Metamanagement (Principios, Tomo 1). Fred Kofman
filosofía de la mente, metafísica, ética, existencialismo, hermenéutica. Temas fascinantes que ocuparon mis últimos años del doctorado. Paradójicamente, estos estudios filosóficos me resultaron muchísimo más prácticos y aplicables que los modelos matemáticos. Por fin comencé a entender cómo organizan los seres humanos sus percepciones, construyen una imagen del mundo y actúan en consecuencia. Más aún: mediante el estudio del lenguaje empecé a comprender cómo la subjetividad se convierte en inter-subjetividad; cómo el “yo” se encuentra con el “tú” y entre los dos aparece el “nosotros”.
¿Cómo es que un grupo de personas desarrolla una interpretación común de la situación en la que se encuentran? ¿Cómo es que la racionalidad individual puede ser integrada y trascendida en una racionalidad sistémica? ¿Qué papel juegan las emociones en la inteligencia? ¿Qué hace que ciertos grupos funcionen con excelencia mientras que otros son un desastre? Estas eran las preguntas que me abrasaban. Pero no son las que le toca investigar a un profesor de economía teórica. Por eso, cuando me aprobaron la tesis y me dieron el título de PhD, salí a buscar trabajo en escuelas de negocios. Lo que nunca me hubiera imaginado es que había una rama de los negocios que lidiaba directamente con todos estos problemas filosóficos: la contabilidad.
Conseguí una posicion en la Sloan Business School, del Massachusetts Institute of Technology (MIT). “Tenemos las más altas recomendaciones suyas”, me dijo el decano, “pero no tenemos puestos en el área de economía. Lo que le podemos ofrecer es trabajo como profesor de contabilidad gerencial y sistemas de información”. “¡Pero yo de eso no sé nada!”, me alarmé. “Estamos dispuestos a darle tiempo para aprender”, me contestó el decano, “nuestra oferta es darle un primer año sabático para aprender lo que necesite en esa área”. “Pero si no enseño, ¿cuánto me van a pagar?” (aunque me gustaba la filosofía no me olvidaba de la economía). “Lo mismo que a los demás profesores de contabilidad y finanzas, exactamente el doble de lo que ganaba como profesor en una escuela de economía”. En ese momento oí la áspera voz de Marlon Brando cuando en El padrino dice: I’ll make you an offer you can’t refuse” (“Te haré una oferta que no puedes rechazar”), y sin más, acepté. “Por ese dinero”, dije medio en broma y medio en serio, “estoy dispuesto a enseñar física nuclear!”.
Durante el primer año me dediqué a hacer un mini-MBA (master en administración de empresas). Asistí como oyente a todas las clases fundamentales. Descubrí así dos cosas: 1) las teorías de la administración son mucho más fáciles que las teorías de la economía matemática, 2) la aplicación de estas teorías a la realidad de la empresa es tan difícil como la aplicación práctica de la economía matemática. Los problemas de la empresa no persisten porque los managers desconozcan la teoría de la administración (cientos de escuelas de negocios, seminarios, consultores y libros se ocupan de mantenerlos a todos perfectamente informados), sino porque esas herramientas teóricas por sí solas no bastan para resolver nada.
Como cualquier otro instrumento, estas herramientas necesitan un usuario capaz de aplicarlas de manera efectiva; un ser humano consciente, que pueda ajustar las ideas generales y abstractas a la situación particular y concreta que enfrenta. El desarrollo de este usuario no es una actividad especulativa o intelectual. Para convertirse en el tipo de persona capaz de operar y liderar de manera efectiva en el mundo de los negocios, uno debe someterse a una disciplina rigurosa, entrenarse como un atleta olímpico o un músico profesional.
Si se observa la actividad de un equipo deportivo o una orquesta, puede verse que destinan el 99% del tiempo a la práctica y sólo el 1% es tiempo de ejecución. El virtuosismo “natural” demostrado en la competencia o el concierto es cualquier cosa menos natural; ha sido construido minuciosamente durante interminables horas de ensayo. Como dijo un famoso músico; cuanto más practico en privado, más “talentoso” me vuelvo en público. Sin embargo, esta proporción se invierte en el mundo de la empresa: el 99% del tiempo (por lo menos) está ocupado por la ejecución, y (con suerte) el 1% queda para la práctica. No es nada sorprendente que el rendimiento de las personas, los equipos y las organizaciones sea tan inferior a su potencial.
