La montaña y el hombre. Georges Sonnier
a Simler, hombre de gabinete— había recorrido largamente la montaña y estaba versado en la práctica del alpinismo —en la medida de su tiempo—. En 1555 escaló el monte Pilate, dechado de montaña con leyendas; y su personalidad presta cierto realce a la ascensión de esta cumbre de altitud modesta —apenas más de dos mil metros— que domina el lago de los Cuatro Cantones. Sin embargo, no había sido una «primera», pues esta data de comienzos del siglo XIV. Pero a causa de su molesto patrocinio, la reputación de esta montaña era tan execrable que durante mucho tiempo permaneció prohibido su acceso, o por lo menos subordinado a un permiso especial de las autoridades de Lucerna. Seis clérigos de esta ciudad que hicieron la experiencia se vieron encarcelados en 1387 por haber intentado la ascensión sin el permiso correspondiente…
La montaña de Petrarca: El Mont Ventoux.
¡El desafío a la imaginación en 1492! Mont Aiguille, de 2.097 metros.
Pero ya en 1518, Vadianus, de Saint-Gall, antiguo, rector de la Universidad de Viena, había ascendido al Pilate con tres compañeros —dos de ellos sacerdotes—. Y en 1585, treinta años después que Gesner, lo hizo también el abate Müller, recto cura de Lucerna. La opinión había evolucionado, como puede verse. Pero incluso en aquella época de luces, la expedición no se efectuaba sin temor. El abate buscó, cerca de la cumbre, el sombrío lago alrededor del cual se creía que vagaba el espíritu maldito de Poncio Pilatos. El digno eclesiástico se aproximó y se envalentonó hasta el punto de arrojar piedras. Pilatos se mantuvo tranquilo, sin que se produjera ninguna réplica desagradable… El abate descendió, muy convencido, y desmintió los rumores. La leyenda, esta vez, no resistió más.
Recordemos que existe en el monte Pilate de Francia un llamado «pozo de Pilatos», que corresponde al mismo ciclo legendario: se dice que la ciudad vecina de Vienne había recibido, como Lucerna, la visita del molesto procónsul o, más precisamente, de sus cenizas. Las mismas causas producen los mismos efectos…
Pero volvamos a nuestros viajeros. No se limitaron a recorrer los Alpes, sino que exploraron también los Pirineos y el macizo central, tan ricos en fuentes termales. Aquel turismo utilitario contribuyó al conocimiento de las montañas.
Al regreso de su viaje a Italia, Montaigne escaló el Puy-de-Dôme. Padecía entonces las molestias de su enfermedad. «Lunes veinte25 —escribe—. Parto por la mañana y en la cumbre del Puy-de-Dôme encuentro una piedra muy grande, de forma ancha y plana.» Observación muy personal, pero la única impresión que le depara esta montaña… Afortunadamente, otros viajeros fueron más atentos y más sensibles al espectáculo de la naturaleza, y lo describen. Tal podemos decir de Thou, en sus Memorias. O del poeta Jacques Peletier, que escribió un gran poema titulado La Saboya. O de Aymar Falco, que dedicó un libro a las Maravillas del Delfinado, que para él son quince y no siete… O de Jacques Le Saige, simple mercader de Douai, que relata sus viajes. O de muchos otros más, entre los que se cuenta el famoso Benvenuto Cellini, que en 1537 pasó el Albula y siguió el Wallensee para entrar en Francia. Su relato es vivo y ligero; pintoresco, pero superficial. Se trata de un transeúnte que se apresura a tomar notas antes de olvidarlo todo. Más tarde regresará a Italia por el Simplón, pero sin decir una palabra…
Otro tipo de viajero es el señor de Villamont, que viaja «para ver», como él mismo dice; y describe buena y honradamente lo que ve.
Los reyes también viajaban. El 29 de agosto de 1574, Enrique II cruzó el Mont-Cenis en «litera acristalada». Aquel Mont-Cenis, tan corrientemente atravesado, del que sin embargo el cardenal Bentivoglio escribió con énfasis: «Il Monsenese, nome d’orror famoso all’orecchie d’ogni nazione». ¡El Mont-Cenis, nombre famoso por su horror en todas las naciones! Sonriamos…
En 1625, el príncipe heredero Ladislao de Polonia franqueó el San Gotardo en silla de porteadores. Cuenta la crónica que un campesino le acompañó durante cierto tiempo a pie, dándole el brazo. Y le ofreció unos cristales «en signo de fraternidad». El rasgo es singular y bello e ilustra perfectamente el orgullo natural y tranquilo del montañés.
