Breve historia de la Economía. Niall Kishtainy

Breve historia de la Economía - Niall  Kishtainy


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Aristóteles y Platón condenaban el amor por el dinero. Se dice que un gobernante de Esparta redujo la generación de ganancias al hacer que la moneda de su ciudad fueran barras de hierro, tan pesadas que era necesario que las arrastraran bueyes. Sin embargo, el comercio prosperó en buena parte de Grecia. Las ciudades comerciaban con aceite de oliva, granos y muchos otros bienes a lo largo de las aguas del Mediterráneo. Después de Aristóteles y Platón, las rutas de comercio se ensancharon aún más, impulsadas por el pupilo más famoso de Aristóteles, Alejandro Magno, cuyos ejércitos barrieron más allá del mundo Mediterráneo y esparcieron así la cultura griega a través de un nuevo y vasto imperio.

      Como todos los imperios, las grandes civilizaciones griega y romana se extinguieron, y surgieron nuevos pensadores. Después de la caída del Imperio Romano en el siglo V d.C., fueron los monjes cristianos quienes hicieron que el pensamiento económico avanzara en toda Europa y quienes mantuvieron con vida el conocimiento en sus remotos monasterios.

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      LA ECONOMÍA DE DIOS

      En la Biblia, las personas deben trabajar para sobrevivir a consecuencia del pecado. Cuando estaban en el Edén, la vida era fácil para Adán y Eva. Bebían del río y comían los frutos de los árboles. Se sentaban todo el día y no tenían mucho más que hacer, pero un día desobedecieron a Dios y los expulsó de este jardín, así pasaron de una vida de plenitud a una de penurias. «Con el sudor de tu rostro comerás el pan», le dijo Dios a Adán. A partir de ese momento las personas debieron trabajar para sobrevivir. Sin embargo, Jesús advirtió que cuando trabajaban, estaban en peligro de cometer pecados que podrían dejarlas fuera del cielo. Podría solo importarles hacerse ricas. Podrían sentir celos de la riqueza de otras personas. Podrían terminar amando la ropa, las joyas y el dinero más que a Dios.

      En cada uno de los extremos de la prolongada Edad Media hay dos pensadores cristianos, gigantes intelectuales de su época. Ellos reflexionaron con detenimiento acerca de lo que significaban las enseñanzas de Cristo. ¿Qué decía sobre la manera en que los cristianos debían participar en la economía? En la primera etapa encontramos a San Agustín de Hipona (354-430), un maestro joven e inquieto que maduró para convertirse en un hombre sagrado y sabio. Hacia el final llegó Santo Tomás de Aquino (1224/1225-1274), un monje italiano que vivió cuando surgía una nueva civilización comercial en Italia. Sus escritos fueron una guía para los cristianos en cuanto a la manera de vivir en una sociedad cambiante.

      Agustín nació en el moribundo Imperio Romano y estaba a caballo entre el mundo antiguo y el naciente medieval. Después de extensas divagaciones y una prolongada búsqueda espiritual, se convirtió al cristianismo. Los griegos pensaron en la sociedad y la economía de ciudades de reyes, pequeños Estados con gobernantes sabios. Agustín transformó ese pensamiento en la Ciudad de Dios, en cuya cima está presidiendo Cristo, el salvador de la humanidad. La Ciudad de Dios la regían leyes tanto humanas como divinas. Esto se debía a que las personas debían participar en la actividad ordinaria y cotidiana de hacer dinero. La riqueza era un regalo de Dios para los pecadores que necesitaban sobrevivir. La mejor vida implicaba renunciar a las posesiones, algo que hacían algunos cristianos al vivir sin dinero como ermitaños o en comunidades de monjes. Sin embargo, en un mundo imperfecto, las personas debían tener propiedades y, por consiguiente, era importante no amar nuestras posesiones y entender que simplemente eran un medio para llevar una vida buena y devota.

      Las ideas de Agustín ayudaron a dar forma a la sociedad medieval que reemplazó a la romana. Los romanos habían creado un imperio vasto; sus ciudades eran maravillas de la elegancia y la ingeniería, pues solo Roma contaba con mil baños públicos alimentados por los acueductos. Después de la muerte de Agustín, el imperio fue invadido y durante los siglos posteriores el comercio colapsó. Las comunidades se volcaron sobre sí, cultivaron comida para ellas mismas en vez de para comprarla y venderla. Los pueblos se encogieron y los puentes y las carreteras romanas se derrumbaron. A partir del tejido único del imperio se formó un revoltijo de retazos conformados por gobernantes locales. El hilo común fue la nueva fe cristiana y las enseñanzas de hombres como Agustín.

