Mis Personajes de Películas y Televisión y Yo. Jesús Amancio Jáquez Hernández

Mis Personajes de Películas y Televisión y Yo - Jesús Amancio Jáquez Hernández


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básicos para sobrevivir el frío de verano en el polo antártico.

      Los icebergs que flotaban en el océano tenían formas hermosas, moldeados por la erosión y el tiempo. A dondequiera que vieran, se quedaban maravillados.

      —Esto es hermoso —dijo Jesús—. ¡Creo que voy a gritar de la emoción! ¡Aahh!

      —¡Cállate, Jesús! Vas a provocar un derrumbe —le riñó Alex.

      —¡Yo voy a llorar! —dijo Ariana—. Es lo más hermoso que he visto.

      —Tanto como tú —agregó Jesús con una gran sonrisa.

      —No seas cursi —dijo Max mientras ponía los ojos en blanco. Alex se llevó ambas manos a la cara meneando la cabeza.

      —¡Ay, por favor! —agregó.

      —Quiero tocar la nieve. ¡Vamos, Max! —Alex corrió y Jesús y Ariana lo siguieron.

      Llegaron a la Antártida y se pusieron sus chamarras extras, bufandas, guantes y gorros. También tuvieron que usar unos lentes especiales para proteger sus ojos del frío.

      —Pareces extraterrestre con esas gafas y esa cosa en tu cabeza —se rio Max de Alejandro porque llevaba puesto un gorro verde de lana con orejas como de gato.

      —No seas envidioso, Max, solo porque me veo guapo con lo que sea. Además, mi gorro me lo regaló la argentina que conocimos en el antro.

      Ariana disimuló una sonrisa, pero Jesús se carcajeó abiertamente y dijo:

      —¿Que no es el que te tejió doña Tere, tu abuelita?

      Alex se encogió de hombros al verse descubierto en la mentira y agregó:

      —¿Es que no les había dicho que mi abuelita es argentina?

      Todos sonrieron. Era un día muy especial y feliz.

      Llevaban sus mochilas llenas de lonche y un termo con chocolate caliente para beber, así que se sentaron a disfrutar del calor de la bebida y del paisaje nunca visto, al menos por ellos. Mientras tanto, los guías de la expedición armaban las tiendas de campaña especiales para protegerlos del frío congelante de las noches en la Antártida.

      —Tal vez deberíamos ayudarles —dijo Max señalando a los guías con un movimiento de cabeza.

      —¡Bromeas! Por lo que cobran por la expedición, deberían armarnos un edificio completo —se quejó Jesús.

      —Pero valió la pena —agregó Ariana mientras se servía un poco más de chocolate.

      —Claro que sí —dijo Alex.

      —La verdad que sí. Vale la pena cada dólar que pagamos —concordó Jesús—. Venir aquí era uno de los sueños de mi vida.

      —Pues ya se te cumplió —dijo Max— y de paso a nosotros también.

      La tarde empezó a oscurecerse y cuando las tiendas estuvieron listas se metieron en ellas ansiosos de empezar la aventura. Querían ver pingüinos y focas y llenarse la memoria con las imágenes de ese extraordinario lugar, pero eso tendría que ser cuando amaneciera, así que platicaron y bromearon hasta que el sueño pudo más que la emoción y se quedaron dormidos. Jesús y Ariana durmieron juntos, compartiendo bolsa de dormir, cobijados y calientitos.

      A la mañana siguiente, desayunaron huevos con tocino y, mientras comía y comía, pensaba Jesús Amancio cómo podría decirle a su novia Ariana que debían vivir juntos, trabajar en su ciudad San Luis Rio Colorado para ganar dinero, y casarse. Pero primero debía comprarle un anillo, el de compromiso.

      El día fue extraordinario; caminaron sobre un iceberg gigantesco que flotaba sobre el agua azul oscuro con brillos metálicos, pudieron avistar focas y pingüinos; jugaron, sonrieron y se maravillaron con ese mundo congelado. Parecía imposible, por lo extremo de la temperatura, que algún ser vivo habitara ahí, pero estaba lleno de vida.