Mi desencanto con el manejo de herramientas coincidió con mi encanto con el perfeccionamiento de usuarios. A partir de ese momento, dediqué todas mis energías a la transformación personal y a su manifestación en el management y la actividad empresaria.
Justo en el momento de mi llegada al MIT, Peter Senge acababa de publicar su best-seller La quinta disciplina. Mi admiración por su trabajo me llevó a buscarlo. Nuestra reunión fue un caso típico de amor a primera vista. Inmediatamente descubrimos ideas, intereses, objetivos y valores compartidos. Así comenzó una larga asociación que llega hasta el presente. Peter me invitó a colaborar en el Centro de Aprendizaje Organizacional, un consorcio entre la universidad y empresas, dedicado a la investigación y aplicación de nuevos modelos de liderazgo. Acepté, y me convertí en uno de sus investigadores senior. Allí desarrollé una serie de seminarios que luego co-lideré con Peter para las organizaciones afiliadas. Fue una época exultante. Pero todo tiene su lado oscuro.
Mi entusiasmo por el pensamiento sistémico, la comunicación y el liderazgo se equilibraba con mi desinterés por las clases tradicionales de contabilidad. Mi materia se fue convirtiendo en lo que el centro de estudiantes denominó “el curso de contabilidad más raro del universo”. A partir de mis ideas filosóficas, me resultaba imposible enseñar que la contabilidad “refleja objetivamente” la “verdad externa”. Hace más de 200 años Kant probó definitivamente que lo que llamamos “percepción objetiva” está condicionada por nuestras categorías cognitivas. Después de leer sus argumentos demoledores contra el realismo ingenuo, nadie puede sostener seriamente que la información contable sea independiente del método utilizado para producirla.
Por eso, mi clase no era convencional. En vez de estudiar la contabilidad como una fotografía, la presentaba como una obra de arte, o como un mapa. Todo mapa es una simplificación operativa del territorio, destinada a apoyar las decisiones del navegante. Por eso, antes de dibujar cualquier mapa es crucial preguntar para qué será usado; un mapa hidrográfico es totalmente distinto de uno topográfico, aunque los dos se refieran al mismo territorio. De la misma manera, un sistema de costes para la valuación de existencias dará resultados totalmente distintos de los de un sistema de costes para análisis de rentabilidad, aunque ambos se refieran a los mismos productos. Lo principal es romper la ilusión de “verdad” y entender que el sistema contable es una herramienta interpretativa y no un espejo objetivo de la realidad.
Hay una anécdota de Picasso que pone en evidencia la naturaleza interpretativa de toda “representación”. Un hombre le encargó un retrato de su esposa. Día tras día el artista trabajó con la modelo en su taller. Finalmente, llamó a su cliente para mostrarle la obra terminada. Picasso descubrió la tela, y presentó su versión cubista de la mujer. El hombre, indignado, protestó: “¡Qué es esto! ¡Esta figura no se parece en nada a mi esposa!”. Sacó una foto de su cartera y poniéndola delante de las narices de Picasso exclamó: “¡Aquí está! ¡Así es mi mujer!”. Picasso tomó la foto y con gesto extrañado comentó: “¿Así es su mujer? ¡Qué pequeñita!”.
Toda representación es interpretación, y para tener sentido depende de códigos generalmente implícitos. De hecho, el verbo en inglés make sense (hacer sentido) es sumamente apropiado, ya que el significado de la imagen no es algo “tenido” por la imagen, sino “hecho” por el observador. Esto se aplica por igual al arte, a las ciencias naturales y a la contabilidad. Cada disciplina genera una serie de convenciones que sus participantes usan para plasmar y comunicar sus ideas. Estas convenciones se manifiestan claramente en la cocina, pero al igual que en La fiesta de Babette, la mayoría de los empresarios consumen la información contable en el comedor. Ven los números en una hoja de papel o en una pantalla de ordenador y creen que “si así está escrito, así debe ser”.
Los números esconden la metodología que los subyace. Muy pocas personas pasan a la cocina para comprender tanto su mecanismo de elaboración como los supuestos, a veces descabellados, que se esconden en su seno (Imagino un restaurante con un comedor finamente decorado, pero con una cocina llena de mugre e insectos). Por eso, los reportes