Calamares en su tinta. Juan Esteban Constaín

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       (La soledad sonora de Nicolás Gómez Dávila)

      Este año –algún día de mayo, para ser muy preciso– se cumple el primer centenario del nacimiento de don Nicolás Gómez Dávila, uno de los mejores escritores que ha dado Colombia y uno de los pensadores más profundos e inquietantes, y más lúcidos y sabios, de la filosofía occidental. Un erudito, un maestro, un señor. Dirán que exagero y es cierto: exagero con la parquedad de mis elogios. Así que en esta primera columna del 2013 doy el tiro de salida del aniversario y sus celebraciones.

      Don Nicolás fue durante muchísimo tiempo una especie de dicha clandestina y hermética: un secreto que pasaba de mano en mano, un pensador silencioso cuyo nombre era la seña masónica de quienes habían entrado, cada cual a su manera, por milagro, en una obra excepcional y prodigiosa. Lo dijo Hernando Téllez en su artículo de 1955 sobre Notas, el primer libro de Gómez Dávila, publicado en México sólo para sus amigos: un estilo así no puede compararse sino con el de los clásicos.

      Y era obvio que algún día ese tesoro oculto se iba a hacer famoso y todo el mundo le haría justicia; no podía no pasar. Primero fueron los alemanes que lo tradujeron deslumbrados, luego los italianos y los polacos, luego los franceses, luego los ingleses, luego los españoles que aún esperan también su traducción. Vinieron además las impecables ediciones de Benjamín Villegas y el entusiasmo del gran Franco Volpi, que este año hará más falta que nunca.

      Pero en el fondo, a pesar de la fama y del ruido, a pesar sobre todo del abuso ideológico que se puede hacer de ese pensamiento inasible que es la negación misma de la ideología y de la estupidez, en el fondo la obra de don Nicolás Gómez Dávila sigue siendo lo que siempre fue, lo que él quiso que fuera: una aventura solitaria y rebelde, el diálogo en la noche con los asuntos esenciales de la condición humana. Quizás ese sea el “texto implícito” al que se refieren los escolios, no lo sé.

      Claro: Gómez Dávila era un conservador y un católico, un reaccionario en el viejo sentido de la palabra, un aristócrata, un enemigo feroz de la modernidad y sus miserias, un crítico de la democracia. Para decir eso escribió sus libros, ni más faltaba. Pero quien lo asuma como todas esas cosas desde la caricatura y el fetiche, desde la militancia partidista o sectaria, es porque no lo entendió ni entiende nada. Y en él va a encontrar, sin darse cuenta siquiera, lo cual es mucho peor, al más implacable de los verdugos.

      Porque la obra de don Nicolás Gómez Dávila, aunque resulte paradójico decirlo, es un instrumento libertario y provocador, casi revolucionario: una invitación a pensarlo todo sin concesiones ni dobleces, una oportunidad para cuestionar desde el fondo los dogmas de la modernidad, tan soberbios, tan ingenuos. En cada escolio, en cada nota, en cada texto suyo, acechan como sombras las voces de los más grandes inconformes de la historia y la filosofía, desde Platón hasta Nietzsche. Como sombras, como antorchas.

      Nicolás Gómez Dávila nació el 18 de mayo de 1913. Pasó buena parte de su niñez y adolescencia en Europa, bajo el cuidado de tutores personales que lo iniciaron en las literaturas y en las lenguas y en el amor por los clásicos griegos y latinos. Por eso decía ser, más que un católico, «un pagano que cree en Cristo». Luego volvió a Bogotá para encerrarse en su biblioteca infinita a leer y a escribir. De él aprendí que la Ilíada y la Odisea son el otro Antiguo Testamento que tenemos los cristianos.

      Vivió con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres. Que esta celebración sea un pretexto más para oír otra vez su soledad.

