El prisionero de Zenda. Anthony Hope

El prisionero de Zenda - Anthony Hope


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a saber—dijo Sarto.

      —Hay que llamar a un médico.

      —No encontraríamos uno en tres leguas a la redonda; y además ni cien médicos son capaces de hacerlo ir a Estrelsau. Sé muy bien en qué estado se halla. Todavía seguirá seis o siete horas por lo menos sin mover pie ni mano.

      —¿Y la coronación?—exclamé horrorizado.

      Tarlein se encogió de hombros, como tenía por costumbre.

      —Tendremos que avisar que está enfermo—dijo.

      —Me parece lo único que podemos hacer—asentí.

      El viejo Sarto, en quien la francachela de la víspera no dejara el más leve rastro, había encendido su pipa y fumaba furiosamente.

      —Si no lo coronan hoy—dijo,—apuesto un reino a que no lo coronan nunca.

      —¿Pero, por qué?

      —Toda la nación, puede decirse, está esperándolo allá en la capital con la mitad del ejército, y digo, con Miguel el Negro a la cabeza. ¿Mandaremos a decirles que el Rey está borracho?

      —¡Que está enfermo!

      —¿Enfermo?—repitió Sarto con sarcasmo.—Demasiado saben la enfermedad que le aqueja. No sería la primera vez.

      —Digan lo que quieran—repuso Tarlein con desaliento.—Yo mismo llevaré la noticia y la daré lo mejor que sepa y pueda.

      —¿Creen ustedes que el Rey está bajo la influencia de un narcótico?—preguntó Sarto.

      —Yo sí lo creo—repliqué.

      —¿Y quién es el culpable?

      —Ese infame, Miguel el Negro—rugió Tarlein.

      —Así es—continuó el veterano;—para que no pudiera concurrir a la coronación. Raséndil no conoce todavía a nuestro sin par Miguel. Pero usted, Tarlein, ¿cree usted que el Duque no tiene ya elegido candidato al trono, el candidato de la mitad de los habitantes de Estrelsau? Tan cierto como hay Dios, Rodolfo pierde la corona si no se presenta hoy en la capital. Cuidado que yo conozco a Miguel el Negro.

      —¿No podríamos llevarlo nosotros mismos a la ciudad?—pregunté.

      —Bonita figura haría—dijo Sarto con profundo desprecio.

      Tarlein ocultó el rostro entre las manos. La respiración del Rey se hizo más ruidosa y Sarto lo empujó con el pie.

      —¡Maldito borracho!—murmuró.—¡Pero es un Elsberg, es el hijo de su padre, y el diablo me lleve si permito que Miguel el Negro usurpe su puesto!

      Permanecimos en silencio algunos instantes; después Sarto, frunciendo las pobladas cejas y retirando su pipa de la boca, dijo dirigiéndose a mí:

      —A medida que el hombre envejece cree en el hado. El hado lo ha traído a usted aquí y el hado lo lleva también a Estrelsau.

      —¡Cielo santo!—murmuré, retrocediendo tembloroso.

      Tarlein me miró con viva ansiedad.

      —¡Imposible!—dije sordamente.—Lo descubrirían.

      —Es una posibilidad contra una certeza—dijo Sarto.—Si se afeita usted apuesto a que nadie duda que sea el Rey. ¿Tiene usted miedo?

      —¡Señor mío!

      —¡Vamos, joven, calma! Ya sabemos que si lo descubren le cuesta a usted la vida, y también a mí y a Federico. Pero si se niega usted, le juro que Miguel el Negro se sentará en el trono antes de que acabe el día y el Rey yacerá en una prisión o en su tumba.

      —El Rey no lo perdonaría nunca—balbuceé.

      —¿Pero somos mujerzuelas o qué? ¿Quién se cuida de que el Rey perdone o no?

