Antonio Azorín. José Martínez Ruiz

Antonio Azorín - José Martínez Ruiz


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plantas otras más humildes, más laboriosas, y, sobre todo, más resignadas.

      Las plantas aman unas la vida libre y sacudida; otras el trato político y medido; aquéllas viven en las montañas; éstas crecen a gusto recoletas en los jardines y en los huertos. Sin embargo, así como de las familias campesinas salen a veces sutiles cortesanos, así también las plantas campestres se truecan en urbanas. Ello debe de ser, en parte al menos, obra de los hortelanos. Los hortelanos son arteros y maliciosos; ya lo dicen los viejos sainetes y los cuentecillos de las florestas. Con sus mañas los hortelanos persuaden a las plantas silvestres a que dejen sus parajes bravíos; les dicen que en los cuadros de los huertos lucirán más su belleza; que tendrán lindas compañeras; que, en fin, estarán mejor cuidadas. Las plantas se dejan seducir: ¿quién se resiste a los halagos de la vanidad? De las montañas pasan a los huertos, como, por ejemplo, el tomillo, que de silvestre se convierte en salsero; o lo que es lo mismo, de hosco y solitario se cambia en sociable, y como tal da gusto con su presencia a las salsas y asaborea gratamente las conservas.

      Sucede, sin embargo, que del mismo modo que los campesinos no logran hacerse nunca por completo a la vida de las ciudades, en las cuales parece que les falta sol y aire, y en las que se encuentran molestos por sus mil triquiñuelas, hasta el punto de que enflaquecen y se opilan, del mismo modo estas plantas selváticas que vienen a los huertos, crecen en ellos desmedradas y acaban por perecer si no se las acorre oportunamente. Estos auxilios a que aludo los conocen los hortelanos: consisten en plantar entre ellas, «para ayudarlas», otras plantas alegres y animosas que les quiten las tristes añoranzas; por ejemplo: las orucas, que confortan y animan a la manzanilla; el orégano, la mejorana, la toronjina y otras tales. La higuera es también muy amiga de la ruda; el ciprés, de la avena; y así por este estilo podrían irse nombrando, si hiciera falta, muchas amistades y predilecciones de las plantas, que, como es natural, también tienen sus odios y sus desavenencias.

      ¿Quién contará, por otra parte, sus buenas y malas cualidades? Crea el lector que es empresa ardua, pero, con todo, intentaremos decir algo. La borraja es alegre; quien la coma puede estar seguro de tener ánimo divertido. En cambio, la berenjena trae cogitaciones malignas a quien la gusta. Dicen los autores que «es una planta de mala complexión». Sí lo es; los hortelanos, para quitarle algo de sus intenciones aviesas, plantan junto a ellas albahacas y tomillos; estas hierbas, como son bondadosas e inocentes, acaban por amansar un poco a las berenjenas.

      Las espinacas y el perejil son metódicos, amigos del orden, muy apegados a la casa donde siempre han vivido y donde, por decirlo así, están vinculadas las tradiciones de sus mayores. Lo cual significa que tanto la espinaca como el perejil «no quieren ser trasplantados». Esta frase es de un viejo tratadista de horticultura; yo creo que hubiese encantado al autor de La Voluntad de la Naturaleza, o sea, Schopenhaüer.

      También acompaña a estas plantas en sus ideas conservadoras la hierbabuena. Ya el nombre lo dice: es una buena hierba. Pero si no estuviera ya honrada suficientemente por su mismo nombre, habría que declarar a la hierbabuena emblema del patriotismo. No existe ninguna hierba que se aferre más a la tierra donde ha crecido; se la puede arrancar, perseguir con el arado y la azada... es inútil; la hierbabuena vuelve a retoñar indómita.

      La cebolla es recia, valerosa, ardiente. Su linaje pica en ilustre; algunos pueblos remotos se dice que la adoraban, y los soldados romanos la comían para ganar fortaleza con que vencer a los pueblos extraños. De modo que se puede decir que la cebolla ha dado a los Césares el imperio del mundo. No olvidemos otro dato importante. El Rey Sabio, que recomienda en sus Partidas que los barcos de las escuadras lleven yeso para cegar a los adversarios y jabón para hacerles resbalar, no se olvida tampoco de encarecerles que se provean también de cebollas, porque las cebollas—dice él—les librarán del «corrompimiento del yacer de la mar».

