Destructor de almas, te saludo. Nina Renata Aron
modalidades deplorables o tristes de la debilidad y la locura.
En el pasado, las codependientes éramos llamadas “co-alcohólicas”, lo cual no deja de ser curioso. Este apelativo alude a la medida de tu complicidad: para que ellos beban así requieren de alguien como tú que lo haga posible, una crédula inútil que espere en el auto en que se fugarán los dos. Algunos piensan que este mal es lo mismo que la adicción al amor o a las relaciones, un interés quebrantador en una fuente de validación externa. Otros creen que la constelación de conductas llamadas codependientes son respuestas inadaptadas a un trauma infantil que quizá no tenga nada que ver con el abuso de sustancias. Otros más razonan que la propia idea de codependencia es absurda y que las relaciones a las que se define como tales no deberían considerarse patológicas, puesto que no son más complicadas que cualquier otra. En años recientes, la teoría del apego ha prevalecido en algunas áreas del sistema de la salud mental, y un apego ansioso o inseguro se volvió una forma popular de señalar esos lazos disfuncionales. Si el estilo de apego que adquiriste en la niñez se distingue por la inseguridad, tenderás a buscar relaciones con una buena dosis de temor o tamizadas por el rechazo.
Las definiciones son variadas y en ocasiones endebles, las herramientas de diagnóstico defectuosas y los tratamientos muy diversos, pero esta forma de ser es real. En Love Is a Choice: The Definitive Book on Letting Go of Unhealthy Relationships (2003), Robert Hemfelt, Frank Minirth y Paul Meier afirmaron que la codependencia afecta a cuatro personas por cada alcohólico, y las estimaciones actuales del número de alcohólicos en Estados Unidos son muy elevadas. Un artículo publicado en 2017 en JAMA Psychiatry estableció que uno de cada ocho adultos de esa nación son alcohólicos, cifra que se juzga conservadora si se toman en cuenta las posibles deficiencias de su cálculo y el creciente número de drogadictos en dicho país. Esos autores, todos ellos médicos que tratan la codependencia, no son los únicos en alegar que “esta epidemia ya ha alcanzado un grado abrumador. La infelicidad, desesperanza y desperdicio de vidas que conlleva escapa por completo a nuestra comprensión”.
Sin embargo, si la codependencia es una afección que causa un sufrimiento generalizado y es responsable de una “epidemia de […] desperdicio de vidas”, ¿por qué no sabemos más sobre ella? El alcoholismo y su tratamiento se incorporaron a la conciencia popular hace mucho tiempo, y aunque podría asegurarse que todavía está estigmatizado y malentendido, a ese problema se le medica y normaliza cada vez más en la cultura occidental. En cambio, el co-alcoholismo (o codependencia), pese a que fue definido junto con el alcoholismo, aún se interpreta como una serie de conductas extremas de mujeres deprimidas. Ese término tuvo una amplia difusión a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, cuando se popularizó el movimiento de recuperación de los Doce Pasos, pero desde entonces ha sido abandonado y hasta ridiculizado. Mientras que en el tratamiento se enfatiza que el alcoholismo es una “enfermedad de familia”, las penalidades del codependiente —muy a menudo una mujer— se dejan de lado.
Por más que la familia suela estar presente en los programas de televisión, películas y artículos sobre la adicción, se le relega a las sombras y su angustia se estima un lamentable efecto de la dolencia, no un factor determinante, un enigma en el cual trabajar o una afección en sí misma. Nos inclinamos a creer que, después de todo, los miembros de la familia no son los protagonistas del drama, sino apenas actores secundarios. No obstante, convivir con la adicción es una experiencia peculiarmente insospechada: extenuante, deprimente, exasperante y con frecuencia aterradora. En un giro perverso, no está exenta de beneficios; a juicio de muchos, brinda cierta compensación emocional. Convivir con la adicción permite que los codependientes se sientan virtuosos y complacidos, o castigados y manipulados. Esta enfermedad da a nuestra vida su sustancia, y en algunos casos su propósito.
