirle los duraznos y de asegurarme otros para el futuro. El verano es largo y la fruta es siempre cara para los pobres. La señora aceptó mi proposición. Tomé el diario y leí lo que era necesario leer. La señora lanzó exclamaciones y hacía comentarios. Como ignoraba lo sucedido antes, lo que resultaba ahora me parecía confuso. Al día siguiente, igual cosa: comí mis duraznos y leí el folletín y así sucedió hasta después de acabada la fruta. Se me despertó la curiosidad y quise enterarme de cómo empezó todo aquello. La señora me facilitó lo anterior; lo tenía recortado y lo guardaba, no sólo ese sino muchos más que me prestó y leí. Entre los folletines aparecieron novelas de muchas nacionalidades y en poco tiempo y gracias a la señora conocí lo que Salgari, autor de novelas que transcurren al aire libre, no me había podido presentar. El mundo físico, el mundo sensible y el mundo moral se me ampliaron enormemente. Junto con ello se me amplió el deseo de que todo se ampliara más. Ya estaba metido en el enredo del que no saldré sino cuando pare los tenis, como dicen los mexicanos (Imágenes 128-9).11

      El mismo cuadro aparece en Hijo de ladrón, pero allí Rojas detalla un poco más su evaluación del episodio. Ese mundo físico, sensible y moral que el folletín le propone merece una enumeración: “Ciudades, ríos, océanos, países, costumbres, pasiones, épocas, todo se me hizo familiar” (Hijo 587).

      La tercera escena parece muy tardía, pero debe haber ocurrido solo unos cuantos meses después de la anterior. Ahora está en Mendoza, trabajando como pintor y electricista. Conoce a un grupo de obreros anarquistas y uno de ellos, que se llama Miguel Lauretti12 y que ejercería una influencia decisiva en la decantación de la vocación literaria de Rojas,

      me prestó libros, entre ellos La leyenda de los siglos, de Víctor Hugo, que leí varias veces, y libros de otros poetas, argentinos o uruguayos, Herrera [y] Reissig y Delmira Agustini, Leopoldo Lugones y otros. Descubrí en esos libros algo en que ni siquiera había soñado alguna vez, dada mi escasa educación e ilustración. Aquello era, para mí, mucho más grande que cualquier cosa o hecho que hubiese conocido hasta entonces: era como contemplar un misterio cuyos elementos eran imposibles de describir y de explicar, por lo menos a primera vista. ¿Cuánto había que vivir y trabajar para llegar a eso? (Imágenes 152).13

      Experiencia y repetición

      Dispuestas las tres escenas en conjunto, lo primero que llama la atención es su repetición. Cada uno de estos cuadros, distintos como son, cuentan una y otra vez un hecho que quizá imaginamos único, el descubrimiento de la literatura. Su acumulación resulta curiosa, como si Rojas perdiera la memoria cada vez y volviera a una especie de afortunada ignorancia primordial que lo prepara nuevamente para la epifanía. Ese carácter repetitivo es, a mi juicio, el núcleo propiamente literario de la serie. Como ha propuesto Pablo Oyarzún, que en esto lee de cerca El narrador de Walter Benjamin, si hay un sentido en la literatura moderna, ese sentido es la transmisión de una experiencia, un saber, un consejo que, por otro lado, se nos escapa irremediablemente. Aquello que la novela comunica es la repetición de un acontecimiento irrepetible, dice Oyarzún, un acontecimiento singular (un saber, un consejo, agregaría Benjamin), que solo puede aparecer en la rememoración y por tanto dispuesto en otro nivel, el ficticio (Oyarzún 22-3).

      Rojas se nos revela agudamente consciente de esa limitación del relato literario, y por esa razón insiste en contar el acontecimiento fundamental, su descubrimiento de la literatura, una y otra vez: para sortear de algún modo su inevitable mutación en ficción. Pero al mismo tiempo confía en los poderes de la palabra y no


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