Calamares en su tinta. Juan Esteban Constaín

Calamares en su tinta - Juan Esteban Constaín


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siglo XVIII, de verdadero apellido Meggot, por el que Dickens sentía una extraña fascinación (también lo menciona en Nuestro común amigo), y cuya mezquindad era tanta como su infinita riqueza, heredadas ambas de su padre y de su tío. Era tan rico que vivía en un castillo, pero era tan tacaño que allí vivía a oscuras para no gastar nunca el sebo de las velas.

      Cuenta el capitán Topham, su biógrafo, que John Elwes no se cambiaba jamás la ropa para no gastar agua ni jabón. Que hacía largas filas con los pobres para comer gratis lo que fuera. Una vez, en una taberna, alguien preguntó por él como un «caballero». El mesero respondió: «Aquí no había ningún caballero, solo un mendigo».

      Los tacaños no van al infierno, ser tacaño es el infierno. Lo dice Scrooge en un cuento de Navidad.

       (Serendipia)

      «Serendipity» (serendipia en español) es una palabra inglesa que le da nombre a un fenómeno que es también uno de los mayores motivos de felicidad y asombro de la especie humana: cuando uno encuentra algo maravilloso que no estaba buscando. Cuando al acecho de otra cosa, o ni siquiera, nos salta por delante un tesoro, un poema, un libro que no esperábamos, un amor, una nueva palabra. Cuando nos metemos la mano al bolsillo para coger una llave y aparece un billete. Eso.

      Fue Horace Walpole, un exquisito aristócrata londinense, quizás el mejor conversador de su época –y no es poca cosa: el siglo XVIII fue el siglo de la conversación–, quien acuñó la palabra por primera vez en una carta de enero de 1754 a su amigo Horace Mann. Allí le contaba de un hallazgo inesperado que había hecho en un cuadro, y le daba ese nombre: Serendipity: una «palabra expresiva» que consiste en hacer descubrimientos, «por accidente o astucia», de cosas que no se buscaban.

      ¿De dónde obtuvo Walpole la idea para sacarse esa palabra de la manga, esa palabra sonora y mágica? Lo dice también en su carta para ilustrar mejor la definición: la obtuvo de un cuentico que una vez leyó, Los tres príncipes de Serendip: la historia de tres hermanos que eran herederos de ese reino (hoy Sri Lanka), y fueron enviados por su padre a rodar por el mundo. Y en cada lugar al que llegaban buscando una cosa en particular, descubrían otra muchísimo más interesante y feliz. Otra cosa inesperada y mejor.

      También lo dice Walpole en su carta: la clave de la serendipia, su magia, está en el golpe de suerte. En la sorpresa y en la dicha accidental. «Ningún descubrimiento de cosas que uno estuviera buscando ya entra en esta definición…», aclara. Conozco muchas explicaciones de lo que es Serendipity, incluso un estudio magnífico que hizo el gran Darío Achury Valenzuela. Pero la mejor me la dio Felipe Ossa, citada por el profesor Sutcliffe en sus investigaciones sobre el calcio florentino: “Serendipity es buscar una aguja en un pajar y encontrarse con la hija del molinero, desnuda”.

      Muchas cosas del mundo se han inventado así, como la penicilina o el brandy, las llantas de caucho de los hermanos Michelin, el azul prusiano, el Viagra, la distorsión de la guitarra eléctrica, el matrimonio, el continente americano. Con ese criterio se levantó también la mejor biblioteca de la Tierra, la de Aby Warburg: un salón circular y alucinante en el que el azar, o más bien la justicia poética, rige el orden de los libros, y uno entra buscando uno sobre cualquier tema y descubre veinte o mil muchísimo mejores sobre algo de cuya existencia ni siquiera tenía noticia.

      Es también lo que pasa con las enciclopedias o los diccionarios o las historias naturales o la poesía –Borges, en resumen–, y hoy con Internet y Google y Wikipedia y otras tantas maravillas: que navegamos a tientas por sus aguas turbulentas creyendo saber muy bien lo que queremos. Pero en el viaje se nos atraviesan tentaciones que nos hacen más felices, que justifican el extravío. Hay quienes buscan solo lo que ya saben que van a encontrar, hay quienes encuentran solo lo que buscan. Ojalá una serendipia enderece su camino.

