Pedaleando en el purgatorio. Jorge Quintana

Pedaleando en el purgatorio - Jorge Quintana


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Mi director sonrió. Se le veía, de repente, más tranquilo. Los enfermeros me obligaron a sentarme en la camilla y un segundo después ya me habían tumbado y estábamos camino de la ambulancia. El médico venía un par de pasos por detrás de mí, en silencio. Una angustia terrible se había adueñado de mi estómago. Era una sensación inmensa de pena. Las lágrimas se amontonaban en los ojos. Un cámara de la televisión francesa no perdía ni un segundo de la escena y grababa todos los registros de mi rostro. Por un segundo… pensé en Clara y mis padres. Debían de estar viéndome en algún bar cerca de la meta. Y en ese momento un extraño resorte se activó en mí.

      —Dadme la bici —dije mientras me incorporaba.

      José Luis se quedó en silencio. Estaba sorprendido. Volvió a mirarme y se giró en búsqueda del apoyo del médico. Los enfermeros me pusieron la mano encima intentando que volviera a tumbarme. Aparté sus manos. Y repetí la petición en voz alta. Quería que me dieran la bici. La camilla estaba en la misma puerta de la ambulancia. Todo el mundo miraba al médico. En teoría, era el único que podía hacerme cambiar de opinión. Yo, en cambio, buscaba mi bici. No quería escuchar nada más. Estaba decidido: iba a subirme en la bici.

      —¿Estás bien? —preguntó el doctor.

      —Dadme la bici —repetí como un autómata.

       CAPÍTULO XII

      José Luis dio un par de voces y, milagrosamente, apareció Tomás, el jefe de mecánicos. Venía con la bici de repuesto, que había bajado de la baca del coche. Me levanté mientras el cámara colocaba la lente a apenas unos centímetros de mi rostro. No le hice caso. Me monté. De nuevo, sentí que la piel se agrietaba y la sangre volvía a desparramarse por la pierna. Empecé a pedalear con la ayuda de Tomás para arrancar en esos primeros metros en los que apenas acertaba a meter el pie en el pedal. Y, curiosamente, el dolor se calmó. El cuerpo volvía a ponerse en marcha. Me emocioné. Parecía que todo encajaba. Así que intenté ponerme de pie sobre los pedales y acelerar. Sufrí un millón de aguijonazos por culpa del dolor. Algo iba mal. Así que volví a sentarme y apreté los dientes. Podía rodar… suave. Pero nada de milagros. Y por delante me quedaban 70 kilómetros. Aquel dato fue una losa para mi maltrecha moral. Al menos, el mareo había desaparecido.

      Unos segundos más tarde tenía a mi lado el coche blanco descapotable del médico del Tour. Lo primero que hizo fue darme una pastilla. No pregunté. Si hay un médico al que le puedes coger una pastilla y tragártela sin preguntar, es al médico oficial del Tour. No trabaja para ningún equipo. Es el médico de la organización y, normalmente, es gente con décadas de experiencia en la oscura labor de apoyar a ciclistas enfermos o caídos.

      Me agarré del coche y dejé de pedalear. Lo necesitaba. El doctor comenzó la cura y con cada uno de sus gestos, la intensidad de mi dolor crecía. Al final de ese proceso de operaciones realizado a cuarenta y cinco kilómetros por hora, tenía el cuerpo lleno de una especie de red blanca de pescador que mantenía las gasas pegadas a mi piel. El médico me dijo con un gesto de la cabeza que era el momento de soltarme del coche. Así lo hice y, de repente, me sentí como un náufrago al que lanzan de un barco en mitad del océano y le dicen que solo tiene que nadar hasta la orilla. ¿Qué orilla? En mi caso, para llegar a tierra firme necesitaba recorrer unos 60 kilómetros. ¿Qué sucedió? No lo sé. Sinceramente, he borrado la mayor parte de esos kilómetros. Así somos los ciclistas: máquinas de pelear y pedalear.