      La calabaza tiene de dúctil lo que la cebolla tiene de fuerte; pudiera decirse, sin intención malévola, que la calabaza simboliza la diplomacia. La calabaza se pliega a todo, contemporiza, transige, posee un alto sentido mimetista. Si se la pone cuando es pequeña dentro de una caña hueca, corre por dentro y toma su forma; y si se la deposita en jarros y pucheros de formas extrañas, o aun en los más humildes recipientes, también se adapta a ellos y crece según el molde.

      La albahaca es caprichosa; todas las plantas han de ser regadas, según la buena horticultura, por la mañana o por la tarde; la albahaca pide el riego a mediodía. Esta planta, tan ufana con su agradable aroma, parece una mujer bonita. Los viejos dicen que el olerla produce jaquecas; también las producen las mujeres bonitas.

      El cilandro es apasionado; ama al anís. Dicen los labradores que es el macho del anís; así lo parece. Él ama al anís con locura, junta sus tallos a sus tallos, acaricia sus hojas, besa sus olorosos frutos pubescentes. El cilandro también es oloroso, pero su olor es hediondo. Vais a cogerlo, lo apañuscáis entre los dedos y lo soltáis aina. Esta es una superchería del cilandro; es que no quiere ser cogido entonces, cuando está verde, cuando es joven, cuando puede gozar aún de la alegría y del amor. Dejad que envejezca, es decir, que se seque, y entonces cogedlo y veréis cómo sus frutos despiden una fragancia exquisita, que es como un recuerdo delicado de sus pasadas ilusiones.

      La malva es humilde; no requiere cultivo, ni necesita ninguna clase de cuidado. Crece en cualquier sitio, y es tan modesta y tan exorable, que aun las mismas durezas y tumefacciones de los hombres ablanda. Pero con ser tan humilde, guarda esta hierba una ambición secreta y de tal magnitud, que casi se puede afirmar que es una monstruosidad. ¡Esta planta está enamorada del sol! Cuando el sol sale, ella abre sus hojas; cuando se pone, las cierra en señal de tristeza; no vive, en resolución, sino para su amado. Es el eterno caso del villano que se enamora de la princesa.

      En cambio, la arrebolera tiene por el sol un profundo desprecio; cierra sus flores de día y las abre de noche. ¿Hace bien la arrebolera? Azorín cree que sí. Francisco de Rioja le dedicó una silva, y en ella aprueba su conducta en versos que parecen hechos para censurar la insana pasión de la malva. Véase lo que dice Rioja:

      ¡Oh, como es error vano

       fatigarse por ver los resplandores

       de un ardiente tirano,

       que impío roba a las flores

       el lustre, el aliento y los colores!

      Todas las plantas tienen, en suma, sus veleidades, sus odios, sus amores. Las pasiones que nosotros creemos que sólo en el hombre alientan, alientan también en toda la Naturaleza. Todo vive, ama, goza, sufre, perece. El ácido y la base se estrechan en la sal; el cilandro ama al anís; el hombre ansía las bellas criaturas que palpitan de amor entre sus brazos.

       Índice

      Las sociedades animales son tan interesantes como las sociedades humanas. Los sociólogos las estudian con gran cuidado. Las hormigas y las abejas se agrupan en urbes regimentadas sabiamente; son metódicas unas y otras, son laboriosas, son sagaces, son perseverantes, son humildes, son industriosas. Las arañas, en cambio, no se agrupan en sociedad jerarquizada; son los más fuertes de todos los insectos. Los naturalistas se plañen de su insociabilidad. Y no hay animal más difundido sobre el planeta.

      Viven bajo las aguas, como la argironeta; corren sobre la superficie de los lagos, como el dolomelo orlado; fabrican su morada so las piedras, como la segestria; se agazapan en un pozo guateado de blanca seda, como la teniza minera; se columpian en aéreas redes, como la tejenaria. Corren, nadan, saltan, vuelan, minan, trepan, tejen, patinan. Y en su insociabilidad hosca tienen como mira capital, como sentido esencialísimo, el amor a la raza. El amor a la raza está en las arañas sobrepuesto a todo interés peculiarísimo. La raza ha de ser fuerte, recia, audaz, incontrastable. La hembra, a este fin, devora despiadadamente al macho débil que se le acerca a cortejarla. Y de este modo sólo los machos fuertes triunfan y legan a las nuevas generaciones su audacia y fortaleza.

      ¿Es un animal nietzschano la araña? Yo creo que sí. Y entre todas las arañas hay un orden que más que ningún otro


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