Antonio Azorín. José Martínez Ruiz

Antonio Azorín - José Martínez Ruiz


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palabras: «Ave María Purísima»; y abajo, a dos columnas, una nutrida lista de obispos y arzobispos. En un armario reposan antiguas casullas, bernegales con coronas de oro abiertas sobre el cristal, un cáliz con un blasón en el pie y una leyenda que dice: Se izo en 24 de Agosto de 1714. Del Dr. Pedro Ruiz y Miralles.

      Junto a la cochera está el aljibe, ancho, cuadrado, con una bóveda que se hincha a flor de tierra. Las pilas son de piedra arenisca; el pozal es de madera; sobre la puertecilla destaca un cuadro de azulejos. San Antonio, vestido de azul, mira extático, cruzados los brazos, a un niño que desciende entre una nube amarillenta y le ofrece un ramo de blancas azucenas.

      Detrás del aljibe hay una balsa pequeña y profunda. La cubre una parra. Es una parra joven. «Este año—según la bella frase de uno de estos labriegos tan panteístas en el fondo—, este año es el primero que trabaja.» Y es laboriosa, y es aplicada, y es vehemente. Sus sarmientos se enroscan y agarran con los zarcillos al encañado, cuelgan profusos los racimos, y los redondos pámpanos anchos forman un toldo de suave color presado sobre las aguas quietas.

      En el borde de la balsa hay una pila de fondo verdinegro. Las abejas se abrevan en su agua limpia. El agua nace en un montecillo propincuo, corre por subterráneos atanores de barro, surte de un limpio caño, cae transparente con un placentero murmurio en la ancha pila.

      La casa es grande, de pisos desiguales, de estancias laberínticas. Hay espaciosas salas con toscas cornucopias, con viejos grabados alemanes, con pequeñas litografías en las que se explica cómo «Matilde, hermana de Ricardo de Inglaterra, antes de pronunciar su voto», etc. Hay una biblioteca con cuatro mil volúmenes en varias lenguas y de todos los tiempos. Hay una pequeña alacena que hace veces de archivo, con papeles antiguos, con títulos de las Universidades de Orihuela y Gandía, con cartas de desposorio, con ejecutorias de hidalguía, con nombramientos de inquisidores. Hay viejas cámaras con puertas cuadradas, con cerraduras chirriantes, con techos inclinados de retorcidas vigas, con lejas anchas, con armarios telarañosos que encierran un espejo roto, un velón, una careta de colmenero; con largas cañas colgadas del techo, de las que en otoño penden colgajos de uvas, melones reverendos, gualdos membrillos, manojos de hierbas olorosas. Hay graneros oscuros, sosegados, silenciosos, con largas filas de alhorines hechos de delgadas citaras. Hay un tinajero para el aceite con veinte panzudas tinajas, cubiertas con tapaderas de pino, enjalbegadas de ceniza. Hay una gran bodega, con sus cubos, sus prensas, sus conos, sus largas ringleras de toneles. Hay una almazara, con su alfarje de molón cónico, y su ancha zafa, y su tolva. Hay dos cocinas con humero de ancha campana. Hay palomares eminentes. Hay una cuadra con mulas y otra con bueyes. Hay un corral con pavos, gallos, gallinas, patos, y otro con cerdos, negros, blancos, jaros. Hay dos pajares repletos de blanda y cálida paja...

      Ante la casa se abre una alameda de almendros. Cuatro, seis olmos gayan la plazoleta con su follaje. En lo hondo, sobre la pincelada verde del ramaje, resalta la pincelada azul de las montañas; más bajo, por entre los troncos, a pedazos, espejea la laguna. El cielo está diáfano. Las palomas giran con su aleteo sonoro. Y un acridio misterioso chirría con una nota larga, hace una pausa, chirría de nuevo, hace otra pausa...

      *

       * *

      La entrada de la casa principal es ancha. Está enladrillada de losetas amarillentas. Hay una puerta a la derecha y otra a la izquierda; una y otra están ceñidas por resaltantes cenefas lisas. Recia viga, jaharrada de yeso blanco, sostiene las maderas del techo. A los lados, dos ménsulas entasadas adornan la jacena. Sobre la pared, bajo las ménsulas, resaltan los emblemas de Jesús y María.

      Al piso principal se asciende por una escalera oscura. La escalera tiene una barandilla de hierros sencillos; el pasamanos es de madera; en los ángulos lucen grandes bolas pulimentadas.

      La primera puerta del piso principal da paso a dos claras habitaciones: una es un cuarto de estudio, la otra sirve de alcoba.