      Necesité casi dos horas para llegar a la meta y estuve acompañado por un coche del equipo y por un coche del jurado técnico, que andaba pendiente de que no cometiéramos ninguna ilegalidad. También había decenas de miles de personas en las cunetas que se levantaban de sus butacas plegables para aplaudirme en cuanto me veían en el horizonte. Allez, allez… era el grito que más escuchaba, mezclado con ánimos en otros idiomas. Esa también es la grandeza del Tour: el gran evento de fraternidad universal y la única competición donde las aficiones se unen sin problemas de seguridad, ya que comparten el elemento común de amar el ciclismo y a los ciclistas, sin excepción. Pero esa emoción que los aficionados intentaban transmitirme no penetraba en mi cabeza. En esos kilómetros de tortura solo pensaba en mi ídolo, Marco Pantani. Sabía también que debía llegar a meta por Clara, por mis padres y por mí, por todo el esfuerzo de tantos meses de entrenamiento. Sin embargo, mis piernas apenas funcionaban. Todos me estaban esperando allí. Y no quería rendirme. El problema es que mi velocidad no dependía de la voluntad. Solo de las fuerzas y habían desaparecido desde el momento en que salí volando de mi bicicleta.

      Fausto Quiroga se acercó con el coche. Era el segundo director del equipo Gigaset y el hombre que se quedaba con los descolgados. También era el director que iba a la fuga en el caso de que fuéramos protagonistas. Jamás había tenido mucha relación con él, puesto que en casi todas mis carreras había coincidido con José Luis. Cuando esa tarde le vi llegar, llevaba un bidón en la mano, aunque el objetivo más que ofrecerme líquido era protegerme del viento y darme un empujoncito para superar el repecho. Además, había órdenes que debía escuchar.

      —Me dice José Luis que si te quieres bajar, no hay problema. Sabemos que la caída ha sido muy fuerte.

      —Dile a José Luis que no ponga la fecha de hoy en mi lápida.

      —Ya veo que no has perdido el humor. Sonríe a la cámara.

      Las televisiones de todo el mundo se estaban aburriendo. La realidad es que muchos miran el Tour por el espectáculo deportivo. Otros, por los paisajes. Y también hay un grupo que busca un programa con el que dormir la siesta. Nada más. Era el día ideal para los últimos. Todo se iba a resolver en el esprint y no había mucho que contar… salvo la caída de un casi anónimo ciclista español que venía cortado del pelotón y que, a pesar de estar lleno de moratones, cortes y rastros de sangre, parecía que no se quería rendir. Así que, de repente, me convirtieron en el centro de atención y, por tanto, en un… héroe. Eso también es el Tour y eso también es el ciclismo. Todo lo que hagas en Francia tiene repercusión global. Y los ciclistas vivimos de esa atención. No hay socios, no hay entradas y no hay derechos de televisión para los equipos. Solo tenemos minutos en la tele y eso hay que estrujarlo hasta la última gota.

      Apenas unos minutos más tarde vi que llegaban cinco fotógrafos. Nadie quería perderse al protagonista del día. Aún no sabía que Mark Cavendish iba a ganar en el esprint. Pero ya imaginaba que mi nombre y, sobre todo, mi foto, iban a ocupar el espacio más importante en las portadas de toda la prensa del día siguiente. Bueno, en ese momento aún no era consciente de todo lo que estaba ocurriendo a mi alrededor. Lo fui solo unos minutos más tarde, justo cuando vi que el coche número 1 de Gigaset estaba detenido en el arcén. José Luis Calasanz le había pedido al otro director que subiera y él en persona se había parado hasta que yo llegase a su altura. Para empezar, me gritó desde el lateral de la carretera mientras me aplaudía con fuerza. Luego, se subió en el coche para colocarse detrás de mí. Un segundo más tarde, lo tenía a mi lado. Venía eufórico. Era el único de los dos que transmitía esa sensación. Lo mío era un pozo de amargura.

      —¿Cómo vas, hijo?

      Le miré. No hizo falta responder para que supiera cuál era mi estado de ánimo. José Luis me devolvió la mirada y me dio un nuevo bidón con sales. Llevaba diez bidones cogidos y los últimos ocho no habían sido por necesidad de beber. Repetí el mismo gesto que con los demás: di dos tragos y lo lancé al arcén. Lo importante de cada bidón es que me permitían descansar. Por eso me los daban en los repechos mientras pisaban a fondo el acelerador del coche para impulsarme.

      —Te cuento. Estamos perdiendo 15 minutos y nos faltan 30 kilómetros. He calculado que el fuera de control estará en 40-42 minutos. Yo creo que podemos llegar dentro del tiempo, pero lo más importante es que tú te encuentres con ganas de seguir. No te quiero obligar. Lucas, siéntete tranquilo para decidir.

      Aquello me sonaba muy extraño. No me quería obligar, pero… había algo más, algo que no me estaba contando. No quise seguir pedaleando en mitad de la oscuridad.

      —¿Qué está pasando? —le pregunté.

      —Me


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