Nuevos enigmas de la biblia 2. Ariel Álvarez Valdés
de pronto la batalla da la vuelta. ¿Qué ocurrió? El relato –del capítulo 4– no lo dice; solo comenta: «Yahvé sembró el pánico en Sísara, en sus carros y en su ejército» (Jue 4,15). Pero el poema –del capítulo 5– aclara el misterio: «Desde los cielos lucharon las estrellas; desde sus órbitas lucharon contra Sísara; el torrente Quisón los barrió; el viejo torrente Quisón» (Jue 5,20-21).
Al parecer, aquel día se desató una fuerte tormenta que hizo desbordar el río Quisón e inundó el valle de los alrededores. El suelo arcilloso quedó convertido en un lodazal y los carros de Sísara se empantanaron sin poder maniobrar, de manera que la principal arma ofensiva de los cananeos se transformó en su debilidad, circunstancia que fue aprovechada por las tropas de Barac: «Todo el ejército de Sísara murió a filo de espada; no quedó ni uno» (Jue 4,16).
La estrategia de Débora fue inteligente. Eligió como lugar de concentración una montaña, para que los cananeos con sus carros no pudieran subir hasta allí y así poder decidir ella cuándo comenzar la batalla. Teniendo la iniciativa en sus manos, los israelitas aguardaron. Y, cuando una tormenta les ofreció la oportunidad del éxito, atacaron.
La cabeza contra el suelo
¿Qué pasó con el jefe cananeo? Con gran ironía, el autor dice que «Sísara bajó de su carro y escapó a pie» (Jue 4,15). ¡El poseedor de novecientos carros no pudo utilizar ninguno en su huida, y debió escapar corriendo!
En este punto, la narración vuelve a tomar un giro sorprendente. Vagando sin rumbo fijo, el general Sísara llegó hasta la aldea de Kédesh, pocos kilómetros al sur de donde se había desarrollado la batalla (diferente de la Kédesh donde vivía Barac), y buscó refugio en la tienda de una mujer llamada Yael. Ella reconoció al militar cananeo; no obstante lo acogió amablemente, le dio de beber una copa con leche, lo tranquilizó y le recostó en un rincón de la tienda para que descansara, cubriéndolo con un manto (Jue 4,17-20).
Cuando, finalmente, él se durmió, ella tomó un martillo y una estaca, de las usadas para asegurar la lona de las tiendas en el suelo, se acercó en silencio y se la clavó en la sien con tanta violencia que le atravesó el cráneo de lado a lado (Jue 4,21). Resulta evidente el sarcasmo del autor sagrado: un guerrero como Sísara, comandante del ejército que poseía la mejor tecnología armamentista de la Edad de Hierro, termina muerto por un ama de casa con el arma más rudimentaria de la época. Así sucumbió el hombre que había avergonzado y aterrorizado a Israel durante cuarenta años.
Un título excepcional
Cuando más tarde llegó Barac a aquel lugar persiguiendo a Sísara, Yael le salió al encuentro y le mostró con orgullo el cuerpo inerte del militar cananeo, tendido en un rincón de su tienda (Jue 4,22). Comprendió entonces Barac lo que Débora había querido decir con sus profecías. En la segunda, cuando anuncia que «Yahvé entregará a Sísara en manos de una mujer» (Jue 4,9), aludía a Yael. Barac, que no conoce a esta muchacha, pensaba que se refería a Débora y, confiado, marchó con ella a la batalla, confusión que sirve para crear intriga en la narración. Y en el tercer oráculo, cuando Débora le dice a Barac: «Hoy Yahvé entregará a Sísara en tus manos», Barac cree que Dios ha cambiado de opinión y que será él quien mate al jefe cananeo. Por eso persigue a Sísara para eliminarlo. Pero, en realidad, esa tarea le corresponderá a Yael. Será ella quien entregue a Sísara en sus manos. ¡Pero muerto!
Al terminar la batalla, Débora entona una larga canción celebrando su victoria (Jue 5). El texto en realidad afirma que «Débora y Barac cantaron este cántico» (Jue 5,1). Pero el verbo «cantar», en hebreo, está en singular femenino, lo cual indica que, en el texto original, únicamente ella lo cantaba. Más tarde un escriba decidió añadir el nombre de Barac, quizá para evitar que una mujer se llevara toda la gloria de tan fantástico poema.
