Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron

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      Para mi madre y mi padre

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      Capítulo uno

      Quemé su nombre bajo la Luna del Cazador. La baterista de mi banda me aconsejó hacerlo. Bebíamos unos whiskies y unas cervezas de lata en el bar. La Luna del Cazador es poderosa para formular intenciones, me dijo, y enrolló sobre su cabeza su largo y alaciado cabello, con el que formó un moño del tamaño de una manzana cristalizada. No lo sujetó con una liga, sino con un movimiento de muñeca y un giro de otro mechón de cabello, truco que yo siempre había envidiado a quienes lo ejecutaban. El moño permaneció en su sitio. Las pequeñas hebras de las que ella tiró luego para que le cubrieran las orejas compusieron en su rostro un par de diminutos paréntesis. La música de fondo era de Fleetwood Mac.

      Escribe tu deseo y quémalo, terminó su copa.

      Éste es el tipo de recomendaciones que las mujeres nos hacemos unas a otras.

      La Luna del Cazador es poderosa para formular intenciones. Yo recibía a manos llenas consejos indirectos como éste. No sabía cómo aplicarlos, cómo escucharlos mejor para que me convenciera de que eran realizables, algo que podía poner en práctica. De todos modos, me dejé envolver por ese lenguaje, que quería aprender. Mis hermosas amigas esotéricas de California sabían que necesitaba de ellas y hacían cuanto podían por ayudarme, como dar vueltas alrededor de velas y cristales. Acogí su cordialidad como creí que debía hacerlo, con una mirada abierta e ilusionada, al tiempo que asentía despacio, de acuerdo con el ritual del New Age. Días atrás, una de ellas había aparecido en mi departamento con una botella de vino rosado y me hizo muy seria la franca sugerencia de que “expulsara” de mi casa a ese sujeto. Esto purificará tu espacio, dijo y me tendió un encendedor y un apagado manojo de hierba seca.

      Limpiaba mi espacio incesantemente. Cada par de días, por ejemplo, aseaba el baño y pasaba toallas de papel remojadas en Lysol sobre la delicada capa de sangre seca que salpicaba casi todas las superficies, lo que me recordaba los tintes de color en el exterior del caramelo macizo, la primera capa que forma una pasta blanca en tu boca conforme lo chupas. Vivir con un drogadicto implica tropezar con un incalculable número de efluvios. Hay fluidos que eliminar por doquier, tantos que parecerían infinitos: el sudor que se enfría de inmediato en la estructura sólida y desregulada de su cuerpo, la orina que no cayó en la taza, la sangre y el vómito —hay vómito todos los días— y las purulentas y volcánicas secreciones de sus abscesos. Y cuando llego a casa después del trabajo y él se precipita sobre mí y me besa, y me dice nenanena, en estado semiconsciente, y cogemos onírica y fervorosamente en el sillón, hay saliva y hay semen.

      En la basura encuentro en ocasiones toallas de papel arrugadas o trozos de papel higiénico que él usó para limpiar su sangre, y otras veces camisetas, calcetines o trapos de cocina con florecitas manchados de sangre, que se endurecen al secar como si hubieran sido atacados por el rigor mortis.

      No sabía cómo decirles a mis amigas, esos buenos rayos de esperanza rubia, que ya dedicaba mi vida entera a formular intenciones. Formulación de intenciones era la fiebre abrasadora que me acometía cuando no podía localizarlo y tenía que teclear jódete jódete jódete jódete jódete jódete jódete en los diez centímetros de una casilla de correo electrónico —mi versión de un ejercicio de respiración— hasta que me calmaba y volvía a mis actividades. Mi carpeta de borradores estaba llena de esos bloques de texto de jódete en diez puntos, y de cientos de cartas de amor y de odio a medio escribir que había querido mandarle, repletas de intenciones de reformarlo o renunciar a él. Formulación de intenciones era lo que hacía cada mañana cuando orillaba el auto para llorar con la cabeza apoyada sobre el volante, la firme resolución que se afianzaba en mi estómago cuando veía que faltaba dinero en mi cuenta bancaria. Era el ominoso impacto de mi impotencia, el ritmo de mis días y mis noches. Lo que me urgía era algo que me ayudara a cumplir mis intenciones. ¿Hacen una tintura para eso, quería preguntarles, un elíxir curativo de pétalos de rosa?

