El prisionero de Zenda. Anthony Hope
bien, Sarto?—preguntó.
—No debe de ir—gruñó el veterano.
—Veamos, coronel; es decir que el señor Raséndil me haría un servicio si...
—Eso, eso; Vuestra Majestad puede darle la forma más cortés y diplomática que juzgue conveniente—dijo Sarto sacando del bolsillo una enorme pipa.
—¡Basta, señor!—exclamé dirigiéndome al Rey.—Hoy mismo saldré de Ruritania.
—¡Eso no!—exclamó el Rey.—Cenará usted conmigo esta noche, suceda después lo que quiera, ¡Voto a! como dice Sarto; no se encuentra uno de manos a boca con un pariente todos los días.
—Nuestra cena de esta noche será sobria—dijo Tarlein.
—No tal—repuso el Rey,—teniendo por convidado a nuestro primo. No por eso olvido que debemos partir mañana temprano, Tarlein.
—Tampoco lo olvido yo—dijo el coronel fumando gravemente,—pero siempre habrá tiempo de pensar en ello mañana.
—¡Ah, viejo Sarto!—exclamó el Rey.—¡Bien dicho! Cada cosa a su tiempo. Andando, señor Raséndil. Y a propósito, ¿qué nombre le han puesto a usted?
—El mismo de Vuestra Majestad—contesté inclinándome.
—¡Bravo! Eso prueba que no se avergüenzan de nosotros—repuso riéndose.—¡Vamos, primo Rodolfo. No tengo palacio ni casa propia por aquí, pero mi amado hermano Miguel me presta una de las suyas y en ella procuraremos tratarlo a usted lo mejor posible.—Y tomando mi brazo, indico a los otros que nos siguiesen y nos pusimos en camino.
Anduvimos por el bosque cosa de media hora y el Rey fumó cigarrillos y charló incesantemente. Mostró vivo interés por mi familia, se rió en grande cuando hablé de los retratos con cabellera de Elsberg, existentes en nuestra galería de antepasados y redobló su risa al oir que mi expedición a Ruritania era secreta.
—¿Es decir que tiene usted que visitar a su depravado primo a escondidas?—dijo.
Al salir del bosque nos hallamos ante un rústico pabellón de caza. Era una construcción de un solo piso, toda de madera. Salió a recibirnos un hombrecillo con modesta librea, y la única otra persona que allí habitaba era una vieja, la madre de Juan, el guardabosque del Duque, según averigüé después.
—¿Está lista la cena, José?—preguntó el Rey.
El hombrecillo contestó que todo estaba pronto y no tardamos en sentarnos a una mesa abundantemente servida. El Rey comía con apetito, Tarlein moderadamente y Sarto con voracidad. Yo me mostré buen comedor, como lo he sido siempre, y el Rey lo notó, sin ocultar su aprobación.
—Nosotros, los Elsberg, nos portamos siempre bien en la mesa, observó.—Pero ¿qué es esto? ¿Estamos comiendo en seco? ¡Vino, José! Eso de engullir sin beber se queda para los animales. ¡Pronto, pronto!
José puso apresuradamente sobre la mesa numerosas botellas.
—¡Acuérdese Vuestra Majestad de la ceremonia de mañana!—dijo Tarlein.
—¡Eso es, mañana!—repitió el viejo Sarto.
El Rey vació una copa a la salud de «su primo Rodolfo,» como tenía la bondad de llamarme, y yo apuré otra en honor «del color de los Elsberg,» brindis que le hizo reír mucho. No diré si era buena la carne que comíamos, pero sí que los vinos eran exquisitos y que les hicimos justicia. Tarlein se aventuró una vez a detener la mano del Rey.
—¿Cómo se entiende?—exclamó éste—Acuérdate, Federico, de que debes partir mañana antes que yo, y por lo tanto tienes que dejar de beber dos horas antes.
Tarlein vio que yo no comprendía.
