Canción del ocaso. Lewis Grassic Gibbon

Canción del ocaso - Lewis Grassic Gibbon


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muy rojo de vergüenza, pero no se atrevía a decirle nada, porque era mejor no ponerse a malas con él. En cosas de política decía que era conservador, pero todo Kinraddie sabía que eso significaba que era muy tory, y los hijos de Strachan, el que labraba Peesie’s Knapp, le gritaban Caca negra de nariz azul. Das asco como la Turra Coo9 siempre que veían pasar a Ellison, pues había enviado un donativo al tipo de Turriff al que le habían vendido la vaca para pagar su Seguridad Social, pero la gente decía que no era más que una fanfarronada, lo del de la vaca y lo de Ellison, y se reían de él a sus espaldas.

      Así que en los Mains, debajo de la Casa Grande, Ellison cultivaba las tierras a su modo irlandés, y justo enfrente, ocultas entre los tejos, estaban la iglesia y la casa del pastor presbiteriano; la iglesia era un lugar viejo con corrientes de aire donde en invierno, a lo mejor justo a mitad del padrenuestro, de pronto oías un estallido de toses que parecía que fuesen a levantar el tejado, y la señorita Sarah Sinclair, la que iba de Netherhill a tocar el órgano, estornudaba en su cantoral y se le escapaban algunas notas, y entonces el pastor, el que era viejo, le echaba una mirada fulminante con más cara de John Knox que nunca.

      Al lado de la iglesia había una antigua torre, construida en tiempos de los católicos romanos, esos tipejos ordinarios, que estaba muy vieja y ya no usaban salvo las palomas torcaces, que entraban y salían por las estrechas rendijas de la planta superior y anidaban allí todo el año, y dejaban el lugar todo blanco con sus excrementos. En la parte inferior de la torre había una efigie de Cospatric de Gondeshil, el que mató al grifo, tumbado boca arriba con los brazos cruzados y una sonrisita de bobo en la cara; y la lanza con la que mató al grifo estaba guardada allí en un cofre, o eso decían algunos, pero otros decían que no era más que un viejo pedazo de hoz de tiempos del príncipe Carlos el Hermoso.10 Esa era la torre, pero no formaba parte de la iglesia; la verdadera iglesia estaba dividida en dos partes, la nave principal y la pequeña, que algunos llamaban el establo y el cobertizo de los nabos, y el púlpito estaba en medio.

      En su momento, la nave pequeña era para la gente de la Gran Casa y sus invitados y hacendados de ese estilo, pero ahora casi todo el mundo con suficiente descaro se sentaba allí junto a las ancianas que pasaban la bolsa para la colecta y el joven Murray, el que le movía el fuelle del órgano a Sarah Sinclair. La nave pequeña tenía unas bonitas vidrieras, antiquísimas, con las figuritas de tres chicas que no es que quedaran muy decentes en una iglesia. Una de ellas era la Fe, y a fe mía que parecía una mujerzuela medio boba, porque levantaba las manos y la mirada como una vaquilla que se estuviese atragantando con un nabo, y la mantita que llevaba sobre los hombros se le caía sin que a ella pareciera importarle, y tenía un barullo de pergaminos y zarandajas a su alrededor.

      La segunda chica era la Esperanza, casi tan rara como la Fe, pero esta tenía el pelo muy bonito, pelirrojo, aunque a lo mejor fuese caoba, y en invierno, durante el servicio matutino, la luz entraba a chorros en la nave pequeña a través de los tejos del cementerio de fuera y del pelo pelirrojo de la Esperanza. Y la tercera chica era la Caridad, que tenía un montón de niños desnudos a sus pies y parecía una mujer distinguida y decente, pese a llevar atados unos trapos tan tontos.

      Pero las vidrieras de la nave principal, aunque eran de colores, no tenían imagen alguna ni había ninguna por ningún lado. ¿Para qué? Solo la gente ordinaria como los católicos querían que una iglesia pareciese el calendario de una tienda de ultramarinos. Así que era un lugar decente y desnudo, con sus antiguos asientos tallados, algunos con cojín y otros sin él, pero si no estabas acolchado por naturaleza y te sobraba el dinero podías poner todos los cojines que se te antojase. Justo debajo del púlpito, en ángulo con el resto de la iglesia, estaban los tres asientos en que se sentaba el coro a cantar los himnos, y a los que algunos llamaban el puesto de las vacas.

