Calamares en su tinta. Juan Esteban Constaín

Calamares en su tinta - Juan Esteban Constaín


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bonita?».

      Coletilla (como todo columnista): el anterior es apenas un relato que no constituye consejo ni obligación.

       (Álvaro Mutis)

      El primer libro de Álvaro Mutis, La balanza, se imprimió en febrero de 1948 en los talleres bogotanos de la Editorial Prag. Era un poemario a cuatro manos con Carlos Patiño Roselli, y los autores pudieron recogerlo solo en abril, cuando lograron juntar por fin la plata para pagar la edición. Alguna vez dijo Mutis que es el libro más exitoso de la historia universal, pues se agotó en un día, «por incineración»: el 8 unos pocos ejemplares llegaron a las manos de los amigos, y el 9 ardieron todos los demás junto con Bogotá y sus ruinas.

      La poesía de Mutis en La balanza tenía ya, a pesar de su juventud, la mayoría de los elementos que la definen hasta hoy. El furor del lenguaje, su adjetivación apocalíptica; la obsesión de la tierra caliente, del poder corrosivo y nostálgico de la naturaleza, del mundo. Hay también en esos primeros textos un homenaje al surrealismo que entonces deslumbraba al joven poeta, algo que se fue difuminando luego en los libros por venir: Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Caravansary, Los Emisarios...

      Y allí, en ese primer libro agotado por el fuego, ya estaba presente el personaje central de toda la obra de Mutis, Maqroll el Gaviero. Es asombroso (para mí lo es), pero es así: en la intuición y las alucinaciones de un poeta de veinticinco años que ni siquiera sabía si quería serlo o no, ya estaba entero, como una revelación, el protagonista de su literatura. Ese Maqroll de La balanza es el mismo que va a aparecer en las novelas cuarenta años después, embarcado siempre en las más inútiles empresas, acechado por la ruina y por la muerte. Al margen, heroico.

      Creo que eso es lo mejor que tiene la obra de Álvaro Mutis: su concepción del mundo, su coherencia; podría decir que su «ética», si los políticos no hubieran devaluado esa palabra ni la hubieran despojado de su sentido verdadero. Y al hablar de la «coherencia» no me refiero a esa virtud presunta e imposible que los seres humanos vivimos exigiéndonos los unos a los otros, como si de verdad la vida fuera racional y exacta y nuestros actos pudieran obedecer siempre a las mismas ideas, a los mismos principios, a las mismas pasiones. No. Hablo de la única coherencia que existe, la del honor y la soledad.

      Sé que hay muchos detractores de Mutis que le adjudican terribles defectos, como si lo fueran: la ampulosidad y el barroquismo, la incorrección política, la negligencia, el monarquismo, el éxito. Yo, como fanático, respondo siempre dos cosas, mejor tres: la primera, que los grandes autores de verdad no son solo sus virtudes sino incluso sus defectos, que sus defectos son también su obra y sus virtudes; la segunda, que Mutis logró lo más difícil que hay en el arte, construir un universo, un mundo suyo y único. Y la tercera, que al que no le guste no lo lea, y ya.

      Pero el que no lo lea se va a perder de ese universo fascinante y épico. Anacrónico, solemne, sí, pero también hermoso y reparador. Porque la obra de Álvaro Mutis es una profunda reflexión sobre el tiempo y sus astillas, sobre la dignidad y la inquietud que laten en el pasado, en todo lo que sobrevive. Maqroll es justo eso: un sobreviviente, un héroe. También Alar el Ilirio, el protagonista de La muerte del Estratega, el mejor relato de la literatura colombiana, para mí. Quien diga que Mutis no sabe escribir es porque no ha leído esa joya.

      Pero Mutis es también un gran provocador de lecturas, desde las Memorias del Príncipe de Ligne hasta las novelas de José Lins do Rego o la poesía de Eliseo Diego. No hay mejor ventana que la suya al vicio impune de leer.

      Por eso, por todo lo que le debo, yo también vine a decirle cuánto lo quiero. «Duerme el guerrero, solo sus armas velan».

