Calamares en su tinta. Juan Esteban Constaín

Calamares en su tinta - Juan Esteban Constaín


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la isla en la que gobernó Sancho Panza. ¿Y por qué calamares en su tinta? Tampoco lo sé. Quizás porque estos textos están hechos de su propia sustancia, están pensados como un modesto juego literario. Ojalá.

      Empecé a ser columnista en El Tiempo hace diez años ya, desde noviembre u octubre del 2009. Le agradezco mucho a Mauricio Vargas, que fue quien me trajo, y sobre todo a Roberto Pombo, quien me ha dado esta oportunidad única de escribir sobre lo que se me dé la gana todas las semanas. También les debo un agradecimiento especial a Ricardo Ávila, Federico Arango, Luis Noé Ochoa y Carlos Bonilla, el admirable equipo de las páginas editoriales y de opinión del periódico; ellos, y los correctores de estilo, mejoran siempre los textos y nos salvan a los columnistas de quién sabe cuántos disparates al día. A mi esposa, María Virginia Turbay, que es la primera lectora de la columna los miércoles en la tarde antes de mandarla. A mis amigos y colegas Ricardo Silva Romero y Daniel Samper Ospina, que tanto me ayudan cuando se enreda la pita o se pierde la inspiración. Y a mi editor y amigo Leonardo Archila, siempre tan paciente y minucioso y refinado en su trabajo, sin cuyo entusiasmo este libro no existiría. Por supuesto a los lectores por su generosidad, de verdad mil gracias.

      Y los dejo, porque hoy es miércoles en la mañana y me tengo que ir a escribir una columna.

      EL AUTOR

SEGUNDA PARTE

       (Fidel Castro)

      Nunca he estado en Cuba, por desgracia para mí, pero me dicen que allí no hay estatuas de Fidel Castro, aunque sí del Che Guevara, del músico «Bola de Nieve», de Federico Chopin hablando solo, de Ernest Hemingway pidiendo un trago en la barra de un bar, del pobre John Lennon sentado en la banca de un parque, e incluso hay una de un vagabundo, «El Caballero de París».

      Pero de Fidel no hay estatuas en Cuba, ni siquiera un busto. ¿Por qué? No sé bien la razón, aunque tengo entendido que esa fue la voluntad del comandante tanto en vida como después, según él por motivos de austeridad y mesura, aunque eso es imposible, y menos en su caso. Un amigo que sabe mucho del tema me dice que es una pura superstición: una trampa para evitar que la posteridad lo baje algún día de su pedestal.

      Y no sería raro ni absurdo, pues los tiempos de Fidel Castro –que es como decir el siglo XX– fueron pródigos en estatuas destronadas, muchas de las cuales no alcanzaron ni siquiera a cumplir los años de rigor para que el bronce o el mármol se asentaran en ellas y se ensombrecieran lo suficiente como para que el que pasaba y las veía se sintiera de veras delante de la eternidad.

      Eternidad que suele ser un poco larga y tediosa, sin duda, por eso uno de los que mejor la han soportado es don Miguel Antonio Caro, siempre tan sabio, quien la contempla desde su estatua en la Academia Colombiana de la Lengua, sí, pero sentado. Como esa gente que lleva su propia silla plegable mientras hace fila o espera, así ve pasar el tiempo, desde el andén, el más agudo de los gramáticos colombianos. Un crack.

      Pero decía que el siglo XX fue rico en estatuas derribadas, y es entendible que Fidel Castro no quisiera ser, ni muerto, el protagonista de esa escena que se repitió tanto y que vimos tantas veces por televisión: una multitud liberada y enfurecida, con toda la razón, jalando con cuerdas y con palos la efigie de algún tirano caído en desgracia: Lenin, Stalin, Saddam Hussein, Gadafi…

      En 1810 Napoleón Bonaparte erigió una columna en la Plaza Vendôme de París; era (es) una copia de la del emperador Trajano que está en Roma, pero levantada en este caso para conmemorar la victoria francesa en Austerlitz. En la cima de la columna se puso una estatua en bronce del propio Bonaparte como si fuera un César, con una mano en la espada y la otra sosteniendo el mundo, nada menos y nada más.

