Acordes para un lamento. Manuel M. Represa Suevos

Acordes para un lamento - Manuel M. Represa Suevos


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relacionadas con los motores a reacción de los aviones militares.

      Tenía los resultados de esa investigación que entregaría gustoso. Un tal Dowson, funcionario del departamento de defensa, había quedado con el viejo profesor esa mañana para recabar su opinión y recibir el informe completo de sus descubrimientos. Dowson era uno de esos agentes llamados de campo al que le gustaba la buena vida, las mujeres hermosas y algunas otras cosas no necesariamente legales. Era un hombre rudo de pelo rubio. Tenía grandes manos y la típica nariz de boxeados, probablemente rota en algún altercado de alguna de sus misiones. A pesar de su fuerte complexión, era alto y vestía bien. Su sentido de la justicia para con sus adversarios no siempre cuadraba con lo que sus superiores esperaban. Se podría decir que Dowson tenía una moral “distraída” en esas cuestiones, pero era un buen agente, plenamente consciente de la importancia de su misión.

      Se verían en el despacho del profesor a las nueve en punto, pero Ebrahim esa mañana llegaba tarde. El profesor apretó el paso. Cuando se encontraba en mitad del estrecho callejón se topó con dos figuras grises con sombrero y gabardina que le impedían continuar. Intentó franquearlos, pero los dos hombres se lo impidieron. El profesor los miró. Reconoció a uno de ellos, el más alto, por la enorme cicatriz que cruzaba su cara. La expresión de asombro del profesor se tornó en ira. Nadie escuchó el eco de la breve conversación que mantuvieron en mitad de la callejuela y que resonaba entre sus paredes. La discusión subió de tono.

      De pronto, Ebrahim no pudo articular palabra. Profirió un sordo chillido de dolor. Con los ojos desorbitados y la boca abierta sintió como el cuchillo le desgarraba los intestinos. Se llevó las manos al abdomen intentando tapar la hemorragia. Dos cuchilladas más, una a la altura de los riñones y otra en el pecho, hicieron que hincara las rodillas. Ebrahim sabía que lo habían matado y con el último soplo de vida murmuró con un hilo de voz algo ininteligible. El viejo profesor cayó de bruces con los ojos abiertos delante de sus asesinos. Se hizo el silencio. El suelo estaba mojado. Un reguero de sangre mezclada con agua discurría por el lateral de la calle empedrada hasta un sumidero cercano. En la penumbra las dos figuras parecían satisfechas de un trabajo bien realizado. Ambos miraban sin atisbo de compasión el cadáver.

      —¿Estará ya muerto?

      —¡Seguro! Le he rajado bien.

      —¡Venga, vámonos!

      —Espera, no tan deprisa… —dijo el más alto agarrando el brazo del otro—. Tenemos que encontrar los papeles. Los tiene que llevar encima, en su casa no había nada.

      Ambos sicarios rebuscaron en el maletín, pero no lograron encontrar nada que tuviese valor. Solo unas partituras con las que el profesor debía dar clase.

      —Aquí no hay nada de interés.

      —Puede que lo tenga en su despacho.

      —¡Larguémonos!

      Tiraron los papeles y desaparecieron entre las sombras de los callejones de la ciudad. Cuando llegaron la Polizei y los servicios de urgencia al lugar de los hechos, solo se pudo comprobar que el viejo profesor había fallecido.

      Dowson había llegado temprano a la universidad, y el conserje, según lo había dejado dicho Ebrahim, invitó a pasar Dowson al despecho donde podría esperarle de forma confortable. Dowson esperaba intranquilo debido a la tardanza del profesor. Eran más de las nueve y cuarto y la puntualidad de Ebrahim era acorde con la del país. Habían hablado por teléfono la noche anterior y Dowson lo encontró muy nervioso. Su tardanza no presagiaba nada bueno. Dowson sacó el teléfono para hacer una llamada y en ese momento la puerta se abrió de repente. Dos individuos entraron de forma abrupta. El agente se percató de que uno de ellos, el más alto y delgado, tenía ojos almendrados labios carnosos y pómulos marcados. El típico fenotipo egipcio pensó extrañado.

      —¿Quiénes son ustedes? —inquirió Dowson.

      —Somos… —el sicario no supo cómo seguir.

      —Ayudantes del profesor —dijo el más alto sin mucho convencimiento y con aire desafiante.

