Calamares en su tinta. Juan Esteban Constaín

Calamares en su tinta - Juan Esteban Constaín


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dueños, que hicieron la Independencia para seguir en el poder, para prolongar la Colonia.

      Eran lo que dije arriba –tenía que decirlo–: unos burócratas, unos hipócritas. Obsesionados con la blancura y la limpieza de sangre, enfrentados con España porque no los reconocía como españoles de verdad; porque la Corona frenaba su apetito, su manera terrible de tratar a los «bárbaros», a los que no eran como ellos. Científicos, sí, que usaron la ciencia para confirmar sus prejuicios religiosos. Lectores de la Biblia más que de Voltaire y de Locke.

      Se trata de un típico caso de gatopardismo: una élite que se sirve de la revolución para que nada cambie y para conservar sus privilegios. Por eso acá el Estado funciona así: porque somos feudales y católicos y autoritarios –todos, víctimas y victimarios–, con ideas modernas que nada tienen que ver con nuestra mentalidad o nuestra vida. Como dijo Guillén Martínez, somos la Encomienda y la Colonia con el disfraz de la República. Todos, los buenos y los malos.

      Un disfraz mal hecho, remendado. Por eso hoy me permitirán que clave esta esquirla del florero en honor de Llorente, quizás el único liberal de verdad que ha habido en nuestra historia. De ahí que los criollos lo apalearan.

       (El poder político en Colombia)

      La editorial Ariel acaba de publicar, no sé si por décima o vigésima vez, el que es quizás el mejor libro que se haya escrito sobre este país, o al menos sobre la obsesión suprema y vesánica de este país –y de todos– que es la política: la manera en que aquí, desde el principio, han conseguido el mando los que mandan. Y también la manera en que los que no mandan han permitido que eso sea así.

      El libro, escrito por Fernando Guillén Martínez, se llama El poder político en Colombia y debería ser estudiado no solo por su contenido, que es riquísimo, sino además por ser una especie de milagro editorial en nuestro medio, pues aunque es un texto académico y teórico, se volvió un libro de culto que se edita y se reedita y se agota como si fuera un libro pirata de superación personal, aunque al final todos los libros lo son.

      De hecho El poder político en Colombia, como lo cuenta Fernán González en el prólogo, circuló primero en una especie de edición clandestina de mimeógrafo, y así siguió por largo tiempo de mano en mano entre sus devotos lectores, hasta que por fin, en 1979, cinco años después de la muerte de su autor, salió como libro y desde entonces no ha parado de imprimirse, quizás ante la mirada perpleja de sus propios editores.

      Lo que explica ese hecho casi milagroso, que un libro así se venda tanto y se agote siempre, es sin embargo una obviedad, y es que el libro es extraordinario y en su momento significó una verdadera revelación y una ruptura, no por discreta menos profunda ni menos importante y explosiva, con la manera en que hasta entonces se pensaba la historia política de Colombia, sus procesos y sus estructuras y sus tradiciones.

      Guillén fue además un magnífico escritor, cultísimo y con un estilo al mismo tiempo conciso y elevado, transparente. Basta leer su libro La torre y la plaza, otra joya, para saber desde la primera página que en él late la voz de un gran prosista. Pero también la voz de un investigador riguroso que tuvo la apertura mental y la inteligencia de usar sin dogmatismo métodos que entonces eran muy novedosos y audaces, al menos acá.

      En un tiempo en el que el pensamiento colombiano, sobre todo el pensamiento histórico y social, exigía el sectarismo de partido o la militancia ideológica y confesional, Guillén Martínez tuvo la valentía de pensar con total libertad –cómo más–, rechazando incluso ideas que muchos de sus contemporáneos aceptaban a rajatabla, como la de la revolución violenta, por ejemplo, o la del odio ciego al legado español en América.

