El prisionero de Zenda. Anthony Hope
imponentes. Tras ellos se veía otra sección de la antigua fortaleza, y después de ésta, separada por un ancho y profundo foso que rodeaba también los antiguos edificios, hallábase una hermosa quinta moderna, mandada construir por el difunto Rey y que al presente era la residencia de campo del duque de Estrelsau. Ambas porciones, antigua y moderna, se comunicaban por medio de un puente levadizo, único medio de acceso a la parte antigua de la construcción; en cambio en frente de la quinta se extendía una hermosa y ancha avenida. Era aquella una posesión ideal. Cuando «Miguel el Negro» deseaba compañía, habitaba la quinta; si quería estar solo le bastaba cruzar el puente, alzarlo tras sí, y hubieran sido necesarios un regimiento y una batería de sitio para sacarlo de allí. Proseguí mi camino, alegrándome de ver que el pobre duque Miguel, ya que no pudiese conseguir trono ni princesa, tenía por lo menos una residencia no inferior a la de ningún otro príncipe de Europa.
No tardé en llegar al bosque, cuyos frondosos árboles me proporcionaron fresca sombra por más de una hora. Las ramas se entrelazaban sobre mi cabeza y los rayos del sol podían apenas deslizarse entre las hojas, poniendo aquí y allá brillantes toques sobre el húmedo césped. Encantado con aquel lugar, me senté al pie de un árbol, apoyé la espalda contra su tronco y extendiendo las piernas me entregué a la contemplación de la solemne belleza del bosque, a la vez que aspiraba el delicioso aroma de un buen cigarro. Consumido éste y al parecer satisfecha mi contemplación estética, me quedé profundamente dormido, sin cuidarme para nada del tren que debía de llevarme a Estrelsau ni de la rapidez con que iban deslizándose las horas de aquella tarde. Pensar en trenes en aquel lugar hubiera sido un sacrilegio. Lejos de eso, me puse a soñar que era el feliz esposo de la princesa Flavia, con la cual habitaba en el castillo de Zenda y me paseaba por las sombreadas alamedas del bosque, todo lo cual constituía un sueño muy placentero por cierto. No ocultaré que me hallaba en el acto de estampar un ardiente beso en los lindos labios de la Princesa, cuando oí una voz estridente, que al principio me pareció parte de mi sueño, y que decía:
—¡Pero, hombre, si parece cosa, del diablo! No hay más que afeitarlo y ya tenemos al Rey hecho y derecho.
Aquella ocurrencia me pareció bastante rara, aun para soñada; ¡el sacrificio de mi bien cuidada barba y aguzada perilla transformarme en un monarca! Hallábame a punto de besar otra vez a mi princesa, cuando me convencí, muy a mi pesar, de que estaba despierto.
Abrí los ojos y vi a dos hombres que me contemplaban con gran curiosidad. Ambos vestían trajes de caza y llevaban sus escopetas. Bajo y robusto uno de ellos, con una cabeza redonda como bala de cañón, áspero bigote gris y pequeños ojos azules. El otro era joven, esbelto, de mediana estatura, moreno y de distinguido porte. Desde luego me pareció el primero un veterano y el otro un joven noble, pero también soldado. Más tarde tuve ocasión de ver confirmado mi juicio.
El de más edad se adelantó, haciendo seña al otro de que le siguiera; y éste lo hizo así, descubriéndose cortésmente, a tiempo que yo me ponía en pie.
—¡Hasta la misma estatura!—oí murmurar al veterano, mientras parecía medir atentamente con la vista los seis pies y dos pulgadas de estatura que Dios me ha dado. Después, haciendo el saludo militar, dijo:
—¿Me sería permitido preguntarle a usted su nombre?
—Mi opinión, señores míos—contesté sonriéndome,—es que habiendo tomado ustedes la iniciativa en este encuentro, les toca también comenzar por decirme sus nombres.
El joven se adelantó con faz risueña.
—El coronel Sarto—dijo presentando a su compañero.—Y yo soy Federico de Tarlein; ambos al servicio del rey de Ruritania.
Me incliné y dije descubriéndome:
—Mi nombre es Rodolfo Raséndil y soy un viajero inglés. También he sido por dos años oficial del ejército de Su Majestad la Reina.
