Calamares en su tinta. Juan Esteban Constaín

Calamares en su tinta - Juan Esteban Constaín


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en la Edad Media, mientras los hombres lo miran absortos: «Isti mirant stella», estos admiran la estrella.

      Ese fue el mismo cometa, el cometa Halley, que muchos aquí salimos a ver una noche de 1986. Y no lo vimos, claro que no, pero sabíamos que allí estaba, que allá iba: ese año providencial del Mundial de México y su barrilete cósmico. Estos admiran la estrella, aunque no la vean. ¿Sirve de algo llegar a un cometa? Quizás nos sirva, han dicho ahora los científicos, para responder una pregunta menor: de dónde venimos, cuál es el origen del mundo.

      Y hay quienes creen que es poca cosa. No importa: piensan lo mismo de la poesía.

       (James Boswell)

      La literatura y el pensamiento están llenos de parejas célebres y heroicas: don Quijote y Sancho, quizás la mejor; Dante y Virgilio, aunque en realidad allí lo que había era un trío, con Beatrice; Goethe y Eckermann, Borges y Bioy Casares, Garzón y Collazos, Ortega y Gasset: como si el mundo tuviera sentido solo de dos en dos, como si la vida compartida así fuera más llevadera y feliz. Y es probable que sí.

      Pero de esas parejas literarias hay una que ha ido cambiando a través de la historia aunque acaso ya no le importe a nadie y pocos la recuerden o la frecuenten o sepan de ella; una cuyos dos miembros principales (porque eran pareja pero también extensa comunidad: un imán del que muchos se fueron pegando; un mundo entero, un refugio y un bar) se han ido trasladando, como planetas que se mueven por el sistema solar.

      Me refiero a la pareja del doctor Samuel Johnson y su amigo James Boswell: un genio el primero, quizás el hombre más inteligente de su siglo, el siglo XVIII, quizás el siglo más inteligente de la historia; un idiota el segundo: un hombre elemental y disoluto y bohemio, ingenuo, vividor, festivo y enamorado y banal: un amigo de sus amigos –el mejor–, un zoquete consciente de serlo y agradecido por vivir rodeado de sabios y luminarias.

      De hecho, eso es lo que más sorprende y emociona hoy de los libros de Boswell, el buen señor Boswell: que por ellos pasa todo el mundo, la gente más importante y brillante de su época. Desde Adam Smith hasta el actor Garrick, desde el naturalista Joseph Banks o el historiador Edward Gibbon hasta Voltaire y Rousseau. De todos fue amigo o conocido, a todos los vio y los hizo hablar. Como un Forrest Gump del Siglo de las Luces.

      Siempre se las arreglaba para estar en el momento justo, siempre. Como cuando fue a visitar al filósofo empirista David Hume, quien por casualidad se estaba muriendo ese día. Se le acercó entonces al lecho de muerte, Boswell, y le preguntó si no se arrepentía, si no era mejor creer en Dios para encontrarse en el cielo con los amigos que se le habían adelantado. Le respondió Hume: «Ellos tampoco creían en Dios, no van a estar allá».

      Pero su gran adoración y admiración sí era Johnson, el doctor Johnson: lo seguía a todas partes, viajaba con él, anotaba por las noches, en un diario, todas sus frases y sus consejos y lo que les hubiera pasado durante el día. Lo oía con reverencia y devoción, cual si fuera un Dios, y no toleraba que nadie en su presencia hablara mal de él, jamás. Y si alguien lo hacía, se levantaba como un caballero y le daba un feroz bastonazo.

      Lo curioso es que Johnson, cuya obra maestra fue la lengua inglesa, de la que escribió un diccionario, su libro más famoso, lo curioso es que Johnson despreciaba a Boswell y lo reprendía todo el tiempo. O más que despreciarlo, lo trataba con resignación y condescendencia: una estatua que le habla desde su pedestal a un pobre mortal que la adora deslumbrado, ciego de amor.

      Y sin embargo, con los años y los siglos –ahí está el detalle–, ese mundo tan brillante y genial es comprensible y tolerable solo en la mirada de Boswell. Gracias a ella lo conocemos mejor, lo disfrutamos de verdad, lo recordamos siquiera. Es en su relato donde esas mentes privilegiadas encontraron la eternidad y la salvación; de no ser por él, en muchos casos, nadie se acordaría de quién era quién allí.

