Todo por un balón de futbol. Jaime Hernán Cortés Torres

Todo por un balón de futbol - Jaime Hernán Cortés Torres


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decir, otro a quien meterle gol, a quien darle una patadita cariñosa, a quien hacerle una gafiadita tierna y después hacerle un buen pase, es decir, el fútbol se hizo para jugar en compañía, con otro, contra otro o a pesar de otro. Sin embargo, recuerdo haber jugado tardes enteras sin otro. Una pelota o una vejiga o un par de medias enrolladas que fungían de balón, o hasta con un balón imaginario. Jugar a la 31, de cabeza, hacer goles en un arco con un portero invisible. A todos nos ha pasado que estamos solos y pintamos el balón, o las medias, y les ponemos ojos y boca y les hablamos. (¿Se acuerdan de Wilson, el de El náufrago?). Algunas veces tuvimos que jugar solos y una pared era el otro, un muro era suficiente para gritar que se ganó, se perdió o se empató (no recuerdo haber perdido cuando jugaba solo porque cualquier justificación era buena para ganar). Con la izquierda, con la derecha, el muro siempre devuelve el balón y, a veces, hasta de manera más estética que cuando se juega con otro. El fútbol se puede jugar solo, pero la soledad es doble porque no hay palabras, no hay alegatos, no hay discusiones, no hay fonéticas, no hay otro. El muro no responde, el amigo invisible siempre pierde con nuestro deseo de ganar, incluso, le hacemos trampa porque nadie nos ve. Contamos y cantamos goles que no hicimos. La soledad es un estado del alma y cuando no hay con quién jugar, la pecosa es un buen remedio, tiene nombre, se deja pegar, se deja decir lo que queramos y le hacemos olvidar los autogoles. García Márquez narró la soledad de América Latina, ese continente al que le han metido “goles de todas las facturas”, como dicen en la radio, por su condición de solitario, recién inventado, fragilizado y poco estudiado. Borges y Benedetti crearon metáforas para dibujar esa soledad que celebra los “tristenarios” de un continente habitado por seres desgarradoramente solos, que tienen que jugar solos y que, a veces, el que juega no quiere jugar, se para ahí, como tapia, como estatua, como la Galatea de Pigmalión antes de que Afrodita le insuflara vida, es decir, lenguaje. Un hombre solo siempre está en mala compañía, concluye Paul Valéry y Dulce María Loynaz sostiene que no es difícil llorar en soledad, pero es casi imposible reír solo. América Latina está contada, poetizada, diagnosticada, fabulada, novelada, historizada, radiografiada y, sobre todo, hiperbolizada, pero no está fútbolizada, no se ha narrado fútbolísticamente. La soledad es un balón que ya no está porque, aunque haya cancha, jugadores, árbitros, hinchas, agua, rezos y cánticos, el fútbol no está completo si no hay balón. Cuando se pierde un balón, se pierde un amigo.

      Todo por un balón de fútbol es una provocación para que nuestros ganadores de esta versión del concurso de cuento ¿Cuál es tu cuento con el fútbol? Sigan escribiendo, jugando, soñando. Felicitaciones y que todo, todo se haga y se viva, por un balón de fútbol, como la mejor excusa para recordar infancias idas. Además, es una invitación para que nuestros lectores se animen a seguir participando de este evento que ya es reconocido en el mundo entero. Todo, todo, por un balón de fútbol.

      Juan Carlos Rodas Montoya, Editor

      Mamut

      Primer lugar

      Jaime Hernán Cortés Torres

      Antes de que el árbitro diera el pitazo inicial, ya sabíamos quién pagaría la caja de cerveza y los dos pollos que todavía daban vueltas en el asadero de la esquina. Los años nos habían arruinado, los kilos de más, el pelo de menos y el tiempo perdido, nos hacían ver penosos al lado de los muchachos del equipo de solteros. Pero eso era solo lo evidente, la hipertensión de Martillo, el enfisema pulmonar de Chimenea, la osteoporosis de Taborda, lo tronco que era Jaramillo y los casi 25 kilos de más que me habían jodido los meniscos, lo confirmaban. Éramos de esos guerreros venidos a menos a los que les cuesta aceptar que todo tiempo pasado fue mejor.

      La presencia del árbitro intentaba darle algo de solemnidad a la interrupción del tráfico, pero se trataba solo de la misma lucha generacional entre el pasado y el futuro.

