Antonio Azorín. José Martínez Ruiz

Antonio Azorín - José Martínez Ruiz


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término, una baja techumbre con sus simétricas ringlas de tejas, corre de punta a punta. A la otra banda, en los cuadros de un huertecillo y a lo largo de las paredes blancas de la cerca, se desgreña el claro boscaje de una parra y se esponjan las copas de los frutales florecidos. Más allá, entre el follaje, asoma el remate de un enorme letrero blanco:... SAL; más lejos aparece otra huerta con sus bancales y su noria. Y por todas partes, sobre las albardillas, en los rincones de los patios, cabe a misteriosas ventanas, surgiendo de la oleada de casuchas que se alza, se deprime, ondula entre el ábside de los Irlandeses y el Seminario lejano, destaca la apacible copa de un árbol. Sobre los tejados negruzcos las chimeneas ponen su trazo blanco, las lumbreras se abren inquietadoras. Y en el fondo, el Seminario con sus dos cuerpos formidables, trepados por infinitas ventanas, cierra hoscamente la perspectiva. Es primavera; la verdura de los huertos no está aún tupida; resaltan alegres las paredes a la luz viva; y las torres y las cúpulas de las dos catedrales se yerguen serenas en el ambiente diáfano.

      En la tercera pared—sobre la cual está adosada la mesa de trabajo—lucen otras tres litografías de la misma colección que la pasada; se titulan: La Escultura, La Poesía y La Pintura. Entre la primera y la segunda hay colgado un zapatito auténtico de una dama del siglo xviii. Es de tafilete rosa, con la punta agudísima y con el tacón altísimo de madera, aforrado en piel; tiene la cara bordada al realce, con seda blanca.

      Entre la segunda y tercera litografía penden, de rojas cintas de seda, dos lucientes braserillos de cobre, en los que antaño se ponía la lumbre para encender pajuelas y cigarros. Debajo, encerrado en un patinoso marco dorado, pendiente de un viejo listón descolorido, hay un dibujo de Ramón Casas. Es una de esas cabezas de mujeres meditativas y perversas en que el artista ha sabido poner toda el alma femenina contemporánea.

      Frente al pupitre, en sencillo marco de caoba, está una fotografía del autorretrato del Greco. Destacan en la negrura la mancha blanca de la calva y los trazos de la blanda gorguera; sus mejillas están secas, arrugadas, y sus ojos, puestos en anchos y redondos cajos, miran con melancolía a quien frente por frente a él va embujando palabras en las cuartillas.

      Las paredes del estudio son de brillante estucado blanco; las puertas están pintadas de blanco; las placas de las cerraduras son niqueladas; el piso, en diminutos mosaicos a losanges azules, blancos y grises, forma una pintoresca tracería encerrada en una ancha cenefa de color lila. Tamiza la luz una persiana verde, y una tenue cortina blanca de hilo vuelve a tamizarla y la difluye con claridad suave. Reina un profundo silencio; de rato en rato suena el grito agudo de un pavo real. Las palomas, que en el palomar de arriba saltan y corren, hacen sobre el techo con sus menudas patas un presto y entrecortado ruido seco.

      *

       * *

      La alcoba es amplia y clara. Recibe la luz por un balcón. Están entornadas las maderas; en la suave penumbra, la luz que se cuela por la persiana marca en el techo unas vivas listas de claror blanca.

      Adornan las paredes cuatro fotografías de los tapices de Goya. Las esbeltas figuras juegan, bailan, retozan, platican sentadas en un pretil de sillares blancos; el cielo es azul; a lo lejos la crestería del Guadarrama palidece.

      Amueblan la alcoba: una cama de hierro, un lavabo de mármol con su espejo, una cómoda con ramos y ángeles en blanca taracea, una percha, tres sillas, un sillón de reps verde.

      En este sillón verde está sentado Azorín. Tiene ante sí una maleta abierta. Y de ella va sacando unas camisas, unos pañuelos, unos calzoncillos, cuatro tomitos encuadernados en piel y en cuyos tejuelos rojos pone: Montaigne.

