VIH y Terapia de Aceptación y Compromiso: adherencia, protocolos de intervención y casos clínicos. Ana Fernanda Uribe Rodríguez

VIH y Terapia de Aceptación y Compromiso: adherencia, protocolos de intervención y casos clínicos - Ana Fernanda Uribe Rodríguez


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estado de ánimo y las preocupaciones en torno a la salud y el futuro, con frecuencia, se mantienen en secreto, lo que limita las posibilidades de que el entorno social proporcione el apoyo necesario en los ámbitos emocional y práctico. La persona afectada tendrá que enfrentarse pronto a una toma de decisiones en torno a la revelación del diagnóstico y necesitará valorar con qué personas cercanas y en qué momento comparte la información sobre su condición de seropositivo y su estado de salud. Esta toma de decisiones que, en muchos casos, se inclina hacia la revelación de esta información a un número limitado o muy limitado de allegados, supone un estrés añadido al diagnóstico.

      Las posibles reacciones adversas de algunas personas del entorno y las experiencias de discriminación pueden complicar el afrontamiento. No obstante, el estigma estaría muy presente, incluso, aunque no se haya experimentado el rechazo en primera persona. De este modo, a la experiencia de pérdida de la salud se sumará el probable sentimiento de soledad y la preocupación o el miedo en torno a que alguien pueda descubrir el diagnóstico. Además, el diagnóstico de una enfermedad crónica transmisible y asintomática supone para muchos pacientes un cuestionamiento del propio futuro y del proyecto de vida (Edo & Ballester, 2006).

      También se ha señalado cómo los pacientes seropositivos, con frecuencia, manifiestan somatización, comportamientos obsesivo-compulsivos e hipocondría (Ballester, 2005), en relación con la preocupación a padecer síntomas de la enfermedad. Las secuelas psicológicas más citadas en la literatura en el ámbito del VIH son la ansiedad y la depresión. El nivel de ansiedad y depresión en VIH llega a superar al de los pacientes oncológicos, así como su preocupación por la salud y la interferencia de su salud en sus vidas, mientras que es menor su percepción de apoyo social y su autoestima (Edo & Ballester, 2006).

      Entre las repercusiones psicosociales de la infección por VIH, la depresión se ha citado como un predictor de resultados negativos en los pacientes, en concreto menor adherencia a la medicación, peor calidad de vida y funcionalidad, peores resultados del tratamiento y la eventualidad de empeoramiento de la progresión de la enfermedad y mayor riesgo de mortalidad, así como mayor riesgo de transmisión del virus (Nanni, Caruso, Mitchel, Meggiolaro & Grassi, 2015). El ánimo depresivo parece ser uno de los factores con más peso sobre la salud mental, influido a su vez por el estrés que ocasiona el VIH y la autonomía personal (Ballester, Gómez, Fumaz, González, Remor & Fuster, 2016).

      La depresión es el trastorno mental más frecuente en pacientes con VIH porque su incidencia asciende al doble o el cuádruple que entre la población general (Salazar, 2018). La presencia de depresión está asociada con peor calidad de vida y baja adherencia, lo que afectaría la evolución de la infección, medida a través del deterioro del sistema inmune y mayor riesgo de progresión a sida y de mortalidad (Trépanier, Rourke, Bayoumi, Halman, Krzyzanowski & Power, 2005; Jin et al., 2006; Nanni, Caruso, Mitchell, Meggiolaro & Grassi, 2015; Gonzalez, Batchelder, Psaro & Safren, 2011). Así mismo, la depresión en mujeres con VIH está asociada con mayor riesgo de mortalidad no sólo como resultado de la progresión a sida, sino debido a mayor probabilidad de otros riesgos añadidos como accidentes, violencia y sobredosis de alcohol y drogas (Treisman & Angelino, 2007).

      Entre los factores de riesgo de depresión en pacientes VIH se han mencionado el género femenino (Richards, 2011), y una edad superior a 50 años (quizás debido al mayor riesgo de comorbilidades y daño cognitivo en pacientes de mayor edad) (Watkins & Treisman, 2012; McArthur, Steiner, Sacktor & Nath, 2010). También se han señalado como factores de riesgo condiciones psicosociales como desempleo, bajo nivel de ingresos, bajo apoyo social, consumo de drogas o baja autoeficacia (Springer, Chen & Altice, 2009; Omiya, Yamazaki, Shimada & Ikeda, 2014). Así mismo, se ha relacionado la depresión en VIH con el autojuicio (Eller et al., 2014). Otros factores que predicen mayor riesgo de depresión son el impacto de eventos vitales negativos y la discapacidad (Olley, Seedat, Nei & Stein, 2004).