      Jesús Amancio acompañó a Ariana a ver el cielo con su telescopio. En la Antártida, era un espectáculo. Pudieron observar, a lo lejos, la forma de vida de los pingüinos y también las andanzas de las focas y los espectaculares saltos de las ballenas asesinas. Sus amigos Alex y Max estaban felices.

      —Lo mejor de todo es que debemos continuar en este viaje.

      —Sí, no terminará hasta agosto, cuando vamos a regresar.

      —Así es —continuó Jesús—. Disfrutemos de esta aventura.

      —¡Sí! —Todos sonrieron levantando las manos en señal de victoria.

      CAPÍTULO 3.

       LA CAÍDA

      Las horas pasaban tan rápido que parecían segundos. Los días son muy cortos en los polos, y no porque se haga de noche, ya que el día en esa época del año dura seis meses, sino por el hecho de estar explorando ese reino de hielo donde los rayos del sol, cuando se llegan a ver, colorean a capricho la nieve formando paisajes inolvidables. No había suficientes horas para admirarlos.

      Estaban todos descansando, aún no había amanecido, según la hora en su reloj. Jesús sonrió al verlo. Era un regalo de sus padres: tenía resistencia al agua, cronómetro y grabadora de voz; se suponía que su batería no se agotaba nunca, pues era solar, y también tenía brújula para ayudarle a encontrar el camino a casa. Al menos eso le habían dicho sus padres cuando se lo regalaron. Fue su obsequio de despedida para desearle suerte en su viaje.

      Jesús decidió levantarse. Había tomado muchas fotos ya, pero tenía la esperanza de poder captar algo especial con su cámara, pues eso le daría la posibilidad de conseguir un empleo de fotógrafo en una buena revista, o, por lo menos, en el periódico de su ciudad escribiendo algunas notas de este maravilloso viaje; y luego habría otros viajes más… Quería recorrer el mundo con Ariana mientras se ganaba la vida fotografiando lugares espectaculares y animales exóticos.

      Cuando salió de la tienda, el frío le golpeó la cara. Había un poco del viento.

      «Tal vez no debería salir», pensó, pero era el último día de la excursión y nunca más tendría la oportunidad de ir a caminar por la nieve del Polo Sur; así que se ajustó la bufanda y salió.

      La madrugada, con mucha claridad en esa época del año, lo invitaba a explorar un poco más; entonces empezó a caminar sobre esa alfombra de nieve esponjosa y sólida a la vez. Quería llegar a una elevación no muy lejana donde podría fotografiar al pingüino macaroni mientras cuidaba a sus crías. Además, quería llenarse los ojos y la memoria de los paisajes del Polo Sur y guardar esa sensación de respirar el aire casi congelante de la Antártida.

      Caminó por más de dos horas sin encontrar rastro de los pingüinos, así que decidió subir una montaña no muy elevada para tener más oportunidad de encontrarlos. Cuando llegó a la cima, divisó el océano y pudo ver que su esfuerzo había valido la pena pues un grupo de pingüinos caminaban torpemente custodiados por sus padres; caían y se deslizaban por la nieve, estaban jugando, la escena era increíble. Jesús se recostó bocabajo y ajustó el zoom de su cámara y logró capturarlos en fotos. No podría creer la suerte que tenía. Feliz, siguió contemplando a esa familia de pingüinos mientras sacaba más fotografías.

      Al fin se puso de pie. Era imposible borrar la sonrisa de su rostro. Esas imágenes sí que valían la pena, podría venderlas muy bien. Se dio la media vuelta para regresar al campamento; ya habían pasado algunas horas. La nieve se hundía a su paso dejando las huellas de su andar. Se volvió una vez más para contemplar desde lejos el paisaje y sacó su teléfono celular del bolsillo interior de su chamarra para tomar una selfie. Al tiempo que el teléfono flasheaba, Jesús escuchó un leve crujido, como si algo se rompiera; la nieve se agitó a sus pies dejando a la vista una capa de hielo azul que reflejaba los rayos de luz como un espejo, así que pudo verse a sí mismo moviéndose muy lentamente, deslizando sus pies con suavidad. Entonces, otro crujido más fuerte que el anterior interrumpió el silencio del antártico.

      No


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