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      Azorín pasa toda la mañana leyendo, tomando notas. A las doce, cuando tocan el caracol—a modo de bocina—para que los labriegos acudan, baja al comedor. El comedor es una pequeña pieza blanca; en las paredes cuelgan apaisados cuadros antiguos—que como están completamente negros es de suponer que no son malos—; frente a la puerta destaca un armario, en que están colocados cuidadosamente los platos, las tazas, las jícaras, guarnecidos por las copas puestas en simetría de tamaños, dominado todo por un diminuto toro de cristal verdoso como los que Azorín ha visto en el museo Arqueológico.

      Sirve a la mesa Remedios. Remedios es una moza fina, rubia, limpia, compuestita, callada, que pasa y repasa suavemente la mano por encima de las viandas, oxeando las moscas, cuando las pone sobre la mesa; que coloca el vaso del agua en un plato; que permanece a un lado silenciosa, apoyada la cara en la mano izquierda y la derecha puesta debajo del codo izquierdo; que algunas veces, cuando por incidencia habla, mueve la pierna con la punta del pie apoyada en tierra.

      Esta moza tan meticulosa y apañada—piensa Azorín—me recuerda esas mujeres que se ven en los cuadros flamencos, metidas en una cocina limpia, con un banco, con un armario coronado de relucientes cacharros, con una ventana que deja ver a lo lejos un verde prado por el que serpentea un camino blanco...

      *

       * *

      Después de comer, Azorín se tumba un rato. A esta siesta le llama Azorín la siesta de las cigarras. No porque las cigarras duerman, no; antes bien porque Azorín se duerme a sus roncos sones.

      La habitación está en la penumbra; fuera, en los olmos, comienza la sinfonía estrepitosa... Las cigarras caen sobre los troncos de los olmos lentas, torpes, pesadas, como seres que no conceden importancia al esfuerzo extraestético. Son cenicientas y se solapan en la corteza cenicienta. Tienen la cabeza ancha, las antenas breves, los ojos saltones, las alas diáfanas. Son graves, sacerdotales, dogmáticas, hieráticas. Se reposan un momento; saludan un poco desdeñosas a los árades agazapados en las grietas; miran indiferentes a las hormigas diminutas que suben rápidas en procesión interminable. Y de pronto suena un chirrido largo, igual, uniforme, que se quiebra a poco en un ris-rás ligero y cadencioso. Luego, otra cigarra comienza; luego, otra; luego, otra... Y todas cantan con una algarabía de ritmos sonorosos.

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      Azorín gusta de observar las plantas. En sus paseos por el monte y por los campos, este estudio es uno de sus recreos predilectos. Porque en las plantas, lo mismo que en los insectos, se puede estudiar el hombre. Quizá parezca tal aserto una paradoja; pero los que no creen que sólo en el hombre se manifiesta la voluntad y la inteligencia, es decir, los que son un poco paganos y lo ven todo animado, desde un cristal de cloruro de sodio hasta el homo sapiens, no encontrarán lo dicho paradójico.

      Las plantas, como todos los seres vivos, se adaptan al medio, varían a lo largo del tiempo en sus especies, triunfan en la concurrencia vital. Los que se adaptan y los que triunfan son los más fuertes y los más inteligentes. Y este triunfo y esta adaptación, ¿no constituyen una finalidad? Y ¿puede nunca ser obra del azar ciego una finalidad, cualquiera que sea? No, la selección no es una obra casual; hay una energía, una voluntad, una inteligencia, o como queramos llamarlo, que mueve las plantas como el mineral y como el hombre, y hace esplender en ellos la vida, y los lleva al acabamiento, de que han de resurgir de nuevo, en una u otra forma, perdurablemente.

      Así nadie se extrañe de que digamos que existen plantas buenas y plantas malas; unas poseen salutíferos jugos; otras, ponzoñas violentísimas. Pero como no hay nada bueno ni malo en sí—como ya notó Hobbes—y la ética es una pura fantasía, podría resultar en último caso que las plantas no son buenas ni malas. Sin embargo, esto sería destruir una de las bases más firmes de la sociedad; la moral desaparecería. Por lo tanto, hemos de mantener el criterio tradicional: las plantas, unas son buenas y otras son malas.

      Las hay también que, como muchos hombres, viven a costa del prójimo; es decir, son explotadoras, lo cual sucede, por ejemplo, con las orobancas, que crecen sobre ajenas raíces. Otras, en cambio, vienen a ser lo que las clases productoras en las sociedades humanas.


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