Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre Díaz

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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      La Leyenda de Perusa nos permite reconstruir a grandes rasgos el íter seguido por Francisco en los últimos meses de su vida. En la primavera de 1226, en un nuevo intento por aliviarle su enfermedad, el hermano Elías decide llevarlo a un «especialista» a Siena. Llegado allí, tuvo lugar un agravamiento de sus muchas enfermedades, con «fuertes vómitos de sangre» (cf. LP 59; 1Cel 105), lo que hacía temer su próxima muerte, por lo que, a petición de sus compañeros, dictó su última voluntad para sus hermanos con estas palabras:

      Que, en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento,

      se amen siempre mutuamente;

      que amen siempre a nuestra señora, la santa pobreza, y la observen;

      y que vivan siempre fieles y sujetos a los prelados y

      a todos los clérigos de la santa madre Iglesia (TestS 3-5).

      Restablecido un poco, al final de la primavera se decide, a petición del propio Francisco, su traslado a Asís (cf. 1Cel 105). La comitiva hizo un alto en el camino en el eremitorio de Le Celle de Cortona, donde tuvo lugar un nuevo empeoramiento de sus enfermedades, lo que le obligó a permanecer allí algunas semanas. También durante el viaje a Le Celle y su estancia en el lugar, el santo, rompiendo el círculo de la autorreferencialidad en el que fácilmente se cierra el enfermo, mostró una viva preocupación por los necesitados (cf. 2Cel 88-89; LP 31-32), y, cuando la enfermedad le tenía postrado, invitaba a sus hermanos –que era tanto como invitarse a sí mismo– a mirar hacia adelante y más alto en el camino del seguimiento de Cristo: «Comencemos, hermanos, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hasta ahora hemos adelantado» (1Cel 103): la enfermedad serenamente asumida era para él fuente de compasión, y potenciaba en él lo mejor de sí mismo como hombre creyente.

      Apenas las circunstancias lo hicieron aconsejable, a ruegos de Francisco se reemprendió el viaje hasta Asís. A su llegada fue llevado directamente a Santa María de los Ángeles, pero, dado su estado de salud y el calor, después de unos días se le trasladó a Bagnara - Nocera Umbra, en las montañas, donde algún tiempo antes se había construido una pequeña casa para los hermanos (cf. LP 96). Hacia finales de agosto, ante un nuevo agravamiento de sus enfermedades y sin poderse ya mover, las autoridades de la Orden y del comune de Asís, que quieren que el santo muera en su ciudad, organizan una comitiva para su traslado a Asís, adonde es acogido como un santo a su llegada y, para asegurarle los mejores cuidados, se le hospeda en el palacio episcopal (cf. LP 99), donde permaneció algunas semanas.

      A lo largo de estas semanas tiene lugar una serie de gestos con los que celebraba y acogía su muerte, y, en medio de sus fuertes dolores, mostraba un vivo interés por su fraternidad 32. Entre ellos se encuentran su Testamento y la composición de una nueva estrofa para su Cántico de las criaturas, la de la muerte, que habría añadido al Cántico pocos días antes de esta, una vez que el médico que le atendía le aseguró, a petición del propio santo, su pronta muerte (cf. LP 100):

      Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal,

      de la cual ningún hombre vivo puede escapar.

      ¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!;

      dichosos los que encuentre en tu santísima voluntad,

      pues la muerte segunda no les hará mal (Cánt 12-14).

      Llama poderosamente la atención en esta estrofa la actitud de Francisco ante la muerte, que acoge como hermana, más hermana, si cabe, que el resto de las criaturas, porque gracias a ella se cumplen sus esperanzas de bien y plenitud puestas en Dios. Pero no llama menos la atención la severidad con la que habla de la posibilidad de morir alejados de Dios y sus consecuencias: sus palabras son una invitación apremiante a caminar en sinceridad de vida, en la fe y la esperanza, porque el presente ya contiene la vida eterna.

      A finales de septiembre de 1226, presumiblemente con un acto de fuerza de Francisco ante las autoridades de la Orden y del comune, se hizo llevar a Santa María de los Ángeles, donde quería morir (cf. 1Cel 105; J. de Giano 50). A los pocos días tuvo la alegría de ver a la cabecera de su lecho a la señora Jacoba, que se presentó con todos los ingredientes para prepararle el dulce romano que le gustaba al santo y que él había deseado tomar (cf. LP 8).

      Y la tarde del 3 octubre abrazaba Francisco a la «hermana muerte», con la que «se cumplían en él todos los misterios de Cristo» (LM 14,6) al compartir con él la muerte, y tenía lugar su encuentro definitivo con el Señor, «el bien, el todo bien, el sumo bien [...] nuestra riqueza a satisfacción» (AlD 3-4).

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