      Boswell, además, resultó ser el mejor escritor de su tiempo: el más talentoso para retratar el alma de la gente; el más sutil, el más divertido, el más profundo. Sin pretensiones ni arrogancia, sin creerse nada y sin buscar la gloria.

      Un hermoso ejemplo y sobre todo una advertencia. Para que nunca menospreciemos a nadie: ahí bien puede estar el genio que nos salve.

       (El funeral de Gabriel García Márquez)

      La única vez en mi vida que lo vi fue a lo lejos y en su funeral, hace siete años. Llegó de blanco y con una corbata de flores, como levitando, de la mano de su esposa y esperado por un rey. Era el congreso de la lengua española en Cartagena de Indias y allí se despidió de todos; como en ese sueño de su propia muerte, en el que aprendió, según dijo luego, que morirse es no estar nunca más con los amigos.

      Ese día de su funeral fue una fiesta, como a él, con sus pavores de brujo, le habría gustado tanto que lo fuera. Con esa tristeza que solo puede causar la alegría, es decir la nostalgia; las flores que se apagan en las manos de quien las celebra. Recuerdo el discurso de Muñoz Molina, bellísimo, y el de Tomás Eloy Martínez sobre nuestra lengua y sus lugares, que acabó con una frase que parecía un verso: «Madre, mamá, mamá grande».

      Después vino su propio discurso: la oración fúnebre que pronunció el difunto, allí, parado sobre su gloria. Dijo que aún no podía salir del asombro: que ni siquiera su fe en las estrellas había logrado explicarle bien cómo era posible que tanta gente quisiera leer algo escrito por él en la soledad de su cuarto, «con veintiocho letras del alfabeto y dos dedos como todo arsenal». Contó entonces la historia de su gran libro, ese río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes, y cómo lo había partido en dos para que cupiera en el correo.

      Y mientras iba leyendo su propia historia, esos recuerdos que ya no eran suyos, el maestro se rio. Como si los estuviera viviendo por primera vez en la vida. Y así era; sin que nadie lo supiera entonces, o casi nadie, así era. Porque su más fundada certeza, la del olvido, se estaba empezando a cumplir ya. Pero el arte de García Márquez es tan grande que incluso podía redimirlo a él mismo de su memoria perdida. Ese día de su funeral cayeron del aire mariposas amarillas de papel. Amuletos, pedazos de la vida de todos los que estábamos allí.

      Sé que a estas alturas todo lo que se podía decir de él ya se dijo. Incluso me cuentan que alguien lo condenó muy rápido al infierno. Ojalá: allí queda el paraíso de los escritores. Y García Márquez fue uno de los más grandes, aunque nuestros profesores quisieran volverlo lo peor que pueda ser nadie, una tarea. Pero su obra es tan bella que ni siquiera el colegio la pudo arruinar, y él se dio el lujo, como Cervantes, de ser al mismo tiempo un autor impuesto y un autor prohibido: uno al que hay que leer a escondidas para no tener que leerlo en clase.

      Todo se debe de haber dicho ya: lo bueno y lo malo, lo justo. Que traicionó a Colombia, dirán algunos con su alma de piedra, como si no fuera Colombia la que nos traiciona siempre, «el patriotismo es el último refugio del canalla». Que se fascinaba con el poder, que su estilo era un milagro y una maldición. Que sus adjetivos eran solo suyos y en los labios de otros se marchitan y envenenan. Que era mexicano, que no multiplicó los panes y los peces. Como si con sus libros no bastara.

      A mí me conmueven hasta el final sus supersticiones y sus magias, su arte. Que en su enfermedad, hace años, no hubiera querido cambiarse la sangre porque qué tal que el secreto de todo estuviera allí. Que no fuera nunca más a Buenos Aires para no romper el conjuro de su buena suerte. Que acabara como uno más de esos personajes suyos bendecidos por el olvido que saben que solo es posible morirse un jueves santo, mierda, porque solo ese día se muere la gente con una flor amarilla en las manos.

      Insomne el patriarca que raspa los últimos grumos del


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