Canción del ocaso. Lewis Grassic Gibbon
quien se lo hubiera dicho se compadecía mucho de la señora Munro, hasta que al minuto siguiente ella ya estaba chillando a Andy o Tony y dejándolos sin el poco seso que tenían los pobres diablos.
A ver, Andy y Tony eran dos idiotas a los que la señora Munro había sacado de un manicomio de Dundee, pues se suponía que no eran peligrosos. Andy era un hombretón torpe y desastrado que siempre tenía la boca abierta y babeaba como un potro al que le están saliendo los dientes, y la nariz le temblaba por toda la cara, y cuando intentaba hablar, solo decía un batiburrillo de estupideces. Aunque era el más tontito, también era taimado, pues a veces se iba corriendo a las colinas y desde allí, con el dedo en la nariz, le hacía muecas a la señora Munro, y entonces ella le chillaba y él refunfuñaba y se iba por el brezal a la cabaña de Upperhill, donde los labradores de allí le daban cigarrillos y luego le tomaban el pelo hasta que montaba en cólera, y una vez intentó matar a uno con un hacha que cogió de un montón. Y de noche volvía con sigilo a Cuddiestoun y fuera hacía sonidos como un perro al que hubieran dado una patada, y empezaba a resoplar delante de la puerta hasta que a Munro se le ponían de punta los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Pero la señora Munro se levantaba, iba a la puerta y metía a Andy en casa de la oreja, y algunos decían que le bajaba los pantalones y le daba unos azotes en el culo, pero tal vez eso fuese mentira. Ella no le tenía miedo y él tampoco se lo tenía, así que hacían buena pareja.
Y ese era el follón que montaban en Cuddiestoun todos menos Tony, pues los Munro nunca tuvieron hijos propios. Y aunque Tony no fuese el más tonto, era el más raro, ya lo creo que sí. Tenía el cuerpo pequeño, barbita pelirroja y ojos tristes, y caminaba con la cabeza agachada y te daba mucha pena cuando a veces le daba alguna ofuscación al pobre justo en mitad del camino de peaje o bajando por un campo de nabos, y allí se quedaba parado con la mirada fija como un cuclillo un montón de tiempo hasta que alguien lo sacudía y volvía en sí. Tenía las manos suaves, pues no era trabajador manual; la gente decía que había sido un erudito que escribía libros y estudiaba y estudiaba hasta que se le ablandó la sesera, perdió la cabeza y lo metieron en el manicomio de pobres.
La señora Munro mandaba a Tony a hacerle recados en la pequeña tienda que había pasado Bridge End, y le decía lo que quería de forma muy clara y sencilla, a lo mejor dándole algún bofetón de vez en cuando como se hace con un niño o un tonto. Y él la escuchaba, memorizaba el recado, se iba a la tienda y luego volvía sin haber cometido un solo error. Pero un día, después de que le dijera lo que quería, la señora Munro vio que el hombrecillo escribía algo en un pedazo de papel con un lápiz que había encontrado por alguna parte. Y ella le cogió el papel y lo miró por todos lados, pero no entendió nada de nada. Así que le dio un bofetón bien grande y le preguntó qué había escrito. Pero él negó con la cabeza con más cara de tonto que nunca y alargó la mano para que le devolviese el papel, a lo que la señora Munro se negó, y cuando fue la hora de que los hijos de Strachan pasaran por un extremo del camino de Cuddiestoun de camino a la escuela, allí estaba ella esperando y le dio el papel a la mayor, Marget, y le dijo que se lo enseñara al maestro a ver qué podía poner ahí.
Y de noche volvió a esperar a que regresaran los hijos de Strachan, que llevaban un sobre del maestro para ella. Y lo abrió y dentro había una nota en la que le explicaba que estaba escrito en taquigrafía y que esto era lo que ponía cuando se pasaba a la forma normal de escribir: Dos libras de azúcar El Periódico del Pueblo media onza de mostaza una lata de raticida una libra de velas y no creo que le pueda sisar dos peniques de las vueltas para tabaco, porque desde luego es la zorra más tacaña que hay a este lado de Tweed. Así que a lo mejor Tony no era tan tonto, pero esa noche se quedó sin cenar, y ella nunca volvió a pedirle que le enseñara lo que escribía.
Bien, pues siguiendo el camino de Kinraddie todavía hacia el este quedaba Netherhill a mano izquierda, que había sido cinco granjas pequeñas en los tiempos anteriores a lord Kenneth, pero ahora era una sola en la que el viejo Sinclair y su mujer, a los que no es que les fuera muy bien por la amargura de que su hija Sarah siguiera sin casarse, vivían en la alquería, y en la cabaña se alojaban el capataz, el segundo, el tercero y el temporero. El río Denburn pasaba por detrás de Netherhill y corría bajo, lento y plácido por su hondonada, pero jamás se habían visto peces en él, y la gente decía que lo mismo daba, pues ya estaban las cosas bastante turbias y resbaladizas en Netherhill y no había necesidad de que el Denburn aportara nada.