      El estudio tiene el techo alto y las paredes limpias. Lo amueblan dos sillones, una mecedora, seis sillas, un velador, una mesa y una consola. Los sillones son de tapicería a grandes ramos de adelfas blancas y rojas sobre fondo gris. La mecedora es de madera curvada. Las sillas son ligeras, frágiles, con el asiento de rejilla, con la armadura negra y pulimentada, con el respaldo en arco trilobulado. El velador es redondo; está cargado de infolios en pergamino y pequeños volúmenes amarillos. La mesa es de trabajo; la consola, colocada junto a la mesa, sirve para tener a mano libros y papeles.

      La mesa es ancha y fuerte; tiene un pupitre; sobre el pupitre hay un tintero cuadrado de cristal y tres plumas. Reposan en la mesa una gran botella de tinta, un enorme fajo de inmensas cuartillas jaldes, un diccionario general de la lengua, otro latino, otro de términos de arte, otro de agricultura, otro geográfico, otro biográfico. Hay también un vocabulario de filosofía y otro de economía política; hay, además, en su edición lyonesa de 1675, el curiosísimo Tesoro de las dos lenguas, francesa y española, que compuso César Oudín, «intérprete del rey».

      La consola es de nogal. Los pies delanteros son ligeras columnillas negras con capiteles clásicos de hueso, con sencillas bases toscanas. Los tiradores del cajón son de cristal límpido; un gran tablero de madera se extiende a ras del suelo, entre las bases de las columnas y los pies de la mesa. Sobre esta mesa yacen libros grandes y libros pequeños, un cuaderno de dibujos de Gavarni, cartapacios repletos de papeles, números de La Revue Blanche y de la Revue Philosophique, fascículos de un censo electoral, mapas locales y mapas generales. El cajón está repleto de fotografías de monumentos y paisajes españoles, fotografías de cuadros del museo del Prado, fotografías de periodistas y actores, fotografías pequeñas, hechas por Laurent, de las notabilidades de 1860, daguerrotipos, en sus estuches lindos, de interesantes mujeres de 1850.

      Las paredes del estudio están adornadas diversamente. En la primera pared, a los lados de la puerta, hay dos grandes fotografías en sus marcos de noguera pulida: una es de la divina marquesa de Leganés, de Van Dyck; otra, cuidadosamente iluminada, es de Las Meninas, de Velázquez.

      En la segunda pared, correspondiente al balcón, cuelga una fotografía de Doña Mariana de Austria, de Velázquez, con su enorme guardainfante y su pañuelo de batista. Sobre esta fotografía se eleva, surgiendo del marco e inclinándose sobre el retrato, una fina y dorada pluma de pavo real; y esta pluma es como un símbolo de esta mujer altiva, desdeñosa, con su eterno gesto de displicencia que perpetuó Velázquez, que perpetuó Carreño, que perpetuó Del Mazo.

      El segundo cuadro es una litografía francesa. Se titula La Música; representa una mujer que toca un arpa. Lleva los cabellos en dos lucientes cocas; sus mejillas están amapoladas; sus pechos palpitan descubiertos; un gran brial de seda blanca cae sobre el césped y forma a sus pies un remolino airoso. Esta litografía está encerrada en un óvalo bordeado de un estrecho filete de oro; el óvalo destaca en una amplia y cuadrada margen blanca, y el cuadro todo está ceñido por un ancho y plano marco negro.

      Junto a él está el retrato en busto de Felipe IV, por Velázquez. Tiene el rey austriaco ancha la cara de mentón saledizo; sus bigotes ascienden engomados por las mejillas fofas; pone la luz un tenue reflejo sobre la abundosa melena que cae sobre la gola enhiesta. Y sus ojos distraídos, vagorosos, parecen mirar estúpidamente toda la irremediable decadencia de un pueblo.

      En la tercera pared—en la que se abre la puerta de la alcoba—hay tres cuadros. El primero es una fotografía que lleva por título: Guadalajara; vista de la carretera por las entrepeñas del Tajo. El río se desliza ahocinado por su hondo cauce; resbala el sol por los altos peñascos y besa las aguas en viva luminaria; y la carretera, a la izquierda, se pierde a lo lejos, en rápido culebreo blanco, por la estrecha garganta.

      El segundo cuadro es un paisaje al óleo de un pintor desconocido y meritísimo: Adelardo Parrilla. Es una tabla pequeña. En el fondo cierra el horizonte una fronda verde y bravía; cuatro, seis álamos esbeltos se han separado del boscaje y se adelantan a mirarse en un ancho y claro arroyo; sus hojas tiemblan de placer; el cielo es de un violeta pálido, tenue. Y el agua—a través del cristal en que sabiamente está puesto el cuadro—parece que corre, irisa, palpita bajo la luz suave.

      Al


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