      Otra cara de la sociedad medieval fue un sistema económico que llegó a conocerse como feudalismo. Los gobernantes necesitaban guerreros para detener a los ejércitos de invasores a caballo. Era caro mantener a los guerreros, por lo que los reyes les entregaban tierras a cambio de su lealtad. Los guerreros prometieron luchar por el rey cuando este lo necesitara. A partir de esto se desarrolló todo un sistema de producción que no se basaba en el dinero sino en las promesas que hacían los gobernantes y los gobernados. La economía de Dios en la tierra se dispuso como una «cadena del ser». Esta era la visión medieval del universo, algo dispuesto en un orden jerárquico estricto. En la cima estaban Dios y Cristo; sus representantes en la Tierra eran, primero, el papa, y luego los reyes que dieron tierra a los grandes señores feudales; y debajo estaban los campesinos, que trabajaban la tierra. Estos entregaban los cultivos al señor y guardaban algo para ellos. La economía estaba regida por la religión y no por las ganancias y los precios que la rigen en la actualidad. Sus autoridades eran hombres como San Agustín y aquellos que lo sucedieron, los instruidos monjes y predicadores eclesiásticos.

      Tomás de Aquino fue uno de ellos. Nació en una familia rica, pero cuando era joven se unió a los dominicos, una orden de monjes que vivía sin dinero ni posesiones. Sus padres odiaron tanto esto que lo secuestraron y lo encerraron en uno de sus castillos. Incluso pusieron a una prostituta en su cuarto para intentar que se olvidara de convertirse en monje, pero él no cayó en la tentación. En su lugar rezó y escribió libros sobre los métodos de la lógica. Con el tiempo, sus padres se rindieron y lo liberaron, y se mudó a París, donde continuó su búsqueda religiosa e intelectual.

      Tomás de Aquino se imaginaba la cadena del ser como una colmena en la que Dios asignaba los papeles a las abejas: unas reúnen miel, otras construyen las paredes de la colmena y otras sirven como reinas. La economía humana era similar a esto. Algunos trabajaban la tierra, otros rezaban y otros luchaban por el rey. Lo importante era no ser codicioso y no envidiar el dinero de los demás.

      Tal como Agustín de Hipona había comprendido, en un mundo pecaminoso, las personas necesitaban poseer cosas para que ellas y sus familias pudiesen vivir. Estaba bien vender algo por una ganancia mientras el dinero se usara de manera correcta, dijo Tomás de Aquino; si alguien tenía más dinero del necesario, entonces debían darles un poco a los pobres. Supongamos que alguien se gana la vida vendiendo carne. La pregunta que Santo Tomás intentó responder fue cuál era el «precio justo» por la carne. ¿Cuál era la cantidad justa y moralmente correcta que había que cobrar a los clientes? Tomás de Aquino dijo que no era el precio más elevado que el vendedor pudiera obtener, quizá mintiendo sobre la calidad de la carne. El engaño era una preocupación constante en la época medieval: un inglés se quejó una vez de que los carniceros de Londres solían poner sangre en los ojos de las ovejas en putrefacción para que se vieran frescas. Un precio acordado en estas condiciones sería injusto. En cambio, un precio justo sería el que se cobra normalmente en una comunidad, sin ningún engaño de vendedores poderosos que dominen el comercio.

      Al igual que los pensadores anteriores a él, Tomás de Aquino creía que el mayor pecado económico era la usura: el préstamo de dinero a cambio de un precio (en otras palabras, con una tasa de interés). La Iglesia medieval condenaba la usura. Se podía expulsar de la Iglesia a los sacerdotes que enterraban a prestamistas en tierra consagrada, y los prestamistas se irían al infierno junto con los ladrones y los asesinos. Un predicador contaba la historia de un prestamista que pidió ser enterrado con su tesoro. Después de su muerte, su esposa excavó su tumba para recuperar el dinero y vio cómo unos demonios metían monedas —que se habían convertido en carbones candentes— en la garganta de su esposo.

      Los clérigos medievales decían que prestar dinero a cambio de intereses era robar porque el dinero era «estéril», infértil, y por lo tanto no podía reproducirse. Si se amontona en una pila no se reproduce como lo hace un rebaño de ovejas. Si recibes 25 monedas de un hombre al que le prestaste 22, estás recibiendo tres monedas de más. Las tres monedas le pertenecían legítimamente a ese hombre. Santo Tomás, como muchos pensadores


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