Shorai. Kike Ferrari
día antes, en un pleno extraordinario, las Naciones Unidas habían decidido por unanimidad parar la perforación del suelo antártico sobre el lago Vostok, para preservar el ecosistema sin contaminación, al haber detectado en su interior movimientos lo que aparentaban ser seres vivos con los escáneres de microondas situados en el tubo kilométrico, perforado por los ingenieros de la base rusa.
Felipe saltó la valla de protección y se acercó al borde de la perforación mientras se bajaba los pantalones, ignorante de los ochenta y nueve coma dos grados bajo cero registrados el mes anterior, que harían inútil su esfuerzo y como mucho darían lugar a una triste estalactita de color.
Ludmila Kresakova, enamorada locamente de su trabajo, que no de Felipe, aunque le hacía tilín, salió como una furia del complejo para detenerle de su insensatez y de su inconsciente determinación.
En su carrera hacia Felipe, asomado al agujero de tres mil cuatrocientos metros de profundidad y ochenta centímetros de anchura, tropezó tontamente y los dos cayeron abrazados, primero sin control, y después frenando gracias a la ergonomía de los trajes, la aerodinámica y el rozamiento de las paredes. Por un absurdo capricho del destino, consiguieron mantener la postura, que no la calma, durante los primeros mil metros, luego por habilidad, y en los últimos cien metros, por amor. Se detuvieron a un metro del fondo y Ludmila encendió su linterna del ejército ruso de dos kilos, y Felipe el encendedor con la bandera de España.
Conscientes de haber evitado el desastre bajaron lentamente el último metro y se abrazaron, seguros de la imposibilidad de su rescate y felices de no haber roto la fina lámina de veinticinco centímetros de hielo que les separaba del cielo del lago Vostok y el ecosistema aislado durante millones de años.
Felipe concluyó que lo último que haría en su vida sería decepcionar a Ludmila, y a Ludmila le pareció correcto. Y un nuevo ser humano se dispuso a vivir como óvulo fecundado.
Felipe dijo:
—Voy a ver si hay cobertura —lo dijo en español y a Ludmila le pareció como si le hubiera dicho «Te quiero».
A Felipe se le resbaló el móvil, que cayó al suelo y lo agrietó. Ludmila exclamó horrorizada:
—¡Se ha hecho una grieta! —A lo que Felipe le dijo que no se preocupase por la pantalla del móvil, que lo iba a cambiar de todos modos.
Cayeron al vacío y, pocos segundos después, el agua caliente los rodeó. Se quitaron los trajes y, confusos, trataron de encontrar una referencia. Ludmila apuntó su linterna en todas las direcciones y vio un reflejo en una pared a su derecha, comenzó a nadar y Felipe la siguió al grito de «así se hace, mi amor».
Llegaron al borde y encontraron una plataforma de algo menos de un kilómetro cuadrado, donde pudieron ponerse a salvo.
Ludmila y Felipe, exhaustos, observaron con la linterna hasta donde la vista les permitía. Felipe comprobó los límites de la plataforma y decidió apagarla, entonces asistieron a un espectáculo maravilloso en la superficie del agua.
Millones de organismos luminiscentes en movimiento iban apareciendo cada vez en mayor cantidad, al ritmo con el que las pupilas de sus ojos se adaptaban a la oscuridad general del lago Vostok. Sus ropas, aún húmedas, también brillaban en la oscuridad, mientras las algas y bacterias trataban de retener la vida fuera del agua.
Pequeños chasquidos en el agua rompían el murmullo de las pequeñas olas en la rompiente de la plataforma; chasquidos en todas las direcciones, presentes hasta donde su vista alcanzaba y, por la intensidad del ruido, era fácil deducir que hasta mucho más allá.
Ludmila estaba maravillada, licenciada en tecnologías de bioingeniería por la Universidad Estatal de San Petesburgo, y recopilaba con sus ojos la información que, de haber seguido las órdenes de su gobierno, hubiera quedado para siempre oculta al mundo exterior.