       (El corazón de Guillem de Cabestany)

      Ando de viaje por las carreteras de Colombia, de Bogotá a la tierra caliente. El paraíso: los quesillos, las achiras, los helados derretidos en los peajes, los cambios de vegetación y de clima cada diez minutos, los trancones apocalípticos en La Línea, los mecánicos espontáneos y truculentos del camino. Los buses sin freno que siempre llevan en el dorso la cínica pregunta, «¿Cómo conduzco?», respondida de manera magistral por mi gran amigo Alfonso Noguera Arias: «No me lo explico».

      El 20 de diciembre, a las tres de la tarde, paré a almorzar en un sitio entre Armenia y Cali, yendo por La Tebaida, como para empezar a meterle a esto, ya, el tema de lo clásico. Un típico restaurante de carretera, perfecto: la parrilla al aire, empedrado, perros rondando cada mesa y cada plato. Humo y palmeras. Y la mejor gaseosa del mundo (ni lo voy a discutir) que es un privilegio histórico de quienes nacimos en algún lugar del Gran Cauca: la Popular, solo comprable a la Kola Sol.

      Y claro, un equipo de sonido ni el berraco; más caro que todo el restaurante. Yo esperaba que estuviera sonando allí algo digno, música de balneario, Sergio Vargas, Rey o Maelo Ruiz, el erudito Willie González. Pues no: sonaba una canción absurda de Ainhoa, una española, con un verso que no me he podido borrar de la cabeza desde entonces, al punto de que aquí lo escribo: «Tiré la llave al río y luego me comí tu corazón».

      No, no estoy bajo los efectos del licor; ya quisiera. Es solo que siempre me ha intrigado descubrir en la cultura popular ecos inconscientes de los temas de la literatura clásica. Que entre otras cosas no era sino eso, a su vez: la evocación y el entretejimiento de temas antiguos y sabidos (tópicos, lugares comunes), que hacían posibles las historias y que se remontaban en el tiempo hasta lo más lejano, a la esencia de las cosas y las criaturas. Por eso toda cultura, en el fondo, es popular.

      Lo oye uno en los vallenatos de antes –los mejores, los que canta con aire de jazz el gran Chabuco Martínez, el mejor–, que recogen sin aspavientos tradiciones narrativas indias, y persas, y árabes; cosas que salen de Las mil y una noches, de El collar de la paloma. O en el blues del Misisipi, cuando los esclavos cantaban, sin saberlo, historias de Homero y de Ovidio. El cruce de caminos.

      El verso ese de Ainhoa se quedó conmigo quizás por esa razón depravada: porque es la leyenda medieval del corazón comido, de origen indio y que la literatura romana (otra vez Ovidio, tan grande y tan triste) explotó con malicia y elegancia. Una leyenda visitada por Stendhal y el Marqués de Sade, por Mujica Láinez y por Shakespeare. Siempre igual: el corazón como alimento del amor prohibido; el corazón, el amor como castigo.

      Pero fue en la Edad Media cuando mejor se contó esa historia, y no debería sorprendernos: de ella hablaron Dante, Petrarca, Boccaccio. Y Jakemes, el autor de una novela deliciosa: El libro del castellano de Coucy. Su verdadero protagonista fue el trovador Guillem de Cabestany, quien se enamoró de la mujer de su señor. Ella le dijo, con una sonrisa, que no, que volviera mañana. Que no era fácil. Y el caballero volvió hasta que le dijeron que sí.

      Cuando el marido lo supo, le quitó el corazón al amante de su esposa, lo puso a hervir con azafrán, y luego se lo dio a comer a ella en un banquete. Solo al final le dijo la verdad; la dama saltó por el balcón. Decía en una canción de amor cortés el pobre Guillem de Cabestany, antes de que se lo comieran, su corazón: «Que el mal me es un placer sutil, y el poco bien, dulce alimento…».

      Por si aún queda alguien leyendo esto, le deseo un feliz año. Un corazón y un amor y un balcón.

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