      Dowson se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien, hizo ademán de sacar su pistola, pero los dos hombres se abalanzaron derribándole. Se entabló una lucha desigual en la que Dowson llevó la peor parte. Unos instantes después, cuando el personal de la universidad entró al despacho alarmado por los ruidos de la pelea, solo pudo encontrar a Dowson noqueado. Las ventanas estaban abiertas y dos hombres corrían por el campus hasta perderse de vista. Dowson había tenido suerte, los sicarios prefirieron desaparecer antes que verse envueltos en una situación comprometedora. Aquella misma tarde ya se encontraban fuera del país alpino.

      Capítulo II

       Visita a Washington

      En Washington el clima era templado. Aquella primavera invitaba a conocer la ciudad y dar paseos relajados por alguno de los numerosos parques de la capital. Si bien existen muchas razones para visitar Washington, para Félix Brun aquello no resultaba un viaje de placer. Se había enterado de la muerte de su viejo amigo Ebrahim en Berna y sabía que su viaje desde Múnich debía estar de alguna forma relacionado con ese asunto. Félix estaba autorizado por el Ministerio de Defensa para colaborar con los Estados Unidos. En Washington le esperaba un antiguo conocido. El general Edward W. Harris, con quien ya había colaborado varias veces en el pasado.

      Félix Brun-Hoffman era un oficial de treinta y cinco años del ejército del aire. Ingeniero aeronáutico por afición y piloto militar por vocación. En aquellos momentos se encontraba en servicios especiales. Ahora desarrollaba su actividad de paisano en una oficina en Múnich. Una pena para muchas de sus conocidas, que consideraban que el uniforme le sentaba como un guante y lo hacía aún más atractivo. Félix era alto y de complexión atlética. Se había mantenido en forma, aunque ya no volaba tan a menudo como solía hacerlo cuando era capitán y estaba destinado en una Base Aérea. Desde que ascendió a comandante se le hacía extraño formar parte del “escuadrón Hispano-Olivetti”, como se conocía despectivamente a los oficiales que habían pasado a desarrollar su servicio en algún quehacer administrativo.

      Félix no solo era un hombre apuesto, también era inteligente. Sus capacidades se habían puesto de manifiesto en multitud de ocasiones. Sus ojos grises solían estar protegidos por las Ray-Ban de aviador que debía llevar casi siempre. Más por necesidad que por postureo. Sus retinas se habían vuelto muy sensibles a la luz y ahora necesitaba protección de día y gafas de ver por la noche para evitar los reflejos de las luces de otros coches. Un mal recuerdo por haber pasado muchos años destinado con los F-18 bajo el sol de Canarias.

      Aparte de su gran preparación técnica, Félix era una persona de interés para los servicios secretos de muchos países. Español de nacimiento. Su padre, con importantes contactos, había sido un astuto agregado comercial en la embajada de España en Estambul, donde Félix había pasado parte de su niñez. Su madre era natural de Alemania, hija de un diplomático que había servido por medio mundo. Gracias a ello, Félix había sido educado en un ambiente muy refinado y sabía hablar varios idiomas casi sin acento. Lo que hacía realmente interesante a Félix para aquel trabajo era su conocimiento de los aviones militares y su amistad con el profesor Ebrahim Soltani.

      Félix trabajaba desde hacía dos años en NETMA, la Agencia de la OTAN en Unterchaching, a las afueras de Múnich, donde se encargaba de la gestión de los últimos cazas Eurofighter que se iban a entregar a los países del proyecto. Recientemente había sido reasignado a una nueva oficina creada, para formar parte del programa FCAS. El ambicioso proyecto europeo para dotar a Francia, España y Alemania con un avión de combate de sexta generación. A su llegada al aeropuerto Dulles le esperaba un coche oficial que lo llevó hasta el Pentágono. En el despacho se encontraba el general Harris. Educado en West Point, primero de su promoción. Un hombre corpulento de pelo blanco y semblante apacible, aunque su puesto solía ser bastante complicado. Había servido en las dos Guerras del Golfo y nunca le tembló la mano a la hora de ordenar ataques con gran fuerza destructiva. Vestía traje de paisano, pero en las paredes se le podía ver perfectamente uniformado en varias fotografías con distintos presidentes de los Estados Unidos. La estancia


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