      Viendo a Martillo animar el equipo, recordé la clásica escena de William Wallace, la camiseta rayada de la Juve ceñida al cuerpo parecía hacerlo olvidar las cinco pastillas diarias para la presión. Sin embargo, que Chimenea fumara antes de empezar y que yo estuviera pensando en el sabor de los pollos del premio, acababa con cualquier intento retórico.

      Los primeros cinco minutos no estuvimos del todo mal, el juego insustancial que planteamos para no tener que correr, le hizo creer a todos que los casados teníamos una oportunidad. Luego, los años hicieron lo suyo, sin pulmones y con el clásico dolor en el bazo, tuvimos que recurrir a la fuerza para contener lo incontenible. A los diez minutos estábamos encerrados defendiendo un arquito de un metro por un metro como si fuera posible meter un gol a través de tanto tejido adiposo.

      No se trataba de dinero, podíamos pagar la apuesta, pero perderla era sumar otra humillación al tiempo. Para un grupo de antiguos cazadores transformados en recolectores mediante el poder de un sacramento, el pollo y las cervezas de un partido de casados y solteros, era como la caza de un mamut para el hombre de cromañón. Moriríamos antes de aceptar que podíamos comprarlo todo en el supermercado.

      Luego sucedió el milagro, cuando más acorralados nos tenían, la hipertensión de Martillo pasó factura. No terminábamos aún el primer tiempo cuando el hombre se agarró el pecho y miró al cielo como si estuviera pidiéndole asilo al mismísimo Jesucristo. Todos creímos que moriría menos Taborda que, aprovechando la confusión, sacó un cañonazo que por poco deja sin hijos al portero. Nadie celebró, la amenaza de paro cardiaco le arrebató a Taborda el único momento de gloria de su vida. 1-0 decretó el árbitro y señaló el centro de la calle mientras se llevaban a Martillo y los demás nos miraban como diciéndonos que ya no estábamos para esos trotes.

      Los pelaos no tenían un peso, así que de todos modos nos tocó pagar el pollo y las cervezas, pero celebramos en la esquina como si de verdad hubiéramos cazado un mamut.

      El gol mortal

      Segundo lugar

      Junior David Ramírez Quintero

      Papá está en el hospital seguro de que me voy a cagar el partido. Con los otros cuatro árbitros en el camerino, nos damos el abrazo grupal, oramos y vamos al túnel de salida. El estadio está repleto, a pesar del inclemente sol, igual que en la época en que él me vestía con el uniforme del Marmoleros F.C. y nos hacíamos en la grada oriental, con cornetas y pancartas, gritando las arengas que ahora escucho mientras formamos. Es el equipo por el que él demuestra una pasión religiosa, por el que tiene la casa convertida en el museo del equipo.

      Cuando supo que sería árbitro lo sentenció como un autogol. La tarde en que le dije que pitaría este partido, su mirada me juzgaba. El corazón tiene a mi padre en el hospital.

      Me demoro con los capitanes quienes notan mi incomodidad. Los abucheos no se hacen esperar por el retraso del encuentro. Recalco el juego limpio y les digo que jueguen con el corazón, mirando al capitán de los Marmoleros. Se enfrenta al Atlético Cañabrava. El encuentro decide la permanencia en primera división para ellos; para los otros, un cupo para la Copa Continental; para mi papá, probablemente, su estancia en este mundo.

      Doy el pitazo inicial. Ojalá que Marmoleros no me pongan a decidir el partido, pero un mal pase del arquero los pone a perder. Pienso en papá. No es mi culpa, aunque en su cabeza estará que la falla es mía. El estadio enardece, tengo que estar más atento. Con más garra que juego, termina el primer tiempo.

      En el camerino hay nerviosismo. Le digo al cuerpo arbitral que la segunda parte va a ser más nuestra que de los jugadores, que van a pesar las tarjetas y las advertencias sobrarán. De nuevo el abrazo grupal y salimos a la grama.

      Empieza la segunda mitad. Los Marmoleros atacan a cualquier costo. La grada oriental explota por sacarle amarilla al crack del equipo; una puteada estratosférica, incluso papá me la habrá mentado.

      Minuto setenta. Empatan con gol de tiro de esquina. La felicidad la demuestro en el puño izquierdo. La agresividad del encuentro aumenta por expulsar a un jugador de cada equipo. El calor hace relucir el cansancio.


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