Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron

Destructor de almas, te saludo - Nina Renata Aron


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treinta para la heroína y diez para el crack. Y tal vez también un par de dólares más, tomados del frasco de las monedas, para adquirir uno de esos envases de plástico con jugo de lima o limón que los adictos utilizan para disolver el crack. Las tiendas de los barrios bajos los exhiben en los mostradores, y antes me preguntaba para qué servían. Él no se inyecta frente a mí; los momentos que elige para viajar son un secreto a voces entre nosotros. Por lo general lo hace en el baño, desde donde escucho a menudo que tararea o silba con inocencia y aire desenfadado o tal vez un poco emocionado, como si fuera Mister Rogers, se abotonara el suéter y se pusiera los mocasines en preparación de una sana aventura.

      En su primer pinchazo combina esos dos ingredientes, que le conceden el viaje más importante del día. Luego de tantos años de doparse, las speedballs son la mejor forma de que sienta algo. Más tarde se administra una segunda inyección de heroína, con la que baja un poco de esas retumbantes alturas. Y necesita una más en la noche, aunque es raro que para entonces le reste material suficiente. Su dosis nocturna sería tan sólo una gota, el débil residuo de heroína en el algodón. Lo ideal sería que pudiese guardar una dosis tempranera para la mañana siguiente, pero nunca lo logra. (¿Alguien sí? La inyección mañanera es casi sin duda un mito de los adictos.) Y pese a que en la noche bebe un trago, toma un par de pastillas o fuma algo de marihuana, nada de eso mitiga su compulsión —o el temor a ella, tan fuerte como la compulsión misma, según sus propias palabras—, así que no pega el ojo hasta las cuatro y siente un leve temor toda la mañana.

      Por desordenada que parezca, esta rutina encierra algo pulcro y comprobable. Si bien depende de otros seres humanos —bajo el aspecto de la cooperación, la manipulación, la coerción o la fuerza—, no deja de ser impecablemente decidida, autodeterminada y egoísta.

      A pesar de que muchos de nuestros hábitos acaban por parecer rituales, pocos de ellos son innegociables, si lo piensas bien. A mí me gusta tomar una taza de café con un poco de leche cada mañana, pero si no tengo en casa ninguno de esos ingredientes, aguardo. Mi día adoptará tal vez una forma distinta, con una escala en la cafetería o un viaje al supermercado, o bien no tomaré café hasta la tarde. Esta costumbre es diferente. La necesidad de drogas y el derecho a consumirlas, defendido con ferocidad, regresan cada mañana con la luz rosácea del amanecer, momento a partir del cual, y sin la menor distracción, K se consagra a satisfacer ese impulso.

      La adicción es biológica, desde luego, pero también emocional y psicológica. El adicto tiende a cooptar una filosofía de vida con la cual justificar su conducta. Por ejemplo, K decía que siempre había sido un nihilista, pero creo que ésa era sólo una forma de explicar su inclinación a las drogas. Hay por igual algo casi religioso en el celo que este tipo de adicción, esta práctica, requiere. La atención del adicto es de una intensidad escalofriante. No es como mi café matutino, sino como la reacción del monje al sonido del gong que lo llama a meditar, o la del zombi al olor de la sangre: un patrón que por ningún motivo se debe interrumpir, cuestionar ni alterar. Esta invariabilidad implica la dedicación más pura, pese a que también parezca casi robótica. No es envidiable; es, a su manera, pasmosa e imponente.

      Tengo que ir trabajar, dice mientras permanecemos en el auto frente a la estación. Al otro lado de la ventana pasa un torrente de pasajeros con portafolios, de estudiantes con audífonos y mochilas. Todos tienen una vivacidad que desentona con este momento, el aire dentro del auto, la cultura de nuestra relación. Los veo pasar con añoranza y escepticismo.

      Sé que me pedirá dinero, y que se guardará hasta el final esta solicitud para que su vergüenza se pierda entre sus últimos pasos. Sus ojos saltan de un lado a otro y llegan al final a los míos, donde se detienen. Baja la ventana un par de centímetros y la sube de nuevo, presa de una energía nerviosa. Da la impresión de que saldrá huyendo en un instante. Podrías prestarme cuarenta dólares, dice por fin, sin signos de interrogación. Mi pulso se acelera cuando escucho la palabra prestarme. Su solo sonido, su desfachatez, me irrita. (Secreto profesional: un drogadicto nunca pide prestado dinero.) Cierro los ojos un largo rato y la luz del día vuelve a inundarme cuando los abro.