       (Lawrence de Arabia, Christoph Kramer)

      Hay un poema del insuperable y exquisito Robert Graves que Borges siempre citaba como si fuera un cuento, porque de alguna manera también lo es. Todos los poemas lo son. Y Borges lo contaba con tanta gracia —en sus conferencias, en sus entrevistas, en sus libros— que nunca dijo el título ni la fecha, solo el nombre del autor, y muchos llegaron a creer que era otro más de sus juegos y artificios: otra festiva y humilde atribución suya de lo suyo a los demás, al otro.

      El poema, sin embargo, existe, claro que existe. Se llama El estatero partido y Graves lo publicó en un libro de 1925 y se lo dedicó «al piloto 338171, T. E. Shaw», es decir a T. E. Lawrence o «Lawrence de Arabia», quien entonces usaba esos seudónimos, o el de John Hume Ross, para estar en la Real Fuerza Aérea o en el Real Regimiento de Tanques sin que el ruido y la sombra de su fama le impidieran ser lo único que él quería ser de verdad en la vida: un soldado y un guerrero, un hombre de acción.

      Esa es la historia que narra el poema de Graves que Borges hizo cuento: la de un guerrero que huye de su gloria y vuelve a ser lo que siempre fue, por el solo placer de serlo, por el honor y por el juego. No es, además, cualquier guerrero: es Alejandro Magno, que renuncia a ser dios y emperador y se extravía en el Asia, y allí vive como un soldado más mientras en Macedonia lloran su muerte. Pasan los años y un día, después de un motín, Alejandro recibe en pago una moneda en la que está grabada su cara.

      Según Borges, así recobra su pasado y se dice: «Eres un hombre viejo; esta es la medalla que hice acuñar para la victoria de Arbela cuando yo era Alejandro de Macedonia…». La idea de Graves es quizás más irónica: los generales se reparten solos el botín y por eso se rebelan los soldados, cuando ya no queda nada de valor que darles. Entonces les ofrecen las sobras: monedas viejas, pedazos de plata y de bronce. A Alejandro le corresponde ese estatero roto con su cara en él. ¿No era su imperio más grande?, se pregunta antes de gastar la moneda en una juerga.

      De la manera más inesperada y absurda me acordé de este poema y esta historia al leer ayer, tal vez un poco tarde, no lo niego, la noticia del mediocampista alemán Christoph Kramer, quien fue inicialista con su selección en la final del Mundial pasado*, cuando tuvo que remplazar a Sami Khedira, lesionado antes de que empezara el partido. La suerte para el pobre Kramer, sin embargo, se fue por donde vino, pues a los 31 minutos del primer tiempo, en una pelota disputada con Ezequiel Garay, recibió un golpe en la cabeza que lo dejó en el piso y sin sentido.

      Kramer trató de reincorporarse muy rápido al juego pero el juez pidió que lo cambiaran cuando se le acercó y le hizo la pregunta más desconcertante del mundo y sin duda del Mundial: «Réferi: ¿esta es la final?». Ahora me entero de que los médicos le han confirmado al jugador que, por culpa de ese mal golpe (como suelen serlo todos), lo más probable es que nunca en su vida pueda llegar a recordar que estuvo allí en el pasto del Maracaná ese 13 de julio del 2014. Sabrá que estuvo, sí, pero jamás podrá recordarlo.

      Es decir: el partido que se supone que es el partido de la vida en la vida de cualquier jugador de fútbol; el partido en el que todos los que alguna vez patearon un balón sueñan con estar desde niños, desde el potrero… ese partido va a ser para Christoph Kramer, siempre, un recuerdo vacío y mudo: 31 minutos en los que estuvo y no estuvo en la final del Mundial, y que nunca podrá saber cómo fueron.

      Dice él que lo ha repetido mucho en video para «recordarlo». Supongo que mientras lo hace acaricia la medalla que les suelen dar a los campeones del Mundial.

       (Rueda)

      Para no desentonar con la obsesión que carcome y enloquece a Colombia desde


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