La montaña y el hombre. Georges Sonnier
guías, debería serlo, al menos, ¡de los porteadores! Para no minimizar su valentía y su audacia, añadamos que se arriesgaba por terreno desconocido y que, por otra parte, podía experimentar determinados temores supersticiosos, muy generalizados en su época. ¿Qué encontraría en la cumbre? El glaciar de Rochemelon que, por la otra vertiente, desciende hacia Bessans, en Maurienne, ¿no era acaso un refugio de los demonios? Para librarse de ellos, nuestro penitente debía confiar mucho en la sagrada imagen que transportaba con tanto esfuerzo. Y aquí se nos plantea otra cuestión: para su espíritu, ¿se trataba sencillamente de consagrar la cumbre, o bien de exorcizarla?
En cualquier caso, aquella montaña se convirtió muy pronto en centro de peregrinación, reuniendo cada verano, el 5 de agosto, por encima de la frontera, a maurieneses y habitantes del valle de Suse. Pronto se construiría un oratorio cerca de la cumbre para proteger el tríptico. Pero, como hubo frecuentes accidentes debido a que ‘subían muchas personas inexpertas, hacia finales del siglo XVII el duque de Saboya, Carlos Manuel II —que había efectuado a su vez la peregrinación— dispuso prudentemente que la imagen descendiese de la altura y fuera depositada en la catedral de Suse, donde todavía permanece. El tríptico representa a un guerrero arrodillado ante la Virgen y el Niño, flanqueados por Santiago y san Jorge. Una inscripción en el zócalo recuerda el voto de Rotario de Asti, ¡que fue también un notable récord de resistencia!
Según la tradición, el peregrino alpinista debió pasar el resto de sus días en una ermita edificada en los mismos flancos de la montaña que había conquistado ad maiorem Dei gloriam. Leyenda demasiado bella, sin duda, para ser cierta…
Corriente en nuestra época, la sacralización de las cumbres ha hecho florecer en ellas gran cantidad de representaciones religiosas, a menudo célebres: cruz del Cervino, Vírgenes del Dru, del Grépon, del Géant, de la Meije… Pero un hecho semejante, en plena Edad Media, merece nuestra atención.
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Algo más de un siglo después, los Alpes resonaron de nuevo con el tumulto de las armas. Eran las guerras de Italia, y, durante docenas de años, el Delfinado y la alta Provenza se vieron asolados por el paso de los ejércitos de Carlos VIII, Luis XII y Francisco I. El valle de la Durance, el collado del Montgenèvre y el «paso de Suse» habían de ser el itinerario más seguido, sobre todo al comienzo. Más tarde, serían también atravesados en más de una ocasión Queyras y Ubaye.
En 1515, año de Marignan, el grueso del ejército de Francisco I atravesó el collado de Vars, luego el de Larche y descendió sobre Coni, sorprendiendo al enemigo que le aguardaba a la salida del Montgenèvre. Aquel efecto de sorpresa fue aumentado además por la intervención de una tropa auxiliar de infantes y de mil quinientos jinetes —estos bajo el mando del delfinés Bayard—, que penetraron en Italia por el collado de la Traversette y el collado Agnel, en el alto Queyras.
Señalemos, a propósito de la Traversette, una particularidad: debajo del collado, con una altura ya respetable —más de dos mil novecientos metros—, que une Abriès con Crissolo, fue perforado en 1480, por iniciativa del marqués de Saluces, con el consentimiento del rey de Francia Luis XI, una galería o pasadizo que, pese a su modestia —menos de cien metros de longitud y apenas más de dos metros de anchura por dos de altura—, es, con mucho, el primer túnel alpino. Esta curiosidad, muy frecuentada durante un tiempo, fue restaurada poco después de 1900 y subsiste en nuestros días.
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Los Alpes se convirtieron muy pronto en lugar de paso pacífico, obligatorio para quien quería ir de Ginebra, Lyon o Marsella a Turín y de Alemania a Milán o Roma sin dar el enorme rodeo del valle del Ródano y de la costa provenzal. En la Edad Media no faltaron razones comerciales para realizar tales viajes. Tampoco faltaban los motivos religiosos. Pensemos en el renombre europeo de ciertas ferias medievales. Y pensemos igualmente en todos los peregrinos en camino hacia la Ciudad Eterna, en todos los prelados que acudieron a los concilios de Basilea o de Constanza… Solo el cardenal Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II, declara haber pasado tantas veces el San Gotardo16 que sería incapaz de hacer la cuenta. Pero no encuentra nada más que decir. ¡No se trata de turismo!