Comprobé en definitiva que el argumento del alcohólico o drogadicto solitario —propagado en las narraciones de adictos como Thomas De Quincey, Alexander Trocchi y John Cheever y reforzado por las versiones fílmicas de espíritus andrajosos y atormentados— supone un acto de ofuscación. Desde luego que sabemos que las maquinaciones del adicto ocurren en el marco de una soledad profunda. Caer en garras de este problema entraña un amargo aislamiento existencial, una confrontación con la propia debilidad e impotencia que ha demostrado ser una copiosa fuente de manifestaciones artísticas. Pero la adicción es también, necesariamente, una condición relacional. Excepto en las circunstancias más abyectas, alguien, en alguna parte, obtiene las ganancias, protege al adicto, limpia el desorden. Alguien está sentado junto a la ventana y espera. Alguien cree, confía, que hoy será diferente.
El mito del genio inspirado por Dios para crear en soledad grandes obras maestras es muy antiguo, salvo que ése no fue nunca el cuadro completo. Ahora sabemos que esta leyenda ignora convenientemente la labor de esposas, aprendices y asistentes, así como las fuerzas estructurales y particularidades institucionales que encumbran una obra y consagran a ciertos individuos. Es común que en el centro de las referencias literarias a la adicción hallemos a un sujeto, el adicto, en un solitario viaje épico a la salvación o en caída libre a la muerte. Pero ¿por qué tendría que vérsele en aislamiento? ¿Por qué no reconocemos por sistema que detrás de cada narcodependiente existe una auténtica sinfonía de energías ocultas? ¿Y a cuenta de qué esas energías no habrían de interesarnos?
Este libro emergió del deseo de cuestionar las ideas en las que se basa la codependencia y reanimar un intercambio acerca de lo que este mal significa para quienes dependen de sustancias. Quise escribir sobre el modo en que convivir con la adicción nos habitúa al caos y al miedo, nos induce a permanecer en una perpetua condición de víctimas y orienta nuestras decisiones en una dirección autodestructiva. Quise comprender mejor cómo se formuló originalmente este problema, quién lo hizo y para quién. Antes de que se nos permitiera tener propiedades, ejercer empleos remunerados o votar, las mujeres éramos sin duda las personas sobre las que el alcoholismo tenía más impacto. ¿Fuimos nosotras quienes ideamos el esquema de la codependencia con objeto de describir nuestra realidad o, como en el caso de tantas otras afecciones nuestras, ésta fue identificada y elaborada por un sistema psicológico predominantemente masculino? ¿Es cierto que esta dolencia existe? ¿En verdad es posible que se le trate, controle y cure? ¿Esto debe hacerse? ¿Hay algo liberador en la elección de aplicar esta lente a nuestra vida o sencillamente reproducimos gastadas ideas sobre el género, la familia, las relaciones y el amor, para no mencionar la adicción?
Este libro no sólo trata de mi vida. Trata por igual de la historia de las estadunidenses del siglo xix que durante un largo periodo se sintieron impotentes mientras veían que sus compañeros sucumbían al alcoholismo y que al final lucharon para desterrarlo. Trata de las mujeres que, una vez que sus esposos se integraron a Alcohólicos Anónimos (aa) a principios del siglo xx, descubrieron que tenían mucho en común y formaron la tertulia que más tarde sería Al-Anon. Trata de los hombres y mujeres que en las décadas de 1980 y 1990 propiciaron el auge de los libros de autoayuda, y del modo en que extendieron más allá del alcoholismo las nociones de la codependencia entonces vigentes.
Nuestra visión del amor y de la dependencia es compleja, moldeada como está por nuestra historia familiar y experiencias personales, y determinada por la cultura en la que vivimos. Tal como se le expresa en las relaciones sentimentales, la codependencia es muy similar a las representaciones del “amor verdadero” que vemos en la literatura y el cine (y que muchas mujeres como yo devoramos de niñas). La tarea de separar los hilos que componen nuestras relaciones amorosas a fin de explorar qué las mueve y qué las vuelve tóxicas es intimidatoria y apasionante. Me pregunto qué sería de nosotras si pudiéramos dar fe de otra manera del extremo dolor que la adicción causa en la vida de la gente y del modo en que intentamos cuadrar ese dolor con el amor.
Capítulo dos
“Éste es un amor como el de nuestros abuelos”, le dije a K un buen día y la frase se volvió un lema de nuestra relación, que él me repitió muchas veces cuando me veía con un vestido nuevo o intentaba calmarme tras una discusión. Pienso que también la repetía para que recordara que no debía esperar mucho de él; después de todo, el nuestro no era un amor de terapia, neutralidad de género o entre iguales evolucionados, sino un romance a la antigua, ruidoso y vivaz, que rugía con una violenta incertidumbre, en el que algunas lágrimas