Vaticinio de amor. Christine Cross

Vaticinio de amor - Christine Cross


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      —Me hicieron renunciar al amor de mis padres, a mis sueños de formar una familia. Mi carne, ahora envejecida, no ha conocido el roce de la carne de un hombre ni los placeres y goces del lecho nupcial. Mis entrañas nunca se abrirán a una descendencia y ninguna voz me llamará madre, porque como máxima sacerdotisa de Vesta, diosa del hogar, diosa de Roma, soy madre del estado, madre del pueblo —declaró con voz fría y amarga—; una árida maternidad que ha secado mis entrañas y mi corazón, y me ha dejado sola.

      Aunque quisiera consolarla, Lavinia no podría hacerlo, pues las palabras de Laelia le habían recordado sus propios sueños perdidos. Primero había derramado lágrimas infantiles, nada comparable a las amargas lágrimas que había vertido cuando había despertado a su condición de mujer y se había encontrado sepultada en una fría prisión de normas y privilegios. Había sentido un gran vacío interior, como si algo le desgarrase las entrañas, al darse cuenta de que nunca conocería el placer del amor ni el significado de la pasión, de la que solo había oído hablar en las leyendas de Venus, diosa del amor. Entonces había odiado profundamente su condición de virgen sacerdotisa. Después, con el tiempo, se había resignado a la voluntad de los dioses; pero ahora los antiguos sentimientos habían vuelto a brotar con fuerza sumiéndola en la confusión.

      La voz de Laelia era un murmullo de fondo en el caos de sus emociones hasta que escuchó los ecos de un odio antiguo en las palabras que le llegaban.

      —… tu padre, el senador; tu madre, una matrona de reconocida belleza. Todo fue fácil para ti, llegaste aquí con tu dulce carita y tu mirada inocente y conquistaste a todas… salvo a mí —admitió girándose bruscamente y acercándose a ella con paso majestuoso. Aunque Lavinia era más alta que ella, el profundo rencor que vio en sus ojos la asustó, aunque no se permitió dar un paso atrás. La mujer continuó—: Te odié desde que te vi porque supe que un día ocuparías mi lugar. Y ahora te odio mucho más porque has logrado lo que yo nunca pude lograr.

      La voz fría se le clavaba en las entrañas mientras las palabras seguían cayendo de aquella boca destilando odio.

      La puerta se abrió de golpe y Lidia brincó en su asiento. Lavinia entró en la habitación con el rostro tan pálido como su túnica.

      —Necesito mi manto y el velo.

      —¿Qué ha pasado? —preguntó Lidia nerviosa mientras se apresuraba a hacer lo que le habían pedido.

      —Me han convocado al palacio del emperador—soltó ella de golpe.

      A Lidia se le cayó el manto de las manos cuando se giró rápidamente hacia Lavinia. Su rostro moreno se había puesto blanco.

      —El em… emperador —balbuceó—. ¿Habrá descubierto que me salvaste la vida? ¡Ay, mi señor! —exclamó haciendo el signo de la cruz—. Iré contigo.

      —¡Por supuesto que no! ¿Te has vuelto loca? —le espetó debatiéndose entre la ira y los nervios—. No puedes entrar en el palacio siendo cristiana, Domiciano te mandaría matar.

      —Pero tú no puedes ir sola, lo sabes bien.

      —Pues pediré a otra sierva que me acompañe —respondió decidida. Al ver que Lidia se retorcía las manos con nerviosismo, agregó—:No me va a pasar nada, ya lo verás. Volveré enseguida y podrás seguir regañándome todo lo que quieras por mi terquedad.

      Esbozó una sonrisa tranquilizadora rogando en su interior por estar en lo cierto. Tomó el manto, que todavía se encontraba tirado en el suelo, y el velo de la mano de Lidia y le dedicó otra sonrisa antes de salir.

      Cerró la puerta tras ella y se apoyó sobre la áspera madera dejando escapar un tembloroso suspiro. ¡Todopoderoso Júpiter, en qué lío se había metido esta vez!