Por el fétido y cenagoso brezal que había entre aquel lugar y Peesie’s Knapp se encontraban los restos de un viejo camino que algunos decían que era de tiempos de Calgaco, el que mandó a los romanos al infierno en la batalla de Mons Graupius, y otro decían que era obra de los druidas que erigieron las piedras de arriba de la laguna de Blawearie. Y, válgame Dios, debían de tener un montón de mamposteros sin nada que hacer, porque también intentaron hacer otro círculo de piedras en el brezal de Netherhill, justo a mitad del viejo camino. Pero no quedaban más de dos o tres piedras sobre tierra, y los labriegos de Netherhill juraban que las demás las debían de haber hecho añicos y esparcido por toda la tierra cultivable, pues era tan dura y pedregosa como el corazón de la propia señora.
Mas no era mal sitio Netherhill para los nabos y la avena, y a veces el heno salía entre bueno y regular, pero la mayor parte de la tierra era de arcilla roja y demasiado basta y húmeda para la cebada; y de no ser por las piaras de cerdos que la señora Sinclair criaba y vendía en Laurencekirk, tal vez su marido nunca se habría llegado a asentar donde estaba. Ella procedía de Gourdon, y todo el mundo sabe cómo son esos pescadores de Gourdon, que sacarían dinero hasta del vientre de un cadáver y dirían que unos abadejos hediondos estaban fresquísimos y los venderían a un chelín el par. Ella había sido pescadora antes de casarse con Sinclair, y cuando se establecieron en Netherhill después de pedir dinero prestado era ella la que iba a Gourdon dos veces a la semana en el carro tirado por un poni y volvía apestando el campo a kilómetros a la redonda con su carga de pescado podrido para abonar la tierra. Y bien que la abonó, y tuvieron buenas cosechas los primeros seis años o así, pero luego la tierra se volvió blanca y tuvieron que dejar de echarle el abono de pescado. No obstante, para entonces la cría de cerdos ya iba bien y les daba dividendos, y habían pagado sus deudas y ganaban dinero.
Era un hombre inofensivo el viejo Sinclair, que ya empezaba a andar a trompicones, y por eso la señora Sinclair lo sentaba de noche en su butaca, le quitaba las botas y le ponía las zapatillas delante del fuego de la cocina y le decía Te has vuelto a agotar, mi muchacho. Y él le ponía la mano bajo la barbilla y decía No, estoy bien, no te preocupes… Sí, todavía soy tu muchacho, ¿verdad, muchacha mía? Y se miraban con cara de bobos, los dos viejos tontos y arrugados, y su hija Sarah, como era tan remilgada, se ofendía mucho si había otra gente delante. Pero Sinclair y su mujer solo la miraban y negaban con la cabeza, y de noche en su cama, bien acurrucados para darse calor, suspiraban por que ningún chico valiente hubiese mostrado jamás la menor disposición de meter a Sarah en su lecho. Ella llevaba muchos años de anhelos, miraditas y emperifollos, y una vez pareció que había alguna esperanza con Rob el Largo, el del Molino, pero a Rob no le iba el matrimonio. Ay, Señor, Señor, si los idiotas de Cuddiestoun lo eran de verdad, ¿qué decir de un hombre de mucho dinero que vivía solo y se hacía la cama y el pan cuando podía conseguir una mujer que lo tuviera contento?
Pero a Rob, el del Molino, le daba igual lo que dijeran de él en Kinraddie. Siguiendo por el camino de Kinraddie se llegaba al molino, en una esquina del camino secundario por el que se subía a Upperhill, y diez años hacía que Rob vivía allí solo, a cargo del molino y leyendo los libros de un impresentable, Ingersoll, que hacía relojes y no creía en Dios. Tenía Rob dos o tres cerdos excelentes alrededor del molino, y ya podían serlo, porque los alimentaba con trigo y cebada que afanaba de los sacos que la gente le llevaba para moler. Tampoco podía negar nadie que el verraco de Rob el Largo era de los mejores de los Mearns, así que iban allí con sus cerdas desde lugares tan lejanos como Laurencekirk para que las montara ese verraco suyo que era toda una bestia enorme.
Además del molino y sus cerdos y gallinas, Rob tenía un caballo de tiro y un poni con los que araba sus diez hectáreas, y una o dos vacas que nunca se quedaban preñadas porque nunca tenía tiempo de mandarlas al toro, aunque más le valdría haber sacado tiempo en vez de dedicarse a matarse y sudar