      Por la puerta trasera, la de detrás del púlpito, se llegaba cruzando el cementerio a la casa del párroco, construida en tiempos de la Vieja Reina, y bien bonita que era, pero con demasiada humedad según todas las mujeres de los párrocos. Claro que las mujeres de los párrocos son muy dadas a quejarse, con el dinero que ganan sus mariditos por dar uno o dos sermones los domingos, y tan orgullosas que ni te conocen cuando se encuentran contigo por el camino. El estudio del pastor estaba en lo alto de la casa y desde él se divisaba todo Kinraddie; de noche veía desde allí las luces de las granjas como gotas de brillantes arenas bajo su ventana, y la luz del asta del tejado de la Gran Casa muy alta entre las estrellas. Pero ese diciembre de 1911 la casa del pastor estaba vacía, como hacía muchos meses lo estaba, pues el viejo pastor había muerto y todavía no habían elegido al nuevo; y los pastores de Drumlithie, Arbuthnott y Laurencekirk iban los domingos por la mañana y daban el servicio allí en Kinraddie; y bien sabe Dios que para lo que decían se podían haber quedado en sus casas.

      Sin embargo, si salías de la iglesia por la puerta principal y cogías el camino un poco hacia el este, que era el que pasaba por la iglesia, la casa del párroco y los Mains, entonces estabas en el camino de peaje. Iba de norte a sur, pero enfrente había otro que atravesaba Kinraddie por la granja de Bridge End. Así que había allí un cruce, y si seguías hacia la izquierda por el camino de peaje, llegabas a Peesie’s Knapp, uno de los lugares más antiguos, que no era más que una pequeña granja de quince o veinte hectáreas con algún terreno agreste para pastoreo, pero bien sabe Dios que poco pasto tenía, pues solo era un cenagal de tojos, retamas y porquería, lleno de conejos y liebres que salían de noche y se comían las cosechas y volvían loco a cualquiera. Pero la mayoría de las tierras del Knapp no es que fueran malas; contaban con el duro esfuerzo de dos mil años, y el gran campo de detrás de las casas era de marga negra y no de la arcilla roja que abundaba en el subsuelo de medio Kinraddie.

      Las edificaciones de Peesie’s Knapp no tenían más de veinte años, pero, aun así, eran bastante espantosas, pues aunque la casa daba al camino —y eso era práctico siempre que no te diera rabia que no pudieras ni cambiarte la camisa sin que algún zopenco maleducado se te quedara mirando—, justo entre el establo, la cuadra y el granero a un lado y la casa al otro, estaba el cobertizo del ganado, y justo en medio de él, el muladar, alto y amarillo de boñigas, paja y estiércol, por lo que la señora Strachan nunca perdonaría que Peesie’s Knapp oliese tan mal.

      Pero Chae Strachan, el que llevaba la granja, solo decía Bah, ¿qué más da ese hedor?, y entonces se ponía a hablar de los malos olores que había padecido en el extranjero. Pues había viajado mucho ese muchacho, Chae, antes de volver a Escocia y que le pagaran el último sueldo en Netherfield. Había estado en Alaska buscando oro, pero que me aspen si llegó alguna vez a ver ni una migaja, así que luego estuvo de campesino en California hasta que se hartó tanto de la fruta que nunca quiso volver a ver una naranja o una pera ni en pintura o ni siquiera en una lata. Y luego se fue a Sudáfrica y se lo pasó muy bien allí, pues se hizo muy amigo del jefe de una tribu de negros, que pese a eso era un hombre muy decente. Chae y él lucharon tanto contra los bóers como contra los británicos, y los vencieron, o eso decía Chae, pero la gente a la que este no le caía bien decía que la única lucha que había librado en su vida era con la lengua, y que en cuanto a lo de vencer a alguien, no podría vencer ni a la nata de un tazón de leche cortada.

      Pues no caía muy bien a los que iban de señores terratenientes, ya que Chae era socialista y pensaba que todos deberíamos tener la misma cantidad de dinero y que no debería haber «ricos y pobres», y que un hombre era tan bueno como cualquier otro. Y lo del dinero era una gran bobada, por supuesto, porque si todos tuviéramos el mismo dinero un día, ¿qué pasaría al siguiente? Pues que otra vez habría ricos y pobres. Pero Chae decía que los cuatro pastores de Kinraddie, Auchinblae, Laurencekirk y Drumlithie habían ganado lo mismo el año anterior, y ¿qué tenían este año? Todavía el mismo dinero. Tendrás que levantarte muy atento por las mañanas si quieres encontrar a un socialista que meta la pata, y a mí no me repliques o te pego un tortazo, muchachito.

      Así que a Chae se le daban muy bien las discusiones, pero no era de los pendencieros salvo cuando lo provocaban, por lo que era muy querido, aunque la gente se riera de él. Pero bien sabe Dios que no hay nadie de quien no se rían. Era un hombre apuesto, bien plantado y de grandes hombros, buen pelo rubio, frente ancha y nariz pequeña y afilada, se enroscaba el bigote hacia arriba con cera como el káiser alemán ese, y podía detener a un novillo por los cuernos de lo


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