La montaña que en aquel tiempo muchos aprendían a conocer —más que amar— es, como puede verse, la de los caminos, o sea, los valles y los collados; no es la de las cumbres. En 1552, sin embargo, el duque François de Candale, pariente del rey de Navarra, había intentado repetir la hazaña de Ville atacando el temible Pic du Midi d’Ossau. De Thou narra esta tentativa, de asombrosa intrepidez, que había de fracasar.
Numerosos viajeros, sabios cartógrafos, pocos «alpinistas»… Conviene añadir a todos ellos los botánicos y los médicos que inspeccionaban la montaña en busca de hierbas. En aquel trabajo, al que se prestan especialmente las montañas de altitud media, Auvergne y, más aún, Velay ocupan un buen lugar.
Así transcurrió el siglo XVI. En 1606, san Francisco de Sales, obispo de Ginebra, fue a Chamonix en visita pastoral, y el 18 de agosto escribió a Madame de Chantal :
«He encontrado a Dios, absolutamente lleno de dulzura y suavidad, incluso en medio de nuestras montañas más altas y más ásperas.» El mismo san Francisco habla en otro punto del «lugar delicioso» de Talloires, a orillas del lago de Annecy, y de los hermosos pensamientos que debe inspirar. Aquí parece escucharse a un Jean-Jacques Rousseau miembro de la Iglesia… Pero no todas sus anotaciones son tan idílicas. Y, por lo demás, muy pronto va a cambiar el tono de la época.
NOTAS
25 20 de noviembre de 1581.
LOS MONTES «FEOS»
El Renacimiento había sido una época de apertura sobre el mundo. El hombre se definía y se estudiaba entonces en su medio natural, en función de lo que le rodeaba. El siglo XVII va a ser el de mayor repliegue del hombre sobre sí mismo. Su espíritu, su corazón, su alma —mucho más que su cuerpo— se convierten en los únicos objetivos de sus cuidados y de su interés. Todo se refiere a ellos. Lo que es exterior, se hace sospechoso. O, mejor dicho, indiferente. Más aún: en la medida en que el mundo que le rodea, y del que procura separarse, le resulta ajeno, rehúsa a doblegarse ante él y vive su propia vida sin el hombre y quizás contra él, y tiende por tanto a convertirse en objeto de su hostilidad. El ámbito de la mirada humana se reduce al máximo. Semejante interiorización implica sin duda una profundización que, en definitiva, es sumamente enriquecedora. Pero la naturaleza será durante algún tiempo la gran víctima de tal actitud. Solo inspira distanciamiento. En particular la montaña, a la que se califica de «molesta», «tediosa», «detestable», «triste». Estas palabras son otras tantas citas. Solamente la llanura halla a los ojos del hombre del Gran Siglo una relativa gracia. Sin duda, porque existe menos vivamente y, al no oponer obstáculo, permite ser olvidada. Además, es posible fragmentarla en jardines a la francesa… Época horizontal, en que el artificio tranquiliza: época en que la peluca —y con ello está dicho todo— reemplaza al cabello…
Con todo, no faltan los viajeros. Incluso se atraviesa la montaña, aunque sea maldiciéndola. Abraham Gölnits publica entonces su Ulysses Belgico Gallicus; Burnet, su Voyage de Suisse, d’Italie et de quelques endroits d’Allemagne et de France. Varios ingleses atrevidos, como Thomas Coryate o John Evelyn, constituyen la vanguardia de las brillantes cohortes de anglosajones que en los siglos siguientes serían llamadas a desempeñar el papel que todos conocemos en la promoción de la montaña y el desarrollo del alpinismo. El primero cruzó tantas veces los montes que él mismo llegó a bautizarse montiscandentissimus. Pero no hay que confundirse: el hábito de la montaña no engendra familiaridad ni benevolencia. La mayoría de los que tienen que acercarse a ella solo ven la abominación de la desolación. Se aventuran con desconfianza por aquellos desolados y espantosos lugares. Podría hacerse toda una antología de los escritos que inspira entonces la fobia de las cumbres.
El jesuita lionés Jean de Bussières, en sus Descriptions poétiques —1649—,