La montaña y el hombre. Georges Sonnier

La montaña y el hombre - Georges Sonnier


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nada que valiera la pena. Pasé la ascensión del Mont-Cenis la mitad a caballo y la otra mitad en una silla llevada por cuatro hombres21 y otros cuatro que les refrescaban.22 Me llevaban sobre sus hombros. La subida es de dos horas, pedregosa e incómoda para los caballos que no están habituados, mas, por otra parte, sin riesgo ni dificultad: porque como la montaña se alza siempre en todo su espesor, no se ve ningún precipicio ni más peligro que el de tropezar. Por debajo de vosotros hay un llano de dos leguas, varias casitas, lagos y fuentes, y también la posta: nada de árboles; solo hierba y prados que sirven en la buena estación. Entonces todo estaba cubierto de nieve. El descenso es de una legua, cortada y recta, en la que me hice arrastrar por los mismos marrons; por el servicio completo de los ocho pagué dos escudos, aunque el que te arrastren solo cuesta un testón.23 Es un agradable juego, pero sin ningún azar ni gran espíritu. Comimos en Lanebourg,24 a dos postas, que es un pueblo al pie de la montaña donde está la Saboya; y fuimos a dormir a dos leguas, a otro pueblecito. Allí hay por todas partes muchas truchas y excelentes vinos, tanto a viejos como nuevos.

      «Hay muchas truchas y excelentes vinos…» Esto es todo lo que tiene que declarar este gran espíritu, tras haberse visto cara a cara con la montaña. En este día, tal es su único juicio de valor. La montaña no ha despertado en él ni el menor sentimiento. «¡Tienen dos ojos y no ven!» ¡Cuán lejos estamos de las emociones de Petrarca! El bueno, el gran Montaigne, es un humanista y un sabio. Pero no es un poeta. Sus reacciones prefiguran la edad clásica, en la que el hombre, haciéndose centro del universo, solo tiene ojos e interés para sí mismo. La naturaleza quedará borrada durante un tiempo. Después de la ignorancia sobre las cosas de la montaña y los temores que había engendrado, se acerca para ella una era de indiferencia.

      NOTAS

      19 En su Tratado de la pintura, Leonardo da Vinci enseña a pintar la montaña con una minuciosidad y una exactitud extremas —que demuestran hasta qué punto le fue provechosa, profesionalmente, su ascensión—. Pero no enseña a verla…

      20 Porteadores.

      21 Una litera.

      22 Los relevaban.

      23 Testón: moneda que data de Luis XII.

      24 Lanslebourg.

      UNA CIERTA MIRADA…

      Entre la ignorancia medieval de la montaña y el desconocimiento de que dará pruebas el siglo XVII, el Renacimiento marca una pausa o, si se prefiere, abre un paréntesis: por ello merece que nos detengamos un poco en él.

      La Edad Media había coronado la montaña, donde era accesible, con castillos defensivos; y, más todavía, donde no lo era, la había poblado de leyendas en las que el diablo tenía un considerable papel. Al tomar la superstición el lugar del conocimiento, se habían dedicado al diablo gran número de rocas, pasos y boquetes, así como puentes célebres tendidos por él sobre los abismos por medio de pactos sacrílegos en los que finalmente quedaba burlado… Las numerosas minas montañesas de cobre, plomo y plata olían igualmente a azufre… Había desfiladeros del Enfer, gargantas del Infernet, Malaval, Vía Mala. Los glaciares eran poseídos por dragones, pues ambos tenían un espinazo rugoso y resquebrajado. También las hadas se mezclaban con el paisaje y tenían sus propias grutas, sus columnas y sus chimeneas. La imaginación y las creencias ingenuas suplían así a la razón vacilante. Pero todo ello no era muy serio ni muy positivo. La montaña no había de ser por mucho tiempo objeto de terrores supersticiosos, pero conservaría de aquella época, afortunadamente, su condición de refugio de lo maravilloso.

