Un vaquero difícil. Erina Alcalá

Un vaquero difícil - Erina Alcalá


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Yo mejor que nadie lo sé.

      Emma se echó a llorar desesperada y lo abrazó.

      ―Papá, pero hay neurocirujanos como tú, radioterapia y quimioterapia.

      ―No voy a hacer eso, es demasiado tarde para mí. No me he notado nada hasta que ha sido demasiado tarde. Me quedan apenas tres meses de vida y no pienso pasarlas en el hospital, el tumor se ha extendido, tengo metástasis en varios órganos importantes, no te voy a dar los detalles, porque quiero pasar ese tiempo contigo. Tengo planes para ti.

      Emma no dejaba de llorar.

      ―No llores, hija. De todas formas, tú tienes que hacer tu vida. Dios me ha dado el tiempo suficiente para dejarte preparada.

      Y estuvo más de una hora llorando. El padre tenía que consolarla.

      ―Vamos, hija, eres una mujer. Tenemos que hablar en serio. Debemos dejar muchas cosas solucionadas.

      ―Papá, ¿qué voy a hacer sin ti?

      ―Vivir, hija, vivir cada día como si fuese el último.

      Cuando pasaron unos días, ella se calmó un poco y pasaban todo el tiempo juntos. Iban a desayunar juntos, a la playa, hablaban de todo y del futuro. Su padre le dijo que quería morir en casa y que solo debería ponerle morfina los últimos días que estuviese en casa, ya estaba al tanto su socio en la clínica y se lo proporcionaría.

      Le contó que tenía un seguro de vida de cuatrocientos mil euros desde hacía tiempo, y uno de decesos. Quería que lo incineraran y esparcieran las cenizas al mar frente a la casa, una noche, cuando ella quisiera.

      Emma, a veces, no podía soportar la tranquilidad que su padre tenía y no había momento que no llorara cuando no la veía.

      Le dijo que había vendido la clínica a su socio. Y le dijo el dinero que tenía, aparte de la casa, y que pusieron a nombre de los dos.

      Le aconsejó que no vendiera la casa de momento, porque tenía planes para ella. Entre el seguro, lo ahorrado y la mitad de la clínica, su padre tenía más de cincuenta millones de euros.

      ―Papá, esa es una gran cantidad de dinero.

      ―Por eso no quiero que vendas la casa, cuando te vayas, si no te va bien, siempre tienes un lugar donde volver y si estás bien, siempre puedes venderla.

      ―¿Dónde voy a ir, papá?

      ―Con tu madre a Estados Unidos. He hablado con ella.

      ―Pero, papá, si no la conozco. No he hablado con ella ni una sola vez.

      ―No quiero que estés sola, te quiere allí. Siempre te ha querido. Toma. ―Y le dio unas cartas.

      ―Van dirigidas a mí, le ha dado vergüenza escribirte a ti, pero nunca te ha olvidado. Me escribía cada mes durante todos estos años.

      ―Pero, papá, no quiero ir a Estados Unidos.

      ―Quiero que vayas, allí tienes una familia; si no te gusta, te vuelves. Tienes dinero para no trabajar en la vida, pero sé que quieres hacerlo, porque has estudiado para eso, podrás montar tu bufete allí y tendrás a tu madre. Cuando nos divorciamos, se casó con Donald Jones, un ranchero de Montana. Vive en un rancho allí, en Montana.

      ―¿En un rancho en Montana?, ¿y qué voy a hacer allí?

      ―Hay un pueblo grande cerca. Donald, con el hombre con el que vive, es un buen hombre y te acepta allí en el rancho. Ya he hablado con ellos, tenía un hijo antes de conocer a tu madre. Su mujer murió. El hijo, es unos años mayor que tú. Tendrás otra familia.

      ―Mi familia eres tú, papá.

      ―Pero yo no estaré, cariño.

      ―Está bien, iré, pero si no me gusta, me vengo a casa.

      ―Muy bien. Ya lo tenemos todo solucionado.