      Yo misma hago cálculos todo el tiempo. Tengo doscientos once dólares en mi cuenta bancaria. No hemos hecho el pago del teléfono, que ya venció, y debo comprar víveres durante mi receso para comer. Pero mañana me pagan, y no es la quincena que se destina íntegra al alquiler, sino la de mediados de mes, la de pagar las cuentas. Además, me deben unos centenares de dólares por un trabajo de corrección de estilo y la pensión de mis hijos está por llegar. Aun así, cuarenta dólares al día son doscientos ochenta a la semana, mil ciento veinte al mes, cantidad con la que podría abrir una cuenta de ahorros, rentar un cuarto, hacer un viaje o escapar. Mil dólares extra al mes serían un suma nada despreciable. O quizás ansío literalmente un cambio de vida. Este gusanito hace que me hierva la sangre, es una solución que no sé cómo conseguir. En estricto sentido, no tenemos el dinero que él necesita, o lo tenemos pero no deberíamos gastarlo, no podemos continuar gastándolo así. No lo gano tan rápido, y si él percibe un poco, ni un solo dólar llega a casa. Si hoy fuera otro día, podría preguntarle si es cierto que irá a trabajar. Le diría con voz cansina y exasperada: Ya no tienes ese empleo, ¿verdad? E incluso me enojaría, en nuestra corta despedida le reprocharía que siempre se muestra indiferente e impenetrable, o sus mentiras y maquinaciones. Estar en el auto frente a la estación del metro me enfurece. ¿Por qué estos espacios de transición, estos umbrales, los momentos previos a la separación, son ideales para que estallemos como rápidas ráfagas de ametralladora?

      No esta mañana. Cualquier comentario amenazaría con encender la intrincada cadena de resentimientos que yace como una red eléctrica debajo de nuestra relación. Hoy la superficie es demasiado frágil. Sé que él no se siente bien.

      Se supone que la sinceridad debería ser el sello característico de una relación comprensiva, pero soy experta en tragarme lo que pienso justo cuando estoy a punto de decirlo, así que guardo silencio, y ni siquiera sé si pienso algo. Abro mi cartera negra de piel, la billetera de una adulta, que mi madre me regaló en mi cumpleaños, digo: Soy una profesional que tiene el derecho a darse sus gustos y saco dos billetes de veinte. Los sostengo en la mano y miro a K por un largo minuto: hablo con los ojos, siento mi perverso poder como la guardiana, el sostén del hogar, la fuente que concede todos los deseos. Puedo hacer que su ansia de drogas desaparezca. Retiré esta suma anoche, en el cajero automático de San Pablo camino a casa, justo en previsión de este intercambio, en conocimiento de mi papel. Sabía que iba a dársela. Ignoro por qué. Sólo sé que cada día pienso que debo cambiar y no lo hago. Me propongo hacer lo opuesto a esto —hacer de mi vida lo opuesto a esto— y entonces descubro que esto es una decisión que ya tomé.

      La enfermedad que yo sufro es amarlo. No escriben artículos sobre ella ni envían equipos de filmación para que nos sigan. Mi mal se llama codependencia, o propiciamiento, y en realidad no es un mal aunque lo parezca. Es más bien una difusa serie de tendencias y conductas que, dependiendo de su intensidad, se manifiesta como muchas cosas: un trastorno, un fastidio, una carga, una maldición o, en ocasiones, mera sensibilidad, una preferencia, una mentalidad. Puede manifestarse como las suaves y tintineantes notas de piano antes de que Patsy Cline entone ese primer craaaaazy, largo y quejumbroso. Crazy for thinking that my love could hold you. Éste es uno de una centena de himnos que han acabado por resultarme vagamente psicóticos conforme los aplico a mis circunstancias. Demasiadas canciones tratan de hombres que se libran del amor. Ésta en particular serviría para embellecer una carpetita codependiente: Crazy for trying, and crazy for crying, and crazy for loving you. Se vería muy bonita sobre la repisa de la chimenea. Por cierto, Willie Nelson escribió originalmente “Crazy” para el cantante de country Billy Walker, quien la rechazó con el argumento de que era un “tema para mujeres”. Según el biógrafo de Nelson, Patsy Cline “no aprobaba las canciones que la hicieran parecer dolida”, pero ésta llegó a los primeros lugares de popularidad y se convirtió en su sello distintivo.

      La codependencia es un tema para mujeres: el sonido de las silenciosas controladoras que están haciendo tareas y ordenando, el llanto y gimoteo de las largamente ignoradas, el gemido de las desconsoladas. Ese término tiene una extensa y compleja historia pero nunca se ha tomado en serio. Cuando se le comprende al fin,


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