      El Renacimiento —que en muchos aspectos fue un nacimiento verdadero— transformó radicalmente los términos de aquella relación. El giro es decisivo e irreversible. Más que cambio, hay una metamorfosis: el modo de pensar ya no es el mismo. El hombre toma entonces conciencia de la naturaleza —como de sí mismo; ¿acaso no forma parte de ella?— en cuanto objeto de observación exacta y materia de conocimiento. Los tiempos menos rudos se prestan a este placer del espíritu. Los temores —naturales o sobrenaturales— se desvanecen y se rebaten ; la curiosidad se despierta. Se consideran las cosas con una mirada nueva y precisa, pero sin una excesiva complacencia. Porque, en definitiva, esta curiosidad nueva se ejerce en relación con el hombre y solo en su beneficio: se trata de un conocimiento de la naturaleza puramente humanista, sin sombra de sentimiento. No tiene nada que ver con la exaltación romántica. Se observa, se intenta descubrir y comprender, pero no se siente todavía. El progreso es patente, pero entre unos límites rigurosos donde quedan presos los más grandes espíritus. El ejemplo de Montaigne es característico de la época.

      Así como la visión del mundo cambia y se amplía —aun continuando incompleta—, las ocasiones de descubrirlo se multiplican y transforman. No me refiero aquí a las grandes exploraciones dirigidas entonces a los lejanos continentes y que van determinando poco a poco el aspecto exacto de nuestra tierra. Estas son esencialmente aventuras marítimas, vividas sobre unas extensiones sin límites, hacia un horizonte bajo que siempre huye. La conquista de la montaña será de una índole muy diferente. Se producirá ante todo en un pequeño mundo cerrado de altos macizos ignorados, pero completamente rodeados de valles y de paisajes conocidos, recorridos desde hace mucho. El descubrimiento consiste aquí, ante todo, en alzar la mirada…

      Para volver a nuestro tema, pensaba precisamente en esta lenta aproximación que a lo largo de los siglos fue rodeando la montaña, apartando los primeros velos de la indiferencia, de la ignorancia o de la superstición. Los viajeros de antaño precedieron a los alpinistas; pero también, en cierta medida, les prepararon el camino.

      Así como en la Edad Media —según acabamos de ver— los viajes, ya fuesen por motivo de negocios o por exigencias de la fe, se hacían siempre bajo la presión de una necesidad, sin dejar apenas lugar para el placer, a comienzos del Renacimiento una mayor seguridad incitó a ciertos privilegiados de la cultura o de la fortuna a desplazarse puramente por placer para «ver países». Otras veces se trataba de ir a las aguas: las curas termales conocieron entonces una creciente afición. Pero incluso en este caso, el trayecto por sí solo constituía una atracción. Sucedía a menudo que el camino atravesaba la montaña —precisamente en la montaña se encontraban la mayoría de los «baños», para emplear el lenguaje de la época; así, los de Loèche, en el Valais, estación termal de notoriedad muy antigua, adonde se llegaba, desde el norte, por el vertiginoso paso de la Gemmi—. Para aventurarse por él hacía falta una audacia fuera de lo común… Sin embargo, gracias a Dios, no todos los caminos de la montaña eran tan temibles. Y a la vera de los caminos se edificaron hospicios, como el del Grimsel, y albergues. para la seguridad y la comodidad —muy relativas— de los viajeros que se aventuraban por aquellas alturas.

      Otro aspecto de la curiosidad nueva que, a falta de verdadero amor, comenzaba a rodear la naturaleza era el deseo de adquirir un conocimiento geográfico exacto. Fue entonces cuando un hombre como Aegidius Tschudi recorrió los Alpes para establecer su Topografía; y Sebastian Münster publicó su Cosmografía… Este género de obras se multiplicó. La mayoría comportaban «itinerarios», descripciones ilustradas con mapas; y también grabados, técnica artística en plena expansión. En este orden, como en los demás, la invención de la imprenta hizo posible un esfuerzo de documentación y de vulgarización sin precedentes. ¿Habrá que subrayar aquí que la imprenta, y solo ella, determinó el paso de la Edad Media al Renacimiento? Es la llave del mundo moderno. Se trata de un hecho irreversible, que marca la historia humana de la montaña, lo mismo que marca la historia de la propia humanidad.

      Como la excepción confirma la regla, a través de este deseo de conocimiento, y a veces en competencia con el mismo, comienza a apuntar, de lejos, tímidamente aún, lo que un día llegará a ser el sentimiento de la naturaleza. En particular, dos grandes eruditos suizos, Josias Simler y Conrad Gesner, de Zúrich, hablan de la montaña como nunca se había hecho: «Allí —escribe Gesner—, en aquel profundo y religioso silencio, vuestra imaginación creerá, desde la cumbre de los montes, oír la armonía de las esferas celestes, si es que existe». Y en una carta de 1541, titulada sin ambages «De montium admiratione», declara


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