Aquellos viajes eran, efectivamente, una aventura, si no siempre peligrosa, por lo menos llena de azares e incomodidades, temible para los espíritus poco arrojados. Propicia para la defensa de sus habitantes, la montaña no lo era menos para las emboscadas y ocultaba a salteadores de caminos, mucho más reales que los demonios. Los que se veían obligados a cruzarla lo hacían lo más rápidamente posible, sin pretender disfrutarla. No había tampoco razones para interesarse por ella, y menos aún para amarla. No era entonces más que una molestia y un obstáculo que debía franquearse. ¿Cómo extrañarse entonces de que las docenas, si no los cientos, de millares de personas que la atravesaron durante largos siglos no dejasen en ella nada de sí mismas, y no nos hayan dejado tampoco nada sobre ella? La montaña no detiene al hombre, pero tampoco le atrae todavía, no le concierne. Para él significa una exigencia, que es todo lo contrario de la vocación.
Finalizadas las guerras de Italia, el vaivén militar continuó, sin embargo, periódicamente, en los Alpes, en particular bajo Luis XIII y también bajo Luis XIV, en espera de Bonaparte. No quiero hacerme pesado entreteniéndome en aquellas vicisitudes que, una vez más, no hicieron más que agravar las condiciones de vida de los montañeses sin aportar nunca nada nuevo a la montaña ni a su conocimiento.
No obstante, como todas las reglas, esta comporta su excepción. Y excepción importante, puesto que constituye, en el umbral mismo del Renacimiento, la primera manifestación conocida del alpinismo acrobático y el capítulo más insólito de la conquista de la montaña.
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No es sorprendente que el rey Carlos VIII se sintiera cautivado por el aspecto del monte Aiguille, extraordinario obelisco alzado por la naturaleza sobre el camino de Italia y justamente denominado en su tiempo mons inascensibilis —monte inaccesible—. Pero sí sorprende que diera a un caballero de su séquito la inaudita orden de escalar en su nombre aquella muralla vertical, y que semejante orden pudiera haber sido ejecutada… Así, la primera escalada en roca —y en muchos sentidos la primera ascensión moderna caracterizada— fue fruto de un real capricho, y el caballero designado, un alpinista a su pesar. ¿Héroe o víctima? Podemos jugar a imaginarnos los sentimientos con que el capitán Antoine de Ville, señor de Domjulien y de Beaupré, debió emprender lo imposible y qué fuerzas le movieron en aquel «servicio ordenado»: miedo a la cólera del rey, si no cumplía su misión; ambición, en caso de éxito; osadía natural y atracción auténtica, desinteresada, hacia la aventura; fundados temores de grandes dificultades y de algo desconocido más temible todavía… Indudablemente, cuando partió había mucho de todo ello en su ánimo. Pero me gustaría saber, sobre todo, lo que experimentó durante la lucha propiamente dicha, tras la victoria y después de su regreso.
Se impone otra reflexión: tres siglos más tarde, el movimiento general de los espíritus conduciría a escalar ante todo las cimas más altas, evitando la dificultad en lo que fuera posible: la tentación de la dificultad vendría más tarde. ¿No es extraño que una de las primeras cimas de los Alpes conquistadas por el hombre lo fuera precisamente debido a su aparente inaccesibilidad? La «primera» del monte Aiguille no prefigura, pues, lo que sería el alpinismo clásico en sus comienzos, sino el alpinismo acrobático de un Mummery. Pero hay que recordar también que, en este caso particular, quien quiso la ascensión descargó en otro la misión de efectuarla. Una cosa es querer y otra…
Si bien la altitud del Aiguille es modesta —poco más de dos mil metros—, es evidente que, a falta de unos medios válidos de medición en aquel tiempo, esto era solo un dato completamente subjetivo. Aislado y dominando una extensa región muy suavemente ondulada, el monte Aiguille puede parecer una elevada cima. Por lo demás, no era esta la cuestión: de hecho, se trataba de un desafío a la imaginación.
El desafío fue recogido. Antoine de Ville partió con nueve atrevidos compañeros, entre ellos el propio predicador del rey, Sébastien de Carect, y tres eclesiásticos más. Los otros eran montañeses; un carpintero y Reynaud Jubée, «escalero del rey», pues el empeño había sido cuidadosamente estudiado y preparado: las escaleras fueron útiles,