—El coronel y yo—me explicó,—saldremos de aquí a las seis de la mañana para ir a caballo a Zenda, regresaremos con la guardia de honor a las ocho, y entonces cabalgaremos todos juntos hasta la estación.
—¡El diablo cargue con la tal guardia de honor!—gruñó Sarto.
—No, ha sido una atención muy delicada de mi hermano el pedir esa distinción para su regimiento—dijo el Rey.—¡Ea, primo! Tú no tienes que levantarte temprano. ¡Venga otra botella!
Y despaché otra botella, o, mejor dicho, parte de ella, porque lo menos los dos tercios de su contenido se los apropió el monarca. Tarlein renunció a predicar moderación y pronto nos pusimos todos tan alegres de cascos como sueltos de lengua. El Rey empezó a hablar de lo que se proponía hacer; Sarto, de lo que había hecho; Tarlein se destapó por unas aventuras amorosas, y a mí me dio por encomiar los altos méritos de la dinastía de los Elsberg. Hablábamos todos a la vez y seguíamos al pie de la letra la máxima favorita de Sarto: mañana será otro día.
—Por fin, el Rey puso su copa sobre la mesa y se reclinó en la silla.
—Ya he bebido bastante—dijo.
—No seré yo quien contradiga al Rey—asentí.
La verdad es que había bebido demasiado. Y entonces se presentó José y puso delante del Rey un venerable frasco, que, por su apariencia, debía de haber reposado largos años en obscuro sótano.
—Su Alteza el duque de Estrelsau me ordenó presentar este frasco al Rey cuando hubiese gustado ya otros vinos menos añejos, y suplicarle que lo bebiera en prenda del cariño que le profesa su hermano.
—¡Bravo, Miguel!—exclamó el Rey.—¡Destápalo pronto, José! ¿Pues qué se ha creído mi caro hermano? ¿Que me iba a asustar una botella más?
Destapado el frasco, José llenó el vaso del Rey. Apenas hubo probado el vino nos dirigió una mirada solemne, muy en consonancia con el estado en que se hallaba, y dijo:
—¡Caballeros, amigos míos, primo Rodolfo (¡cuidado que es escandalosa la historia esa, Rodolfo!), la mitad de Ruritania os pertenece desde este momento. ¡Pero no me pidáis una sola gota de este frasco divino, que vacío a la salud de... de ese taimado, del bribón de mi hermano, Miguel el Negro!
Y llevándose el frasco a los labios bebió hasta la última gota, lo lanzó después lejos de sí y apoyando los brazos en la mesa dejó caer sobre ellos la cabeza.
Bebimos una vez más a la salud del Rey y es todo lo que recuerdo de aquella noche. Que no es poco recordar.
IV
el rey acude a la cita
Al despertarme no hubiera podido decir si había dormido un minuto o un año. Me despertó repentinamente una sensación de frío; el agua chorreaba de mi cabeza, cara y traje, y frente a mí divisé al viejo Sarto, con su burlona sonrisa y con un cubo vacío en la mano. Sentado a la mesa, Federico de Tarlein, pálido y desencajado como un muerto.
Me puse en pie de un salto, y exclamé encolerizado:
—¡Esto pasa de broma, señor mío!
—¡Bah! No tenemos tiempo de disputar. No había modo de despertarlo, y son las cinco.
—Repito, coronel...—iba a continuar más irritado que nunca, aunque medio helado el cuerpo, cuando me interrumpió Tarlein apartándose de la mesa y diciéndome:
—Mire usted, Raséndil.
El Rey yacía tendido cuan largo era en el suelo. Tenía el rostro tan rojo como el cabello y respiraba pesadamente. Sarto, el irrespetuoso veterano, le dio un fuerte puntapié, pero no se movió. Entonces noté que la cara y cabeza del Rey estaban tan mojadas como las mías.
—Ya hace media hora que procuramos despertarlo—dijo Tarlein.
—Bebió