      Si alguien me pidiera un consejo a la hora de investigar o de escribir, una recomendación metodológica, nada más se me ocurriría hoy: estar siempre alerta de lo otro, porque quizás allí duerme lo que necesitábamos. El tema que queríamos, nuestro tema. Ir al archivo o a la biblioteca confiando también en el azar, con la esperanza de que el lobo nos abra otro camino. Porque las cosas también esperaban por nosotros. Todo encuentro es un reencuentro.

      Iba a escribir esta columna sobre algo distinto. Y sí.

       (Emma Hamilton, chichisbeo)

      El otro día hablábamos con un gran amigo sobre Emma Hamilton y el más que merecido homenaje que le está rindiendo, con una bellísima exposición, el Museo Marítimo de Londres, justo al lado del Observatorio Astronómico de Greenwich, donde el corazón del mundo suele dar la hora con precisión. En este caso se demoró casi dos siglos en hacerlo, pero por fin lo hizo, ya era tiempo.

      Eso tienen de bueno –eso y la música, claro– los ingleses: que puede tomarles una eternidad, pero al final nunca le niegan el honor a quien se lo merece, sea un físico, un peluquero, un pirata o un borracho; esto último con mayor razón. Por eso sus pedestales están poblados por la gente más encantadora y dispar, desde William Shakespeare hasta Johnny Rotten, desde Amy Winehouse hasta Winnie Pooh.

      Emma Hamilton fue una absoluta precursora que logró imponerse con talento e inteligencia en una época y un mundo del todo masculinos, los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX. A tal punto que cuando a Goethe le preguntaron que cuál era el hombre más importante de su tiempo, lo dijo sin la menor vacilación: «Emma Hamilton, quién lo duda».

      Todos hablaban de ella, de su talento para el baile y la conversación, de su olfato certero para manejar los hilos del poder entre Nápoles y Londres. Pero hablaban de ella también porque era la protagonista del que es acaso, aun hoy, el trío amoroso más célebre de la historia, completado por su marido, lord William Hamilton, y por el almirante Horacio Nelson, quien perdió la cabeza por ella.

      También es cierto que la cabeza era lo único que le quedaba por perder a Nelson, pues ya antes había dejado en la guerra y en el mar un brazo y un ojo, sobre el que sin embargo se ponía siempre el catalejo para divisar al enemigo, y gritaba en la batalla: «¡No veo nada, no hay barcos en el horizonte!». A Emma Hamilton la vio por primera vez en 1793 y luego la volvió a ver en 1798; primero con dos ojos, luego solo con uno.

      Y se enamoró de ella sin remedio las dos veces y ella también de él. Y el único problema que se interponía entre ambos, el marido, fue más bien una solución, pues él también adoraba a Nelson (de otra manera, sí) y consideraba un honor que semejante héroe de la patria se hubiera fijado con tan buenas intenciones en su esposa. En una carta le dijo una vez: «Querida: el amor de Horacio es un tesoro que no podemos perder».

      Esa forma a la vez tierna y escandalosa que tenía lord Hamilton de incentivar y cultivar el romance entre su esposa y Nelson no es otra cosa, llevada al extremo, claro, que la vieja costumbre italiana del «chichisbeo»: la posibilidad para un marido muy ocupado o entrado en años de conseguir un buen hombre, ojalá joven y educado y fino, para que se volviera el confidente de su mujer, su «amigo» para todos los efectos.

      El chichisbeo era como un confesor y un apoyo y todo lo demás; de allí su nombre, pues en italiano la palabra quería decir “hablar entre susurros”, y ya sabemos en qué acaba eso casi siempre. Una venerable tradición que en algunos casos –solo algunos, por favor– era la fórmula secreta de un matrimonio feliz, pues mientras el marido estaba en lo suyo, su esposa y su chichisbeo también.

      Recuerdo la historia del papá de Alfredo Bryce Echenique, que era banquero y tenía una «amiga». Su esposa lo descubrió y él le dijo que sí, que era terrible, pero que ese era un requisito de su gremio, que había que cumplirlo para


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