      A pesar de la multitud que se congregaba en el patio abierto, el silencio era sepulcral. Solo se escuchaba el entrechocar del hierro y la respiración agitada de los dos contrincantes. Los dos hombres jóvenes, desnudos de cintura para arriba, parecían igualarse en musculatura y agilidad, si bien el más alto de ellos, de cabello rubio y rostro anguloso que recordaba al de los antiguos dioses celtas, poseía mayor habilidad y experiencia que el otro, algo más bajo y de cabello negro.

      El hombre levantó el gladius tensando toda la musculatura de la espalda y asestó un fuerte golpe a su compañero, pero este se encontraba ya prevenido y elevó su escudo aprovechando el impulso de su oponente para empujarlo, lo que desestabilizó al más bajoy le hizo caer por tierra encontrándose de pronto con la afilada punta de la espada del más alto sobre su garganta. Soltó el aire lentamente y esbozó una sonrisa mientras apresaba la mano que el gigante rubio le tendía.

      —Ha sido un buen combate, Lucius—le dijo al joven de cabello oscuro.

      —Es un placer machacarte de vez en cuando, Marcus —se jactó su compañero esbozando una mueca irónica al limpiarse la tierra que se había adherido a sus calzones de piel al caer al suelo derrotado.

      —Al menos lo intentas —le replicó con una media sonrisa antes de girarse hacia los soldados que contemplaban la escena en silencio. Sus ojos, que se veían de un azul más intenso en contraste con su rostro moreno, se clavaron en sus hombres. Entonces levantó la espada y alzó la voz—: Esta, soldados, es vuestra salvación en la batalla y vuestra única esperanza en un combate cuerpo a cuerpo si sabéis utilizarla con inteligencia y destreza. Cuando aprendáis a usarla, seréis dignos de llamaros legionarios.

      Su alta estatura, el cabello rubio, su cuerpo formado por poderosos músculos, y el rostro de mandíbula cuadrada y pómulos altos, le conferían el aspecto de un dios nórdico.

      Volvió a mirar a sus hombres, muchachos jóvenes que acababan de comenzar su adiestramiento, e hizo un pequeño gesto de asentimiento para que sus oficiales emprendiesen de nuevo los entrenamientos. Observó cómo bajo las órdenes de aquellos, los reclutas se cargaban a la espalda los pesados sacos de arena, a modo de coraza, y tomaban los bastones de madera —el doble de pesados que una espada— preparándose para combatir. Asintió satisfecho, entregó el gladio que había usado para la demostración, sin filo y sin punta, a uno de los oficiales y este le devolvió su propia espada. Luego, echó a andar al lado de su amigo en dirección a los edificios de acuartelamiento.

      Lucius contempló el pomo y la empuñadura de marfil de la espada y esbozó una sonrisa.

      —Veo que aún conservas la espada de tu padre. ¿Siguen tus padres en Britania?

      Marcus asintió.

      —Mi madre no quería abandonar su tierra natal y mi padre nunca la abandonaría a ella, así que… —concluyó encogiéndose de hombros.

      —Tu madre es una mujer formidable —comentó con tono de admiración.

      —Lo es —admitió su amigo.

      —Y bien, ¿cuándo te vas a buscar una como ella? —le preguntó Lucius con una sonrisa mientras le palmeaba con fuerza la espalda levantando una nube de polvo.

      Marcus negó con la cabeza.

      —Mi vida es servir al Imperio, no tengo tiempo para otras responsabilidades.

      Responsabilidad. Una carga. Eso suponía para él el matrimonio. Algunos años atrás no pensaba así; creía firmemente que el amor implicaba amistad profunda, confianza, respeto y fidelidad, como en el caso de sus padres, hasta que lo habían traicionado. Siendo aún un muchacho, acababa de hacer su juramento como legionario y se jactaba orgulloso de ello. En aquel entonces, se había enamorado hasta los huesos de una noble patricia que parecía corresponder a sus sentimientos. Sus padres le habían dicho que aún era joven, pero él no los había escuchado y se había comprometido con Julia. Imaginaba su vida junto a ella, formando una familia, riéndose juntos, gozando de los placeres del amor. Hasta que había descubierto que ella ya gozaba de esos mismos placeres con otro. La muchacha había conocido a un joven senador, y abandonó a Marcus para irse con él. La dura realidad le había hecho comprender que sus sueños


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