      De ahí parte, entre otras cosas, El poder político en Colombia: de una definición de la forma en que se fueron configurando las estructuras políticas en nuestro país, empezando por la conquista española, que planteó unas relaciones de dominación muy particulares entre el elemento ibérico y el elemento indígena, hasta desembocar en la Encomienda, esa institución política por excelencia de la época colonial.

      Al final, dice Guillén, la Encomienda quedó aquí como la forma más eficaz de organizar el poder, quizás con otros nombres y aun después de la Colonia, hasta hoy. Pero el espíritu fue siempre el mismo: una estructura señorial de caudillos y gamonales que remplazan al Estado, a los partidos, al gobierno, y que hacen de la política una transacción entre ellos y sus beneficiarios, su clientela. La ciudadanía como servidumbre.

      Eso dice Fernando Guillén Martínez y muchas cosas más, demostrando además, como los grandes maestros, que en las ciencias sociales sí se pueden decir cosas profundas con belleza y claridad.

      «En los libros están también las rosas», escribió alguna vez en otra parte. Y el suyo es el mejor que se haya escrito aquí para entender nuestras espinas.

       (Astronomía)

      Debo reconocer que caí un poco tarde a la emoción que produjo en el mundo –en el espacio, qué carajo– la llegada el 12 de noviembre del aterrizador Philae al cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko*. Vi las noticias, claro, porque no se hablaba sino de eso. Pero solo hasta ahora, casi ocho días después, puedo sentarme frente al computador a saber bien cómo fue todo, desde el desprendimiento del módulo de la sonda espacial Rosetta hasta su entrada por fin al destino final, dando tumbos.

      Y la verdad es que como uno no sabe nada de eso, ni de nada, lo que alcanza a ver o a entender de lo que ve allí es muy poco, y al final lo que cuenta y lo que queda, por lo menos en mi caso, son algunos relatos y algunas imágenes: como fulgores (como poemas) que lo explican todo, así uno no entienda nada; porque en el fondo esa es quizás la única manera de entender aunque sea un poco: con la emoción y el asombro; con la certeza inamovible de que algo es importante así no sepamos muy bien por qué.

      Eso tiene la astronomía de hermoso, aunque quizás esté diciendo una pura herejía de ignorante y de profano. Pero sus hazañas y sus misterios y sus revelaciones nos emocionan tanto a todos, o a casi todos, así no entendamos nada, porque en ellos está también la poesía: la magia que mueve al Universo; la ciencia ficción; la música de las esferas; la fe o sus vacilaciones. Fenómenos que han acompañado al hombre desde que está en la Tierra y que lo han hecho ser lo que es, aun hoy.

      Porque de todas las ciencias quizás no haya ninguna más ambiciosa o más desarrollada que la astronomía –no lo sé, otra herejía–, pero tampoco debe de haber otra que conserve un apego tan profundo a sus fundamentos filosóficos, a sus orígenes. El Universo, voy a decir una solemne tontería, es el gran misterio de la humanidad, y la astronomía ha sido uno de los caminos más bellos que nuestra especie ha trazado para descifrarlo. No en vano ese camino se ha cruzado tantas veces con el de la religión, porque a veces «en las grietas está Dios, que acecha».

      Además creemos, de manera equivocada, que la ciencia es solo razón y distancia, la fría comprensión de las cosas más frías. Es al revés, o debería serlo. Por lo menos en el caso de quienes estaban al mando de la misión de la sonda Rosetta en la Agencia Espacial Europea lo era. Había que ver sus gritos de felicidad, sus lágrimas, su emoción por el milagro que estaban logrando. Me conmovió sobre todo la escena de la doctora Mónica Grady, en la BBC, cuando se supo que Philae ya estaba por fin en el cometa: lloraba y daba alaridos de felicidad, sin poder creerlo.

      No es para menos: diez años y poco más duró la extenuante proeza de cazar al cometa alrededor del Sol, para luego ensillarlo y saber sus secretos. ¿De qué está hecho un cometa? No lo sé, más herejías: de rocas, de polvo, de gases, de hielo: ese amasijo incandescente que cada tanto, desde el principio


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