Esta es la única vez en el libro de los Jueces que un juez entona un himno de victoria. Es, además, el discurso más prolongado que la Biblia pone en labios de una mujer. Y, por si fuera poco, este cántico le confiere a Débora un título extraordinario: el de «madre de Israel» (Jue 5,7). Es la única mujer en toda la Biblia a quien la tradición le reconoce el honor de la maternidad espiritual del pueblo hebreo.
Muchos hombres, muchos carros
¿Es histórica la batalla de Débora y los cananeos? Aparentemente sí. El autor parece utilizar nombres de personas auténticas y hace referencia a tradiciones muy antiguas. Pero muchos elementos del relato son poco creíbles, e incluso incoherentes. Por ejemplo:
1) Habla de Yabín, «rey de Canaán» (Jue 4,2.23), título que no tiene sentido, ya que nunca existió un rey de Canaán, sino que hubo varios reyes de diversas ciudades-Estado cananeas.
2) Dice que Yabín gobernaba desde Jasor, lo cual es imposible, porque, según la evidencia arqueológica, la ciudad de Jasor en aquel tiempo se hallaba destruida y ya no existía.
3) Además, la Biblia cuenta que Yabín había combatido cien años antes contra el general Josué, siendo derrotado (Jos 11) y asesinado; por tanto, en la época de Débora hacía un siglo que había muerto.
4) El relato menciona cifras desorbitadas, como los «diez mil hombres» israelitas (Jue 4,6) o los «novecientos carros de hierro» cananeos (Jue 4,13). Resulta difícil imaginar un despliegue militar semejante en el siglo XII a. C.
Debemos concluir, por tanto, que, si hubo algún enfrentamiento, debió de haber sido mucho más modesto. La tradición israelita se encargó más tarde de agrandarlo y cubrirlo con un ropaje legendario y folclórico para enseñar que era posible conseguir victorias militares ante enemigos poderosos si uno confía en Yahvé.
La salvación nos aguarda
Débora era un ama de casa y madre de familia que ejercía además como profetisa y juez. Cada mañana, desde su bucólico «despacho», escuchaba los problemas de la gente. Conocía la angustia de los más pobres, el tormento de los oprimidos y la agonía de los pisoteados por los poderosos. Y allí, sentada a la sombra de una palmera, lloraba el dolor de sus vecinos. Hasta que un día no pudo más y decidió hacer algo para remediar tanta pena. Así llegó a convertirse en salvadora de Israel.
Todos podemos hacer algo para disminuir el dolor que nos rodea. Dios no nos pide que despleguemos grandes hazañas ni que emprendamos acciones intrépidas. Cuando un dolor punza a alguien, ayudar a aliviarlo ya es una tarea grandiosa.
En cierta ocasión, un niño de 9 años se hallaba sentado en su banco de la escuela. De pronto apareció un charquito entre sus pies y en la parte delantera de su pantalón. Nunca antes le había sucedido. Se le paralizó el corazón, muerto de vergüenza. Cuando sus compañeros lo vieran, nunca más lo dejarían en paz, y sus compañeras ya no le hablarían. Bajó entonces la cabeza y oró: «Querido Dios, ayúdame; ¡pero ya!, porque dentro de dos minutos estaré perdido». Cuando alzó los ojos, vio que la maestra se acercaba. Iba a descubrirlo. Entonces apareció una niña cargando con la pecera que había en el aula y, al llegar a él, tropezó y le tiró encima el agua. El niño se hizo el enojado, pero por dentro decía: «Gracias, Dios, por esta ayuda imprevista». Así, en vez de ser ridiculizado pasó a ser compadecido: los compañeros le ayudaban, las compañeras le secaban, la maestra le alcanzó un pantalón para cambiarse. Y el ridículo lo sufrió la niña. Al salir de clase, el niño se cruzó con la pequeña en la parada del autobús. Se acercó y le susurró: «Hiciste eso a propósito, ¿verdad?». Y ella le dijo: «Es que yo también una vez me mojé la ropa».
Quien ha sufrido en carne propia sabe lo que duele la aflicción ajena y trata de remediarla. Y por eso mismo su acto se vuelve heroico. Porque héroe no es quien emprende grandes gestas, sino aquel que, en cada momento, hace lo mejor que puede.
PARA CONTINUAR LA LECTURA
SICRE, J. L., Josué. Estella, Verbo Divino, 2002.
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