Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre Díaz
«La Orden no es tuya», le asevera la misma voz interior (cf. 2Cel 213; LP 112).
Y en San Damián brotó del corazón de Francisco la primera parte del Cántico de las criaturas, tras una noche sin dormir, de fuertes dolores y de ratones que le rodeaban por todas partes (cf. LP 83): todo lo contrario, pues, de ese contexto romántico y sentimental en el que espontáneamente tiende a colocarse el Cántico, reduciéndolo al canto de un poeta religioso en la contemplación de la naturaleza, o desde la nostalgia de aquello que, debido a su ceguera, ya no puede contemplar. El Cántico es ante todo y sobre todo un canto por la liberación de las garras de la noche, al que Francisco, como es habitual en él, quiere ver asociado todo lo creado, que ahora le es devuelto como hermano, y, desde aquí, no solo es objeto, sino también sujeto de la alabanza.
Pero, una vez más, para no dejarse llevar por la primera impresión y poder entrar en el corazón del Cántico, es necesario tener presente que «las realidades cósmicas que evoca y celebra son a la par cosas y símbolos» 30; que el Cántico, más que cantar las cosas en su objetividad –es incuestionable su unilateralidad a este respecto al contemplar solo la parte positiva de las criaturas–, las canta desde la subjetividad y afectividad del cantor; más que hablar de las cosas en sí mismas habla del alma de su autor, y desde aquí cobra todo su sentido, y podemos entender lo que es su centro de convergencia: Francisco, el «hermano», el hombre fraterno que, reconciliado consigo mismo y transformada su mirada sobre la realidad, vive como hermano no solo las estrellas preciosas, sino también al que le rechaza, la enfermedad y la misma muerte.
Y no habrá que dejar de notar, por lo que aquí nos interesa, que el Cántico de las criaturas nos desvela otro aspecto importante de la actitud de Francisco ante la enfermedad y el dolor: es una oración en medio del sufrimiento.
Según el testimonio de las fuentes biográficas, «en este mismo tiempo» (LP 84), aunque en un segundo momento, Francisco compuso para su Cántico de las criaturas la estrofa sobre el perdón y la enfermedad, con el propósito –logrado– de reconciliar al obispo y el alcalde de Asís, gravemente enfrentados:
Loado seas, mi Señor, por los que perdonan por tu amor
y soportan la enfermedad y la tribulación.
Dichosos aquellos que las soportarán en paz,
pues por ti, Altísimo, coronados serán (Cánt 10-11).
Según la Leyenda de Perusa (LP 84), lo que Francisco añadió en esta ocasión fue un verso –unum versum–, lo que permite pensar que lo que hizo el santo fue reformular una estrofa que ya formaba parte del Cántico, añadiendo tan solo «por los que perdonan por tu amor». Con la alabanza a Dios por la enfermedad y la «tribulación» aceptadas, «so-portadas» (cargadas libremente sobre sí) en paz, Francisco reconocía agradecido, presumiblemente ya desde el principio, uno de los presupuestos y al mismo tiempo derivados de su liberación de la noche 31.
d) La hermana muerte
Probablemente, en junio del mismo año 1225 se logró llevar a Francisco a la ciudad de Rieti, donde comenzaron de inmediato las curas de vario género: «Sufrió cauterios en varias partes de la cabeza, le sajaron las venas, le pusieron emplastos, le inyectaron colirios» (1Cel 101). Ninguna de estas curas le proporcionó alivio, por lo que se le trasladó a San Fabián de La Foresta, en las cercanía de Rieti (cf. LP 67), y, cuando se consideró que era el tiempo oportuno para nuevas y más radicales curas, se le llevó al eremitorio de Fontecolombo, no distante de La Foresta (cf. LP 86), donde un cirujano procedió a la cauterización de la parte superior de la mejilla hasta el entrecejo, para sacarle la gran cantidad de líquido inflamatorio que día y noche le goteaba por los ojos (cf. 2Cel 166; LP 86). Los compañeros del santo describen así el cauterio:
Un día vino el médico, provisto de un hierro con que solía cauterizar en casos de enfermedad de los ojos. Mandó hacer fuego para calentarlo; encendido el fuego, puso en él el hierro. El bienaventurado Francisco, para reconfortar su ánimo y apartar todo temor, dijo al fuego: «Hermano mío fuego, el Señor te ha creado noble y útil entre todas las criaturas. Sé cortés conmigo en esta hora, ya que siempre te he amado y continuaré amándote por el amor del Señor, que te creó. Pido a nuestro Creador que aminore tu ardor para que yo pueda soportarlo». Terminada la súplica, hizo la señal de la cruz sobre el fuego.
