Manuel Rojas. María José Barros
esta vez sí, la experiencia transformadora que parece escapársele.
Pero la repetición no es nunca, no puede serlo, identidad completa. Los tres fragmentos develan distintas zonas de la experiencia, y el aprendizaje que Rojas obtiene de cada una de sus lecturas es diverso. La novela de aventuras le permite un conocimiento exterior que es, literalmente, mundial: una parte del ordenamiento geopolítico global a fines del XIX. Devastaciones de los piratas es el título que se dio en español a la segunda parte de una novela que Salgari tituló I Robinson italiani (1896), en la que vuelve a la premisa de Robinson Crusoe pero esta vez con protagonistas italianos y en la Melanesia, la zona del océano Pacífico que rodea a Nueva Guinea. Como en varias novelas de aventuras de la época, en Devastaciones de los piratas también se tematiza un “deseo de mundo” y se “noveliza lo global”, como ha señalado Mariano Siskind para Julio Verne (49), y se consolida una autoridad imperialista que ordena el mapa mundial, como explica Edward Said en Cultura e imperialismo (115-141). Sobre aquello que el folletín sabe y transmite, ese folletín que Rojas lee a cambio de duraznos, hay una extensa literatura. Beatriz Sarlo resume su pedagogía de la siguiente manera: inducen el hábito de la lectura, advierten sobre los recursos literarios que utilizará la narrativa canónica, ofrecen cierta gramática normativa de los afectos, de sus limitaciones y de los excesos permitidos, exponen una moral mesocrática ilusoriamente estable en un mundo que se moderniza rápidamente y que tiende a la inestabilidad (157-60). En cuanto a la escritura modernista, pues los autores latinoamericanos que Lauretti muestra a Rojas en Mendoza son justamente una selección bastante canónica del modernismo poético de la región, dialoga muy de cerca con la novela de aventuras y el folletín: propone en una mundialización distinta de la que presenta Salgari, de cuño latinoamericano, en primer lugar; en segundo término desordenan y disponen artísticamente los sentimientos que el folletín había sabido distribuir con mesurada pasión.
Rojas entiende estas variaciones de esta escena de lectura como una “ampliación del mundo” a través de los libros. Pero la escala también puede entenderse a la inversa, pues cada lectura restringe su ámbito exterior de referencias: del aire libre y los grandes ordenamientos geopolíticos en Salgari saltamos al ordenamiento emocional del individuo en las novelas del corazón, y de allí al desorden de los afectos, o bien a la aceptación de la geometría no euclidiana que los rige. No en vano Herrera y Reissig es el autor de “Amor sádico”, versos que pondrían los pelos de punta a cualquier héroe de un romance convencional: “Ya no te amaba, y sin embargo / el beso de la repulsa nos unió un instante” (3-4).
Las tres escenas están hilvanadas, además, por una interesante lectura del carácter material que implica el intercambio simbólico. Me refiero a los modos en que el joven Rojas logra acceder a los libros que desea. Nuevamente hay dos direcciones en la serie: por un lado, aquello que se lee como progreso, su paulatina independencia económica de la familia, y por otro una suerte de retroceso en los modos de intercambio material. El libro de Salgari lo compra con el dinero que su madre le asigna; la lectura del folletín es una suerte de labor remunerada que se paga con duraznos; la literatura artística aparecerá solo cuando sea ya un trabajador y en la comunidad de los trabajadores. Mirados más de cerca, sin embargo, esos intercambios parecen retroceder en la historia del desarrollo capitalista: poco aprende del libro que desea como fetiche y obtiene como mercancía (el de aventuras), algo más del que consigue en una especie de trueque premoderno (el folletín), y la mayor ganancia, el premio mayor, solo aparecerá cuando la literatura sea el objeto de un don gratuito, cuando la economía del intercambio literario no implique el enfrentamiento entre intereses contrapuestos sino el puro afecto y la pura entrega de los compañeros. Por cierto, esta especie de involución indica la dirección de la utopía y constituye un signo de progreso cuya naturaleza es esencialmente política: la ilustración y la lectura solo son útiles en la medida en que nos vuelven más sencillos, en la medida en que nos acercan a un ordenamiento más justo del mundo.