      Medité profundamente, y en la habitación no se oía otro rumor que el tic-tac del reloj, cuyo péndulo osciló cincuenta, sesenta, setenta veces; por fin mi rostro debió reflejar mis pensamientos, porque de repente el viejo Sarto asió mi mano y exclamó conmovido:

      —¿Irá usted?

      —Sí, iré—dije mirando el postrado cuerpo del Rey.

      —Esta noche—continuó Sarto apresuradamente y en voz baja,—debemos pasarla en palacio, de acuerdo con el programa trazado de antemano. Pues bien, apenas nos dejen solos, se queda Federico de guardia en la cámara del Rey, montamos a caballo usted y yo y nos venimos aquí a escape. El Rey estará esperándonos, informado de todo por José, e inmediatamente se pondrá conmigo camino de Estrelsau, mientras que usted saldrá disparado para la frontera, como si lo persiguiera una legión de demonios.

      Comprendí el plan en un instante e hice un ademán de aprobación.

      —Siempre es una probabilidad—dijo Tarlein,—que por primera vez mostraba alguna confianza en el proyecto.

      —Si antes no descubren la substitución—indiqué.

      —¡Y si la descubren, yo me encargo de mandar a Miguel el Negro a los profundos infiernos antes de que me toque el turno, como hay Dios!—exclamó Sarto.—Siéntese usted en esa silla, joven.

      Obedecí y él se precipitó fuera de la habitación, gritando: «¡José, José!» Volvió a los dos minutos y José con él, trayendo este último un jarro de agua caliente, jabón y navajas de afeitar. El pobre mozo tembló al oir las explicaciones que el coronel creyó necesario darle antes de decirle que me afeitase.

      De repente Tarlein se dio una palmada en la frente exclamando:

      —¡Pero la guardia, la guardia de honor, que vendrá aquí, verá y se enterará de todo!

      —¡Bah! No la esperaremos. Iremos a caballo a la estación de Hofbau, donde tomaremos el tren, y cuando llegue la guardia ya habrá volado el pájaro.

      —¿Y el Rey?

      —En el sótano, adonde lo voy a transportar ahora mismo.

      —¿Y si lo descubren?

      —No lo descubrirán. José se encargará de despistarlos.

      —Pero...

      —¡Basta ya!—rugió Sarto, dando una patada en el suelo.—¡Por vida de! ¿No sé yo lo que arriesgamos? Si lo descubren no se verá en peor predicamento que si no lo coronan hoy en Estrelsau.

      Hablando así abrió la puerta de par en par e inclinándose asió y levantó en sus brazos el cuerpo del Rey, dando prueba de un vigor que yo estaba lejos de suponerle. En aquel instante apareció en la puerta la madre de Juan el guardabosque. Permaneció allí algunos momentos y sin manifestar la menor sorpresa nos volvió la espalda y se alejó por el corredor.

      —¿Habrá oído?—preguntó Tarlein.

      —¡Yo le cerraré la boca!—dijo Sarto con siniestro acento;—y salió llevándose el cuerpo inerte del Rey.

      Por mi parte, me dejé caer, medio alelado, en amplio sillón, y José procedió a rasurarme sin pérdida de momento; no tardó en desaparecer mi pobre barba, quedando mi cara tan monda como la del Rey. Al mirarme Tarlein, no pudo menos de exclamar, asombrado:

      —¡Por Dios vivo! ¡Ahora sí que realizaremos nuestro plan.

      Eran las seis y no teníamos tiempo que perder. Sarto me llevó apresuradamente al cuarto del Rey, donde me puse el uniforme de coronel de la Guardia Real, no olvidando preguntar a Sarto, mientras me calzaba las botas, qué había sido de la vieja.

      —Me juró que nada había oído—contestó el coronel;—pero para mayor seguridad la até de manos y pies, la amordacé de firme y la tengo bajo llave en la carbonera, pared por medio del sótano donde duerme el Rey. José cuidará de ambos más tarde.


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