Nosotros, que estábamos con él, nos retiramos por el amor que le teníamos y la compasión que nos producía. Cuando el médico concluyó su trabajo, volvimos a él y nos dijo: «¡Cobardes! ¡Hombres de poca fe! ¿Por qué habéis huido? En verdad os digo que no he sentido dolor alguno, ni siquiera el calor del fuego» (LP 86).
El relato biográfico nos permite reconocer en los hechos narrados al Francisco del Cántico de las criaturas: pacificado, reconciliado con el propio límite y la contradicción, la enfermedad y la muerte, que porta fraternamente sobre sí (soporta), privándolos de su aguijón y haciéndolos hermanos.
Fontecolombo significa para Francisco un paso importante en la culminación de su experiencia espiritual del sufrimiento: no es un héroe ni un estoico; sin negar el dolor ni racionalizarlo, lo soporta con una libertad admirable y una paz especial, que ciertamente no se improvisa, es conquista humana y gracia de Dios: el secreto de su actitud frente al dolor está en la aceptación psicológica y antropológica, y sobre todo espiritual, desde una confianza absoluta en Dios, que fundamenta el sentido de su existencia y se abandona en acto de fe, y desde su identificación afectiva y efectiva con Cristo siervo y varón de dolores: le había pedido al Señor en el monte Alverna identificarse con su amor crucificado compartiendo los dolores de su pasión (cf. CLl 3), y se le dio la impresión de las llagas en su cuerpo; ahora había de culminar su identificación amorosa con el «varón de dolores» crucificado, en quien Dios dijo su última palabra sobre el sufrimiento haciéndolo suyo y revelándonos en ello su amor absoluto.
Las fuentes biográficas nos ofrecen un particular relacionado con la estancia de Francisco en Fontecolombo para la cauterización (cf. LP 89; 2Cel 92), que resulta especialmente significativo por lo que a nuestro caso se refiere: el cirujano, conociendo la compasión de Francisco para con los pobres y necesitados, y quizá con la pretensión de que ello le sirviera al santo para alejar la mente de sus sufrimientos y de anestésico para su cauterización –en el caso en que el hecho hubiera de ponerse en relación directa con esta–, le contó la situación de una viuda pobre a la que él estaba atendiendo en su enfermedad de los ojos de manera absolutamente desinteresada y a la que además, dada su pobreza, él ayudaba en su necesidad. Terminada la cura, Francisco hizo llamar a uno de sus compañeros íntimos y, entregándole el manto con el que se protegía del frío del lugar, le dijo:
Toma este manto y también doce panes; vete y di a la mujer pobre y enferma que te indicará el médico que la atiende: «Un hombre a quien prestaste este manto te da las gracias por el préstamo que le hiciste; ahora toma lo que es tuyo». Fue el hermano e hizo lo que le dijo el bienaventurado Francisco (LP 89).
A este lugar de Fontecolombo cabe referir también diversos gestos y prodigios de solidaridad de Francisco en medio de los fortísimos dolores de su enfermedad: una comida ofrecida al médico que lo atendía en agradecimiento por sus servicios (cf. 2Cel 44; LP 68), una ayuda «prodigiosa» al mismo médico para evitar que su casa se derrumbara (cf. LM 7,11), la liberación de una epidemia al ganado vacuno del entorno (cf. LP 94), etc. El sufrimiento humaniza a Francisco y da a su existencia una hondura especial, promueve la calidad de su amor y su solidaridad compasiva que le ayuda a asumir el sufrimiento del otro olvidándose del propio, y suscita en él reconocimiento y gratuidad.
Durante su estancia en Fontecolombo y hasta el final de sus días se hizo cantar repetidas veces, tanto de día como de noche, su Cántico de las criaturas, «para confortar su espíritu y para evitar que decayera su ánimo por sus muchas dolencias» (LP 99; cf. 1Cel 109). Invitado en una ocasión por el hermano Elías a la «compostura» que cabría esperar de quien se preparaba para el angosto paso de la muerte, le habría respondido el santo: «Deja, hermano, que me alegre en el Señor, y que cante sus alabanzas en medio de mis dolencias;