El mundo y el libro
Quisiera comentar, por último, un aspecto que es tal vez el más arduo de todos y que tiene relación con la naturaleza de la ideología. “El mundo físico, el mundo sensible y el mundo moral se me ampliaron enormemente” (Imágenes 129), cuenta Rojas, y lo cuenta como ganancia neta de su encuentro con la literatura. En esta afirmación parece restarse importancia al mundo físico, sensible y moral en el que ya está inmerso Rojas como niño o como joven, un mundo nada estrecho si consideramos sus movimientos geográficos entre distintas ciudades y países —Santiago, Buenos Aires, Rosario, Mendoza— y además sumamos su temprana iniciación en el trabajo, la variedad de gentes y oficios que conoce en su primera juventud. Para ponerlo en los términos que usé más arriba: en su descubrimiento de los libros Rojas parece situar la palabra escrita en un lugar que supera al de las cosas, como si ellas, las cosas, no tuvieran vida o no tuvieran vida suficiente hasta que se las pone por escrito. “Sol y viento, mar y cielo”, dice famosamente Aniceto Hevia en Hijo de ladrón (379), pero ese sol y ese viento, en la lógica que trato de explicar, no serían tanto los que brillan y soplan en Valparaíso como los que han quedado atrapados en la novela.
Se me reprochará un exceso posestructural, como si Rojas afirmara que los libros son anteriores a la experiencia real, a la experiencia material. ¿Cómo entender, si asumimos la primacía de la letra, el carácter autobiográfico de sus textos, su problemática referencialidad, es decir, su dependencia de la realidad? ¿Cómo explicarnos la limpia sencillez de su prosa, desprovista de las marcas que indican convencionalmente que se trata de literatura?14 Estos rasgos parecen contradecir la intuición que ofrecen las escenas primordiales que comento.
Hasta ahora he intentado hablar solo de literatura, pero el problema es mucho más amplio y abarca en realidad cualquier sistema simbólico que ordene la percepción del mundo. Cuando Rojas antepone la letra al mundo, como creo que lo hace, entonces asume las consecuencias de esta posición. Afirma, en primer lugar, que no es posible pensar fuera de los marcos ideológicos. Esto significa que la letra efectivamente antecede a la realidad, e implica que cualquier descripción se levanta inevitablemente sobre los supuestos que articulan el código con el cual se la construye. El mejor ejemplo son los mismos fragmentos que cité más arriba: no hay vida anterior a la literatura porque es precisamente a través del código literario que puede hablar de su vida entera, de la que antecede y de la que sucede a su encuentro con la letra. Dicho de otro modo: la niñez de ese joven e inocente Rojas no puede existir sin el Rojas mayor y letrado que la cuenta.
Esto nos obliga a rechazar cierta imagen que lo pinta como un escritor espontáneo, intuitivo y meramente “humano”. El riesgo simétrico, no obstante, es pensar de una manera simplificada la letra, la literatura y la ideología como mera distorsión perceptiva, falsa conciencia o alienación pura (hacia allá nos podría llevar el rasgo casi literalmente lacaniano de su entrada, siempre tardía, al segundo tomo de Salgari o al folletín ya comenzado). Me gustaría proponer para este Rojas una idea vieja pero, a mi juicio, aún sabia: que el conocimiento es siempre interesado, es decir, ideológico, es decir, ya simbolizado, y que, de modo complementario, no podemos conocer el mundo sin mojarnos en las aguas del interés, no podemos contactarnos con las cosas sino a través de las palabras.
Si volvemos a los tres fragmentos anteriores creo que podemos hacernos una idea del modo en que Rojas lidia con esta doble valencia de la letra, instrumento cognitivo y arma política.15 Los géneros que le revelan el mundo son la novela de aventuras, el folletín y el poema, pero estas Imágenes de infancia y adolescencia —y con ellas el resto de su obra— no pueden considerarse una novela de aventuras, un folletín o un poema: materia de pura voluntad, la escritura construye un edificio distinto con los mismos ladrillos heredados, una curiosa novela autobiográfica que es en realidad un relato de formación resistente ante la hegemonía, la contraBildungsroman que ha descrito Grínor Rojo en la tetralogía de Aniceto Hevia.
Materia de pura conciencia, el edificio literario que leemos no se limita a reproducir los sentidos del sistema simbólico que lo precede. Rojas es un diestro jinete de las palabras, y logra instalar su propio interés hablando una lengua de intereses que le son ajenos. Como se revela al considerar los circuitos materiales que permiten su acceso a la letra, el texto memorioso, las Imágenes de infancia y adolescencia, consiguen hacer retroceder al tiempo y sitúan después, en el futuro, lo que la historia de la humanidad ha puesto