      La depresión en personas que viven con el VIH parece estar relacionada con el peso asociado a sufrir una enfermedad crónica que supone una amenaza para la vida (Clarke & Currie, 2009), el impacto en la vida diaria y las relaciones interpersonales, la conciencia de que la enfermedad puede ser controlada pero no curada, el estigma relacionado con los estilos de vida, la necesidad de una adherencia estricta a los antirretrovirales, y la ocurrencia de complicaciones y comorbilidades (Nanni et al., 2015). También se ha identificado la influencia significativa que juega la pérdida experimentada por los pacientes en la percepción de síntomas y la depresión, cuando son controladas otras variables (Golub, Gamarel & Rendina, 2014). Además, numerosos estudios avalan que el estigma y la falta de apoyo social parecen estar fuertemente asociados con la depresión en pacientes con VIH (Logie & Gadalla, 2009; Nachega et al. 2012; Agrawal, Srivastava, Goyal & Chaudhury, 2012; Stutterheim et al., 2009; Breet, Kagee & Seedat, 2014).

      Reacciones y trastornos asociados con ansiedad también son frecuentes en VIH. Entre las respuestas emocionales más habituales se encuentra la inseguridad en torno al futuro y el miedo a la enfermedad (Salazar, 2018). También, se ha reportado como barreras psicosociales que disminuyen la motivación para asistir a las citas de control y tomar los medicamentos, la presencia de angustia, falta de propósito en la vida, negación de la necesidad de dedicarse atención a sí mismo, confianza insuficiente en la eficacia de la atención o del sistema de salud, muerte de seres queridos que conlleva un duelo o pérdida de apoyo social y la participación en comportamientos específicos de evitación como el consumo de drogas y alcohol (Georgia et al., 2018).

      El estigma es un proceso mediante el cual se atribuye a una persona o grupo, una característica que desprestigia a ojos de los demás (Goffman, 2009), y hace referencia a identificar y etiquetar determinadas diferencias en el ser humano, lo que implica relacionar a las personas etiquetadas con estereotipos negativos, como si se tratara de una categorización que facilita la discriminación y la desigualdad (Link & Phelan, 2001). El estigma implica identificar y reprobar a personas que se apartan de la norma social, lo que incrementa la ansiedad y los sentimientos de amenaza en la población, que se protege a través del estigma y el rechazo para aumentar su sensación de control y reducir su ansiedad (Goffman, 2009).

      El estigma es experimentado a través de 3 mecanismos: estigma declarado (grado en que la persona ha experimentado prejuicios y discriminación de otras personas de su comunidad), anticipado (grado en que espera experimentar prejuicios y discriminación en el futuro) e internalizado (grado en que las creencias y sentimientos negativos asociados con el VIH son interiorizados) (Earnshaw & Chaudoir, 2009). Se ha constatado que la internalización del estigma es en sí misma una fuente de estigma (Tsutsumi & Izutsu, 2010; Fuster & Molero, 2011).

      Se han reportado diferentes consecuencias que presentan las personas estigmatizadas, tales como mayores síntomas de hipertensión arterial, menor esperanza de vida, amenaza a la identidad y presencia de malestar psicológico y emocional (Major & O´Brien, 2005), de modo que podría afectar al sistema inmunológico en tanto se incrementa la vulnerabilidad a padecer más infecciones, desembocando en una más rápida progresión de la enfermedad. En el contexto social, el estigma proporciona una identidad negativa a los individuos pertenecientes a los grupos estigmatizados puesto que se forman un autoconcepto negativo y propicia su exclusión, de tal forma que desencadena eventuales violaciones en sus derechos e imposibilita su pleno desarrollo personal (Fuster & Molero, 2011).

      El estigma relacionado con el VIH se ha asociado con resultados perjudiciales para las personas que viven con VIH/sida (Earnshaw & Chaudoir, 2009; Skinta et al., 2014), lo que reduce significativamente su bienestar, afecta la adherencia a la medicación y el contacto con los proveedores médicos. Por otra parte, por este miedo a la estigmatización y al juicio, muchas personas evitan hablar de su diagnóstico y reprimen los pensamientos asociados con vivir con el VIH. Esta supresión conduciría a exacerbar los síntomas y disminuir los niveles de salud mental y física, es decir, se limita la apertura de muchos pacientes con respecto a su enfermedad y su gestión (Moitra et al., 2011).

      El estigma asociado con el VIH y la resultante discriminación en muchos


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