      Aquella noche seguí las indicaciones de mi amiga la baterista. Me paré frente al fregadero —donde me balanceé y mecí mi pequeño cuerpo lleno de bourbon— y quemé el papel en el que había escrito k… m… s… te dejo, con una pluma que tomé del cajón de las baratijas. Al principio pensé poner quiero dejarte. Escribe tu deseo, había dicho ella, pero parecía una aspiración, no algo en tiempo presente. No, no quiero; te dejo.

      La hoja se enroscó, emitiendo un color naranja intenso, y mis ojos se llenaron de lágrimas mientras la llama se elevaba hacia mi mano. Quería que eso fuera algo satánico, la oscura y calculada violencia de un conjuro, de una fuerza puesta en libertad en el universo, y al final fue nada más como un acto salido de un video de Taylor Swift: una microvictoria patética y seria sobre un amor obsesivo, al tiempo que el delineador se me corría. Ese incendio insignificante estaba bajo control. Dejé caer las cenizas sobre los tazones sucios y entrecerré los ojos para que sintiera que esta vez sí iba en serio, el estribillo eterno de quienes no soportan más. La clave es que lo digas en serio todas las veces y yo lo hice esa noche. Sentí un nudo en la garganta mientras pensaba: Te dejo, hijo de puta, a partir de este instante.

      La enfermedad que él padece es la adicción. Este mal aparece todos los días en las noticias, mata a más personas que nunca antes, se apodera de Estados Unidos. Veo en los periódicos las gráficas que indican un aumento pronunciado, casi vertical, en sobredosis y muertes. Leo todos los artículos: sobre la heroína mexicana pura y de bajo costo que inunda el mercado, los niños abandonados a su suerte mientras sus padres se debilitan y extinguen, los bibliotecarios de ciudades pequeñas que cargan con una toma de narcan para revertir las sobredosis que ocurren en los baños de sus establecimientos, la inútil guerra frontal de la policía para contener la oferta y la demanda. En mi trabajo, veo a escondidas los videos de Vice sobre los adolescentes canadienses que mendigan para aspirar el demoledor fentanilo Smurf-blue, a la caza de viajes cada vez más cortos. Deambulan por estacionamientos muy concurridos, desde donde mandan mensajes de texto en busca de diez minutos más de inconsciencia, más pastillas que puedan reducir a polvo y aspirar en los rincones de los baños públicos. Cuando su rostro se relaja y se les caen los párpados, ves cómo se desvanece en ellos toda posibilidad de placer.

      Pero ni siquiera la constante cobertura informativa sobre el reciente incremento en los horrores de las drogas —más terribles ahora cuando los afectados son de una piel cada vez más blanca y a una edad cada vez menor— documenta su monstruosidad de manera satisfactoria. Siempre que leo uno de esos artículos o veo una de esas gráficas o películas, pienso en todo lo que deja fuera, el dolor que las noticias no exhiben, los desastres invisibles que no explican y que quizá sería imposible que incluyeran. Dicen que la adicción es una “enfermedad de familia” y yo reflexiono mucho en esto, en la increíble reacción en cadena de las malas decisiones y las conductas riesgosas: los terrenos embargados, los avisos de desalojo y las joyas malbaratadas en casas de empeño; las vidas que, como la mía, están atrapadas en una lucha con el dolor cotidiano e intentan adaptarse un poco más cada día, más de lo que alguna vez pensaron que podrían ser capaces de manejar.

      Una mañana fresca de principios de otoño en Oakland, California. K se dispone a bajar del coche para abordar el metro en dirección a un empleo que ya no sé si conserva. Activa la música en su teléfono y cubre toscamente sus audífonos con la capucha de su sudadera negra, el velo del adicto. Así como otro (yo) se alisaría la falda o tomaría su bolsa, él se prepara para el escrutinio público con una serie de pequeños movimientos, pensados para que oculten todo lo que sea posible. En circunstancias más desesperadas, ha subido al tren en busca de personas a quienes robar, o ha detenido a parejas a las que intimida con la amenaza de que golpeará a la mujer. Nunca atacaría a una mujer, me dijo cuando me reveló esto; sin embargo, esa táctica siempre le da resultado. Y el galán tiene la oportunidad de lucirse, añadió. Basta con que afloje el dinero para que quede como un héroe. En este momento, no obstante, su hábito no está tan fuera


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