Canción del ocaso. Lewis Grassic Gibbon

Canción del ocaso - Lewis Grassic Gibbon


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lechería o le cortaba el pelo a los niños o cavaba un pozo, mientras todo el rato no dejaba de decirte que estaba a punto de llegar el socialismo, o de lo contrario habría un crac espantoso y todos volveríamos al salvajismo. ¡Que sí, hombre, maldita sea!

      Pero la gente decía que más falta le hacía empezar a volver sociable a la señora Strachan, la que antes era Kirsty Sinclair, de Netherhill, que intentar cambiar a nadie. Ella tenía una lengua temible, decían, muy afilada, y a la que le daba tanto que podría sacar con ella el clavo de una puerta, y si de vez en cuando Chae no echaba mucho de menos estar en su cabaña de Sudáfrica con una chica negra bien guapa, entonces es que nunca había tenido ni cabaña ni chica. Al volver del extranjero se puso a trabajar de pastor en Netherhill, donde solo tenían dos hijas, Kirsty y Sarah, la que tocaba el órgano en la iglesia. A las dos ya se les iba pasando un poco el arroz y estaban desesperadas por encontrar un hombre, y encima Kirsty se había llevado un buen chasco, porque parecía que un médico de Aberdeen quería juntarse con ella, pero yacieron y la dejó preñada, y su madre, la vieja señora Sinclair, casi se vuelve loca de vergüenza cuando Kirsty se echó a llorar y se lo contó.

      Eso ocurrió en época de contratar a alguien para la siguiente temporada, y resultó que el viejo Sinclair de Netherhill llevó del mercado a su casa a Chae Strahan, que tenía la sangre caliente de vivir en esos lugares del extranjero y estaba pendiente del menor guiño que le hicieran. Pero, aun así, estuvo muy parado a la hora de cortejarla, y solo rondaba a Kirsty como una comadreja a una trampa con un poco de carne, sin estar seguro de si valía la pena correr tanto riesgo por la carne, y mientras iba pasando el tiempo. Había que tomar alguna medida drástica.

      Así que una noche, después de que hubieran cenado todos en la cocina y el viejo Sinclair se fuera pisando charcos a los establos, la vieja señora Sinclair se levantó, le hizo una seña a Kirsty y le dijo Bueno, me voy a acostar. Tú no tardarás mucho, ¿verdad, Kirsty? Y Kirsty contestó No dirigiendo a su madre una mirada maliciosa, y entonces la vieja señora se subió a su cuarto y Kirsty empezó a reír y tontear con Chae, que era de sangre caliente, y, como estaban solos, lo mismo habría yacido al minuto con ella allí en la cocina, pero Kirsty le susurró que no era seguro. Así que él se quitó las botas, y ella las suyas, y subieron con sigilo al cuarto de Kirsty, y su buen rato de regodeo que estaban pasando cuando de pronto se abrió la puerta y entró la vieja señora Sinclair con una vela en una mano y la otra levantada del espanto. No, no, dijo, esto no puede ser, Chakie, buen hombre, así que te vas a tener que casar con ella. Y Chae no tuvo escapatoria, el pobre, con Kirsty y su madre fulminándolo las dos con la mirada.

      Así que se casaron, y el viejo Sinclair, que tenía algún dinero ahorrado, arrendó Peesie’s Knapp para Chae y Kirsty y les compró animales, y allí se fueron a vivir, y Kirsty tuvo una niña que nació antes de que hubieran pasado siete meses, y bien crecida y completa que se veía a la criatura pese a que su madre jurara que había sido prematura.

      Luego tuvieron dos hijos más, chicos los dos, y los dos el vivo retrato de Chae. Eran los que cantaban lo de la Turra Coo siempre que veían pasar a toda velocidad la bonita calesa de Ellison por el camino de Kinraddie, y vamos que si te hacían reír.

      Justo enfrente de Peesie’s Knapp, al otro lado del camino de peaje, la tierra se elevaba roja y arcillosa, y por un desigual camino de piedra se llegaba a las viviendas de Blawearie. Sales del mundo y entras en Blawearie, decían en Kinraddie, y ciertamente eran unas tierras agrestes, y se estaba muy solo allí arriba en la ladera del monte, de veintiocho hectáreas, cerca del brezal que subía muy por encima de Blawearie hasta llegar a la gran cima llana del monte en la que había una laguna en la que anidaban las agachadizas a cientos; y algunos decían que la laguna no tenía fondo, y Rob el Largo, el del Molino, decía que era como el abismo de la depravación de un párroco.

