Vaticinio de amor. Christine Cross

Vaticinio de amor - Christine Cross


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sonrió haciendo que la piel de la cicatriz que le atravesaba la mejilla desde la base de la mandíbula hasta el ojo se frunciese aún más. Conocía el carácter mujeriego de Lucius, que aprovechaba cualquier oportunidad para ocuparse de sí mismo, aunque nunca dejaba insatisfecha a ninguna mujer y por eso lo adoraban, además de por su cuerpo y sus ojos negros que siempre parecían soñolientos y despertaban todo tipo de pensamientos en las féminas. Marcus sabía que esos ojos podían volverse tan fríos como el aire en el norte de Britania cuando empuñaba una espada.

      —¿A qué has venido, Lucius? —le preguntó deseando cambiar de tema—. No creo que haya sido únicamente para que te diese una paliza delante de mis hombres.

      —Te he dejado ganar. No podía permitirme humillar a un centurión delante de sus tropas —le aseguró con fingida sinceridad—. ¿Qué sería de tu reputación?

      Marcus gruñó y le asestó un fuerte codazo en las costillas. Lucius soltó una carcajada que acentuó los hoyuelos de sus mejillas. Se conocían desde que eran niños y jugaban juntos a entablar combates de los que habían salido ganando solo algunas contusiones y heridas sin importancia, pero que los había convertido en verdaderos hermanos.

      —Te han convocado al palacio del emperador —le soltó Lucius de pronto, recuperando la seriedad.

      —¿Por qué?

      Su amigo se encogió de hombros.

      —Yo solo soy el mensajero.

      Continuaron avanzando en silencio, sumido cada uno en sus propias reflexiones. Marcus frunció el ceño mientras se preguntaba, con preocupación, si no le habría ocurrido algo a su padre. Un legionario lo era para toda la vida y, al fin y al cabo, su padre todavía se mantenía joven y apto para la lucha. Por otro lado, sus padres vivían en una de las provincias romanas que más problemas tenía en sus fronteras, ya que debían defenderlas constantemente de los galeses, los ordovicos y, especialmente, de los bárbaros caledonios que aún no se habían sometido al dominio de Roma. ¿Habrían llamado de nuevo a su padre a la lucha?

      Lucius, por su parte, reflexionaba en la llamada que él mismo había recibido. En realidad, no fungía solo como mensajero, también él debía presentarse ante el prefecto de la legión, a pesar de que pertenecía a un cuerpo diferente; desempeñaba el cargo de tribuno en la Guardia Pretoriana. ¿Para qué lo requería entonces el prefecto de la legión? La voz de Marcus interrumpió sus reflexiones.

      —¿La llamada es de Domiciano?

      —No, tenemos que presentarnos ante el prefecto Marzius.

      Marcus se detuvo.

      —¿Tenemos? —repitió arqueando las rubias cejas sorprendido.

      —Así es.

      —Pero tú perteneces a la Guardia Pretoriana; tenéis vuestro propio prefecto.

      —¿Acaso crees que no lo sé? —le espetó Lucius. Se notaba la frustración en su voz—. Averiguaremos qué sucede cuando lleguemos al palacio.

      Entraron en el campamento por la puerta pretoria sorteando las tiendas hasta alcanzar la de Marcus. En el interior, un esclavo se apresuró a entregarles unas copas con vino agrio mientras otro disponía todo para que se lavaran.

      —¿Cuántas unidades se están entrenando? —se interesó Lucius sabiendo que no tocarían de nuevo el asunto de la convocatoria hasta que no se encontrasen a solas.

      —Dos centurias, aproximadamente unos trescientos hombres.

      Lucius emitió un silbido de admiración. Marcus continuó:

      —La mayoría de los reclutas han pasado las pruebas físicas —le explicó—, ahora trabajan con las armas y, dentro de poco, podrán hacer su juramento.

      Lucius tomó un trago de su copa y contuvo una mueca de desagrado, nunca le había gustado esa bebida agriada. Observó a Marcus eliminar el polvo de su pecho y brazos con un paño húmedo.

      Después de la traición de Julia, su amigo había descargado su furia en el combate, así lo atestiguaban las numerosas cicatrices que surcaban su espalda. Había abandonado Roma uniéndose primero a las legiones que protegían las fronteras del Danubio, siempre en constante guerra con los germanos; después, cuando en el año 69 se habían disputado el Imperio cuatro emperadores, Marcus se había unido a las tropas de Vespasiano, a quien conocía porque había sido comandante general de su padre durante la invasión de Britania. En la segunda batalla de Brediacum las legiones de Vespasiano obtuvieron la victoria y el emperador entró triunfante en Roma a mediados del año 70.

      Cuando volvió a encontrarse con su amigo, Marcus había dejado atrás la furia que lo había arrancado de Roma, pero se había transformado en un hombre cínico y serio que vivía solo para el deber. Su rostro parecía mostrar siempre un rictus de amargura.

      —¿No te cansas de ser instructor? —le preguntó con curiosidad.

      Marcus se encogió de hombros.

      —Mientras pueda servir al Imperio y blandir una espada…

      —Sabes que eso no es lo único en la vida.

      —¿Ah, no? —replicó con ironía—, ¿qué otra cosa puede haber?

      —Tener una vida —respondió Lucius con un suspiro de cansancio—, construir un hogar, formar una familia.

      Marcus elevó una ceja y le lanzó una mirada cargada de escepticismo. Su amigo, con su metro ochenta de estatura, su cabello ondulado y ojos negros como la pizarra, sus pestañas largas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz rectilínea y un cuerpo endurecido por largos entrenamientos, era un mujeriego consumado.

      —¿Y eso me lo dice un hombre que forma parte de la Guardia Pretoriana, la guardia personal del emperador, y que va de mujer en mujer como un insecto libando de flor en flor?

      Lucius negó con la cabeza exasperado.

      —Esto te lo dice un amigo que se considera tu hermano.

      —Pues mi hermano debería vivir lo que predica —le gruñó arrojándole el paño húmedo.

      Lucius lo atrapó antes de que le golpease en la cara y fue a lavarse.

      —Lo haré en cuanto encuentre a la mujer adecuada —le replicó.

      —No hay mujeres adecuadas; todas son iguales, traicioneras, vanidosas e interesadas—declaró con la voz teñida de amargura.

      —No todas las mujeres son como Julia, Marcus.

      —Déjalo así —le espetó con sequedad—. ¿Tienes las órdenes?

      Lucius resopló con frustración.

      —Algún día aparecerá la mujer que te hará tragar esas palabras—le aseguró.

      Dejó la copa a un lado y se vistió la túnica corta que solía usar con los pantalones. Se dirigió hacia un rincón de la tienda y hurgó en el interior de sus alforjas, extrajo un rollo de pergamino en el que se apreciaba el sello imperial y se lo entregó.

      Marcus lo leyó atentamente.

      —¿Qué pone en el tuyo? —le preguntó extendiéndole el rollo.

      Lucius le echó un vistazo por encima.

      —Más o menos lo mismo, que me presente lo antes posible ante Marzius. El por qué queda velado por las frases pomposas que han utilizado.

      Marcus asintió mirando el pergamino con el ceño fruncido.

      —Apelan mucho al honor y a la defensa de Roma. Como dices, sabremos más en cuanto lleguemos allí. ¿Por qué has venido tú a entregarme el mensaje? —Quiso saber—. Podría haberlo hecho cualquier mensajero.

      —Me preguntaron si sabía dónde te encontrabas y me ofrecí voluntario para traértelo.

      —¿Haciendo un viaje de más de tres


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