      Los siguientes días, semanas y meses, hicieron solo lo que su padre quería, que era dar paseos por la playa y hablar con ella, darle consejos, recordar los tiempos pasados, mirar fotos de cuando ella era pequeña, de sus viajes, leer las cartas de su madre…

      A veces, lo dejaba solo mirando al mar por la noche, cogidos de la mano en silencio y respiraban el anochecer.

      El tiempo se le iba a Juan Carlos, su padre, irremediablemente, y pasó julio y agosto bastante bien, pero en septiembre entró en fase terminal y el médico de cuidados paliativos pasaba todas las semanas; a ella le daba indicaciones de suministrarle la morfina, y cuando a mediados de septiembre su padre estaba siempre dormido, ella no se separaba para nada de su lado, ni de día ni de noche, llorando como una niña.

      Murió el veinticinco de septiembre, pero murió en su casa y en su cama.

      Todo se hizo como él quiso, fue incinerado y al tanatorio acudieron todos sus compañeros de la clínica, amigos, algunos pacientes; y a ella le daban ánimos.

      A los dos días, Emma echó sus cenizas al mar por la noche y entró en la casa vacía, sin su padre, para siempre.

      Al cabo de dos semanas, cuando se recuperó un poco, empezó a hacer las gestiones económicas, cobró el seguro de vida, y lo ingresó en su cuenta, esa que su padre había preparado para ella. Vendió los dos coches y con eso tendría para el viaje a Montana.

      Despidió a la mujer que habían tenido toda la vida. Se abrazaron llorando.

      Su padre ya le había dado una buena indemnización con anterioridad.

      Vació la piscina, la señora se llevó todo lo que había en la cocina y la dejó limpia, también le regaló las plantas y recogió algunas sábanas y las puso encima de los muebles.

      Sacó un billete para Nueva York y otro para Helena, en primera. Allí pensaba comprar un coche para ir conduciendo al rancho.

      Comprobó cómo estaba el tiempo y en Helena se compraría alguna ropa de invierno para el rancho porque seguro que allí haría frío. Reservó un hotel en el centro para dos días. Descansar y comprar. Llegaría por sorpresa al rancho.

      Ya estaba todo listo. Había quemado una etapa de su vida.

      Solo llevaba una maleta grande y un maletín con su pc y sus títulos, junto a su bolso de mano. El resto, lo dejó en su casa, y en el bolso de mano todos los carnés y documentos y las llaves de la casa, las tarjetas, el pasaporte...

      Con su padre abrió dos cuentas. Una que no tocaría con cuarenta y nueve millones ochocientos mil euros.

      Y una con tarjeta para gastos con ciento noventa mil euros. Y diez mil euros sueltos.

      Una semana antes había ido al banco a cambiarlos a dólares.

      En total llevaba, cuando miró sus cuentas, casi cincuenta y seis millones de dólares en la de ahorro y en la de gastos, doscientos catorce mil dólares.

      En el aeropuerto cambió el resto que le sobró de los diez mil euros, porque ya no le harían falta en euros, y que destinaría a comer, pagar el hotel y gasolina para el coche, taxis, etc.

      El uno de octubre iba camino de Nueva York, inquieta y delgada.

      Emma siempre había sido delgada, pero ahora tenía una talla treinta y seis, claro, que no pasaba el metro sesenta, unos ojos verdes como su padre, que habían perdido vida.

      Durante el vuelo en primera, iba dormitando casi todo el vuelo. Cierto que en primera iba cómoda y se estaba bien, aunque el viaje se le hizo largo.

      Cuando llegó a Nueva York, facturó de nuevo la maleta, pero debía esperar dos horas, que dedicó a comprar alguna revista, refrescarse un poco y comer.

      El viaje a Helena se le hizo más corto. Hacía un frío que pelaba y debía comprarse ropa de invierno ya, y un coche al día siguiente.

      Tomó un taxi que la llevó al hotel, pidió cena, se dio una buena ducha y se acostó hasta el día siguiente. Aunque eran las


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