      Estaba feo decir eso de ningún clérigo, aunque Rob decía que estaba feo decirlo de ningún lago, pero allí el manchurrón de agua era una triste extensión oscura rodeada por todas partes de juncos y juncias; y los chillidos de las agachadizas te ensordecían si alguna tarde ibas a ese lugar. Pero pocos lo hacían, pues cerca de la laguna había un círculo de piedras de tiempos remotos, algunas erectas y otras tumbadas, algunas inclinadas hacia acá o hacia allá, y justo en el centro otras tres grandes se elevaban de la tierra y, torcidas y con sus amplios rostros lisos, parecían escuchar y esperar. Eran piedras de druidas, y la gente contaba que los druidas habían sido unos malditos demonios que mucho tiempo atrás subían allí y cantaban sus asquerosos cánticos paganos alrededor de las piedras, y si se encontraban con algún misionero cristiano lo destripaban nada más verlo. Y Rob el Largo, el del Molino, decía que lo que necesitaba Escocia era que volviesen los druidas, pero eso solo era una ocurrencia suya, pues debieron de ser una gente espantosa e ignorante y muy poco astuta.

      Hacía un año que Blawearie no tenía arrendatario, pero decían que había uno en camino, un tal John Guthrie que procedía del norte. Sus edificaciones se erigían compactas y en buen estado a un lado del patio, con el muladar detrás de ellas, y enfrente estaba la casa, bastante amplia para un lugar pequeño como aquel, con tres plantas, una buena cocina y una considerable extensión de jardín entre ella y el camino de Blawearie. Había unas hayas, tres en total, una muy pegada a la casa, y los setos del jardín crecían preciosos en verano con madreselva; y de haber podido vivir del olor de la madreselva uno podría haber explotado aquel pequeño lugar y obtener beneficios.

      En fin, el caso es que Peesie’s Knapp y Blawearie eran las granjas que había en dirección a Stoneheaven; pero si ese invierno girabas al este por el camino de Auchinblae, a mano derecha tenías Cuddiestoun, una pequeña granja del tamaño de Peesie’s Knapp y de su misma antigüedad, que era una reliquia de tiempos lejanos. Se encontraba a unos cuatrocientos metros del camino principal, y su propio camino estaba lleno de barro desde finales de la cosecha hasta la llegada de la primavera. Algunos decían que tal vez eso explicara que Munro no consiguiese lavarse el barro del cuello, pero otros decían que es que ni lo intentaba. Tenía un arrendamiento de trece años ese Munro, que era del sur, de por Dundee, y medía más de un metro ochenta, pero era de piernas muy bastas y como un cordero con agua en el cerebro, y tenía unos pies muy grandes que siempre parecían interponerse en su camino. Tal vez tuviera unos cuarenta años, pero ya estaba calvo y tenía la piel rojiza y arrugada en las mejillas y la barbilla, y por Dios que nunca se vio a una bestia más fea, pobre hombre.

      Pues había gente peor que Munro, aunque tal vez estuvieran todos en la cárcel, y pese a que él podía ponerse a fanfarronear y a darse aires hasta que terminabas aborreciéndolo. Cultivaba sus tierras de forma irregular, y eso que era buena tierra en su mayoría, que tenía la misma veta negra de marga que las de Peesie, pero estaba mal drenada; el viejo drenaje de piedra seguía abajo, y el administrador de la Gran Casa no movía ni un dedo para cambiarlo, ni para reparar el tejado del establo que goteaba como un colador sobre la cabeza de la señora Munro cuando ordeñaba las vacas una noche de tormenta.

      Pero si alguien decía en actitud amigable Por Dios, vaya establo más horrible que tiene, señora, ella montaba en cólera y decía Por lo menos es un establo, y para nosotros bien está. Y si esa persona, a falta de más conocimiento, pobre muchacho, estaba de acuerdo en que aquel sitio bien estaba para gente pobre, ella volvía a encenderse y replicaba ¿Aquí quién es pobre? Mire lo que le digo, nosotros nunca hemos necesitado que venga nadie a ayudarnos, aunque no nos dedicamos a jactarnos de eso por todo el lugar como algunos que yo me sé. Así que esa persona pensaba que no había forma de complacer a esa mujer y se reían de ella por todo Kinraddie, aunque no en su cara. Era delgada y tenía el pelo negro y ojos vivos y negros como una comadreja, y una voz que te ponía los pelos de punta cuando se ponía a gruñir. Pero era la mejor comadrona que había a kilómetros a la redonda, y en mitad de la noche algún pobre muchacho angustiado llamaba a su ventana y decía Señora Munro, señora Munro, levántese y venga a ayudar a mi mujer, por favor. Y ella se levantaba, se vestía en un santiamén, salía a la fría noche de Kinraddie e iba a toda prisa como una comadreja hasta que al poco ya estaba dando órdenes en la cocina de la casa a la que la habían llamado, diciéndole a la mujer parturienta que podría estar peor y actuando con brío e inteligencia.

      Lo más gracioso de esa mujer es que estaba convencida de que nadie hablaba mal de ella, pues


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