Felipe era un brillante ingeniero de la Universidad Politécnica de Madrid, desplazado a la Antártida para establecer nuevos modelos de predicción climatológica en un entorno multivariable para aislar causas, establecer correlaciones verdaderas, separar efectos e introducir artificialmente pequeños impulsos que permitieran en tiempo real comprobar la validez del modelo.
Felipe observó cómo, a lo lejos, los chasquidos regulares generados por los miles de pequeños peces al saltar por la superficie estaban acompañados por grandes chapuzones y golpes en el agua, realizados probablemente por otros animales de mayor tamaño que no alcanzaba a ver.
Felipe fue capaz de ver mucho más allá, miró a Ludmila y le dijo:
—Le llamaremos Bernal.
A lo que Ludmila replicó:
—¿De qué estás hablando? —visiblemente molesta por la interrupción del momento mágico que estaba viviendo. Todos sus sueños delante de ella y Felipe hablando de sus cosas. Felipe insistió con entusiasmo.
—Blas Bernal, por Bernal Díaz del Castillo y por Blas de Lezo, estamos conquistando un nuevo mundo, me duele el tobillo y un ojo y no se me ha ocurrido ponerle un nombre mejor a nuestro hijo. Será un ganador, un luchador incansable nacido de la adversidad, inteligente, sabio y entusiasta, un buen tipo de frontera, hijo de dos culturas distintas y distantes, unidas por la ciencia, nacido en un momento de cambio para la humanidad, el símbolo de una nueva era. Divertido, sencillo, amable, caballeroso y justo, aunque adivino que con tendencia al vodka helado más que a las cañas en la playita, aunque eso ya lo solucionaremos con profesionalidad.
Ludmila, mujer sumamente inteligente y práctica, entendió a la primera lo que quería decir Felipe y le dijo:
—No estoy embarazada y no me interesa el tema ahora, cuando subamos arriba ya hablaremos de lo que ha pasado en el tubo, ahora me basta con estar viva y entender lo que estoy viendo. Me ha encantado hacerlo contigo y ahora entiendo por qué los españoles conquistasteis el mundo desde vuestro pequeño país, pero también entiendo por qué no habéis llegado a la luna, os enamoráis a la primera.
—Chata de mi corazón, no sé lo que te han contado en el cole, pero vosotros a la luna tampoco habéis llegado in person —dijo Felipe, dándose cuenta de que a una hija de la gran madre Rusia no había que romperle sus mitos si quería durar mucho con ella—. Te quiero, Ludmila, me molas —continuó—, te lo voy a explicar, no hemos hecho otra cosa en nuestra vida que llevar al Imperio Romano al resto del mundo con más ganas y entusiasmo que nadie, panem et circenses. Pero siempre hay por ahí aburridos que no se enteran y será nuestro hijo el líder que va a tener esa dosis justa de cada cosa para explicárselo al mundo. Por lo pronto le voy a hacer socio del Atlético de Madrid para que adquiera carácter.
—Felipe, no entiendo nada de lo que dices, ¿dónde está mi linterna?, creo que nos están observando. No es momento de hablar de tener hijos, aunque te pones muy guapo al decir tonterías— Ludmila no había conocido en todos sus viajes a nadie como Felipe y desconocía lo común que era él en España y cuántos había como él disponibles.
Uno, dos y luego tres kostovianos se acercaban sinuosos al borde de la plataforma, atraídos por la caída en el agua de esos extraños seres que ahí se refugiaban.
El estruendo del golpe al caer, los objetos de extraña textura que habían dejado flotando y la percepción de que algo había cambiado en la bóveda solo animaban su curiosidad.
En el exterior era de noche, no una noche total, una penumbra antártica suficiente para haber cambiado la luminosidad de la bóveda en los sensores kostovianos, los cuales empezaban a acumularse a miles sobre la superficie del agua. En pocas horas la luz del largo día antártico entraría en pequeña cantidad a lo largo de los tres kilómetros del tubo, imperceptible para el ojo humano pero un fogonazo para los kostovianos.
MUSA
Musa saltó a la superficie del lago en el mediodía antártico y vio la luz, vio a Felipe y a Ludmila observándola, junto a miles de kostovianos. Ludmila jugaba con la linterna tratando de generar un lenguaje con sus oscilaciones y pulsos de luz y oscuridad.