—Pues en tal caso somos hermanos de armas—repuso Tarlein tendiéndome la mano, que estreché gustoso.
—¡Raséndil, Raséndil!—murmuró el coronel Sarto. De repente pareció despertarse un claro recuerdo en su memoria y exclamó:
—¡Por vida de! ¿Sois Burlesdón?
—Mi hermano es el actual Conde de este título.
—¡Claro está! Con esa cabeza no podía ser otra cosa—dijo echándose a reír.—¿No conoce usted la historia, Tarlein?
El joven me miró, algo cortado, con una delicadeza que mi cuñada hubiera admirado grandemente. Y deseoso yo de tranquilizarlo, dije chanceándome:
—¡Ah! Por lo visto la historia es tan bien conocida aquí como entre nosotros.
—¡Conocida!—exclamó Sarto.—Y como siga usted algún tiempo en el país no habrá en toda Ruritania quien la dude.
Empecé a sentirme algo inquieto. Si hubiera sabido hasta qué punto podía leerse mi genealogía en mi aspecto, lo hubiera pensado mucho antes de visitar a Ruritania. Pero a lo hecho pecho.
En aquel momento se oyó una voz imperiosa entre los árboles:
—¡Federico! ¿Dónde te has metido, hombre?
Tarlein se sobresaltó y dijo apresuradamente:
—¡El Rey!
El viejo Sarto se limitó a reírse con sorna.
No tardó en aparecer un joven, a cuya vista lancé una exclamación de asombro; y él, al verme, retrocedió un paso, no menos atónito que yo. A no ser por mi barba, por cierta expresión de dignidad debida a su alto rango y también por media pulgada menos de estatura que él podía tener, el rey de Ruritania hubiera podido pasar por Rodolfo Raséndil y yo por el rey Rodolfo.
Permanecimos un momento inmóviles, contemplándonos. Después me descubrí y saludé respetuosamente. El Rey recobró entonces el uso de la palabra y preguntó con extrañeza:
—Coronel, Federico ¿quién es este caballero?
Iba yo a contestar, cuando el coronel Sarto se interpuso y empezó a hablar al rey en voz baja, con su tono gruñón. La estatura del Rey aventajaba mucho a la de Sarto, y mientras escuchaba a éste, sus ojos se fijaban de cuando en cuando en los míos. Por mi parte lo contemplé larga y detenidamente. Nuestra semejanza era en verdad extraordinaria, si bien noté asimismo los puntos de diferencia. La cara del Rey era ligeramente más llena que la mía, el óvalo de su contorno un tanto más pronunciado, muy poco, y me pareció o me imaginé que a las líneas de su boca les faltaba algo de la firmeza (obstinación quizás) que denunciaban mis comprimidos labios. Pero con todo esto y a pesar de esas diferencias menores, nuestro parecido subsistía, innegable, evidente, portentoso.
El coronel dejó de hablar, pero el rostro del Rey siguió contraído; por último, moviéronse sus labios, se encorvó su nariz (exactamente como le sucede a la mía cuando me río), parpadeó y acabó por echarse a reír de tan buena gana y tan fuertemente, que sus carcajadas resonaron en el bosque, proclamando la jovial disposición de su ánimo.
—¡Bienvenido, primo mío!—exclamó acercándose y dándome una palmada en el hombro, sin cesar de reírse.—Muy disculpable es mi sorpresa, porque no todos los días ve un hombre su propia imagen contemplándole frente a frente. ¿Verdad, señores?
—Espero no haber incurrido en el desagrado de Vuestra Majestad...—comencé a decir.
—¡No, a fe mía! Y la verdad es que nadie con más razón puede aspirar al favor del Rey. ¿Adónde se dirige usted?
—A Estrelsau, para presenciar la coronación.
El Rey miró a sus servidores; continuaba sonriéndose, pero su expresión revelaba ligera inquietud. Sin embargo, el lado cómico de la situación volvió a imponérsele.
—¡Tarlein!—exclamó,—daría mil escudos por contemplar mañana la cara de mi hermano Miguel cuando vea que somos dos. ¡Un par de Reyes, nada menos!—Y sus alegres