      En 1814, tras la primera abdicación de Napoleón, el pueblo francés tumbó también la estatua, que fue fundida luego en 1818 y vuelta a hacer y vuelta a poner en 1833, hasta 1871, cuando la Comuna la consideró un símbolo de la barbarie imperial y de nuevo la tiró al piso. ¿Para siempre? No, no todavía: en 1875 se hizo una nueva estatua del emperador, copia de la primera, y allí sigue hasta una próxima ocasión.

      No es seria la eternidad, hay que decirlo, y a esta pobre gente la tenemos de arriba para abajo en sus pedestales como si no tuvieran nada más que hacer… Y tal vez no, pero ese no es motivo tampoco para someterla a semejante puerta giratoria. Piensen ustedes en el pobre Américo Vespucio que está en Bogotá, sodomizado cada tanto por hinchas de Millonarios, con el argumento delirante de que es un símbolo del América de Cali (?).

      Américo Vespucio, uno de los mayores geógrafos del Renacimiento. Y ahí está, con su mano abierta que sostiene una esfera celeste. A veces se la quitan y le ponen un canasto o una botella de aguardiente; a veces no le dejan nada y parece pidiendo limosna. Max Beerbohm decía que era mejor hacer solo pedestales: imaginarse cada quien las estatuas, qué mejor monumento que ese.

      Eso quiere decir la palabra monumento: lo que nos obliga a recordar. Sobre todo cuando no está.

       (Charles Dickens)

      Charles Dickens es el escritor más grande de todos los tiempos. Habrá otros que también lo son, sin duda, pero él lo es por su prosa magistral e hipnótica, por su humor y su compasión y su ternura, por sus personajes inolvidables a los que vemos aparecer por primera vez en la distancia, y con una sola palabra ya sabemos cómo van a ser el resto de la vida. «Ya lo soy», le respondió Dickens a un profesor del colegio que le dijo que algún día sería muy importante.

      Y el nombre de Dickens, como se sabe, está asociado a la Navidad más que el de cualquier otro escritor o artista en el que uno pudiera pensar de un solo golpe –creo–, por cuenta de su famosa Canción de Navidad que todos hemos leído o visto, aun sin saberlo; que todos recordamos así no sepamos de quién es ni cuándo nos cruzamos con ella por primera vez en la vida. En un ajado libro infantil, en la versión de Disney con Tío Rico, en el colegio, en la calle: todos conocemos esa historia de Navidad.

      La historia del viejo y millonario Ebenezer Scrooge, un avaro que odia la Navidad y que pasa los días contando monedas con sus manos temblorosas y enjutas, encorvado, huraño. Pero una Nochebuena su sobrino Fred lo invita a celebrarla con él y Scrooge se niega con repugnancia. Su pobre trabajador, Bob Cratchit, también se va para su casa, explotado y noble como siempre. El avaro se queda solo, alumbrado solo por la luz de un candil tan tacaño como él mismo.

      El resto de la historia ya lo conocemos de sobra: el espíritu de Jacob Marley, un viejo socio, se le aparece a Scrooge para advertirle que no hay peor infierno que el de un avaro; que la avaricia es el infierno, en este mundo y en todos. Luego llegan, en orden, los tres espíritus de la Navidad: el de la «pasada», con sus recuerdos y nostalgias; el de la «presente», con su soledad; y el de la «futura» que le muestra a Scrooge la tumba de un hombre abandonado: la suya.

      Lo curioso es que, según algunos aficionados, el nombre de Scrooge le llegó a Dickens justo así, como Juan Rulfo encontraba también los de sus personajes: en las tumbas. En una lápida escocesa de un presunto sobrino de Adam Smith, Ebenezer Lennox Scroggie, que antes que un avaro era un bohemio y un sibarita sin freno. Se trata de una historia falsa y apócrifa, pero tan bella y tan paradójica que debería ser cierta.

      Aunque las verdaderas fuentes de inspiración de Dickens para Un cuento de Navidad –que así también lo llaman– no son menos interesantes ni menos asombrosas: por un lado, el terrible relato «Cómo Mr. Chokepear pasa una feliz Navidad», aparecido en 1841 en la revista de humor Punch. La historia de un hombre implacable y perverso que sin embargo llega a la Navidad convencido de ser el mejor de los cristianos por rezar y


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