Los santos y la enfermedad. Francisco Javier de la Torre Díaz

Los santos y la enfermedad - Francisco Javier de la Torre Díaz


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tiempo, estando en la segunda parte de la carta, con ellas Francisco viene a decirle al ministro que su deseo de que los hermanos sean «mejores cristianos» [en nuestro caso, el deseo de verse libre del dolor y la enfermedad, ser más útil a los demás…], aunque fuera legítimo, pudiera no ser cristiano si nace de la propia resistencia a aceptar la realidad.

      3. San Francisco y la enfermedad en los tres últimos años de su vida 15

      Los últimos años de su corta vida son para Francisco la hora de recoger los mejores frutos: de centrar y concentrar su existencia en Dios; la consumación de su identificación afectiva y efectiva con Cristo siervo y de la forja en sí del verdadero hermano menor; la reconciliación con la propia arqueología y la aceptación positiva de la propia historia; la transformación interior del corazón, y la hora, supuesto lo anterior, de la fraternización con todo, de la que brota el Cántico de las criaturas.

      Pero, evidentemente, esta es también la hora de la «reducción existencial» y la correspondiente crisis, de la que nadie se libra por muy santo que sea; de la pérdida de protagonismo social e incluso de un cierto «arrinconamiento» objetivo en la consideración personal; de la tendencia a vivir de recuerdos y a cerrarse en lo ya alcanzado; del sentimiento de impotencia frente a tantas cosas; de la compañía obligada de la enfermedad y de la conciencia, cada vez más viva, de la proximidad de la muerte.

      Y, como consecuencia de ello, las cuestiones pendientes, que a nadie le faltan, tienden a hacerse especialmente presentes ahora que son menos sus recursos humanos: ahí está la componente narcisista de su personalidad y sus derivaciones, en particular la tendencia a colocarse en los extremos –o todo o nada–, que le crea algunos problemas a la hora de vivir la tensión entre utopía y realidad, radicalismo evangélico y limitación humana, y de aceptar la marginación y el rechazo; cierta tendencia, por lo mismo, a magnificar hechos y experiencias positivas (los orígenes de la fraternidad) o negativas (la situación de su Orden); la dificultad, habitual en el ser humano, para elaborar las crisis y las noches del espíritu, porque, por más camino que se haya hecho, uno no está nunca suficientemente equipado; la dificultad para terminar de personalizar una de las experiencias clave de la madurez humana y espiritual: todo es gracia, algo sabido por Francisco desde época temprana (cf. Test 1-3), pero que le costó hacer fuente del propio ser (sentir y obrar): «Que todas las cosas que te son un obstáculo para amar al Señor Dios […] debes tenerlo por gracia. Y quiérelo así y no otra cosa» (CtaM 2-3).

      Hecha y aprobada la Regla bulada de los Hermanos Menores, Francisco, que ya había dejado en 1220 la responsabilidad del gobierno de su Orden, ha de dejar ahora a la Regla todo el protagonismo a la hora de definir teórica y prácticamente el ideal y la praxis de su fraternidad, lo que exige de él un nuevo recolocarse en ella y su servicio a la misma, y redefinir el sentido de su vida y de su misión.

      Durante los tres últimos años de su vida, la enfermedad se fue recrudeciendo hasta hacerse, con cierto dramatismo, la gran protagonista en su biografía. Y, junto al dolor de la enfermedad, el dolor por la marcha de su fraternidad, envuelta en numerosas tensiones y discusiones internas sobre la identidad de los hermanos menores, y sobre cómo vivir su propuesta evangélica; tensiones y discusiones que están como trasfondo de la Regla bulada, y en las que Francisco toma parte con firmeza y, en ocasiones, con cierta acritud. En estas circunstancias no se le ahorró a su viva sensibilidad el dolor de sentirse marginado (cf. VerAl 9-14) y, según parece, considerado por algunos como un estorbo, lo que no le hacía fácil ni cómoda su vida con los hermanos, ni a estos vivir a su lado 16. Y acaso haya que colocar en este mismo contexto el reavivarse en él la «tentación» de dedicarse enteramente a la vida eremítica, tentación que le habrían ayudado a superar, con su discernimiento, la hermana Clara y el hermano Silvestre 17: permanecer con los hermanos y no permitirse ni siquiera el simple deseo de abandonarlos «es para ti mejor que vivir en un eremitorio» (CtaM 8; cf. Adm 3,9).

      Durante este tiempo, Francisco se sintió puntualmente tentado de asumir, en relación con algunos de sus hermanos, el mismo comportamiento que su padre había tenido con él en el marco de su conversión: los hermanos deberían someterse a sus deseos; las cóleras puntuales de Francisco reproducen en parte las de Bernardone: como su padre, siente la tentación de no tolerar que sus hijos sigan una vía distinta a la señalada por él ni que la obra escape a su creador para vivir vida propia 18. Entonces, como siempre, su más apasionado empeño fue poseer y conservar la alegría (cf. 2Cel 115.128; LP 120), pero, sintiendo sobre sí todo el desgarro de la situación, rehúye a los hermanos y llega incluso a maldecir a los que llevan la Orden por caminos con los que él no comulga por considerar que no son conformes con la voluntad del Señor (cf. 2Cel 188; LP 101.106).

      Y, para mayor abundancia, como fruto de todo ello y trascendiéndolo, Francisco se ve inmerso en una verdadera «noche del espíritu» –con derivaciones de tipo depresivo– de la que él mismo habla simbólicamente en la Verdadera alegría, y hablan también las fuentes biográficas, como de una larga tentación de unos dos años, al final de su vida 19.

      En el fondo de todo había un profundo cuestionamiento sobre el sentido de su vida y su obra, y sobre el qué y el cómo de su fidelidad personal y la de su fraternidad a la «forma del santo Evangelio» (Test 14) que el Señor le reveló. La situación se hizo insoportable, hasta el punto de que Francisco, culpabilizándose por los límites que su situación personal le ponía en la vivencia de su vocación y por considerar que la orientación que algunos pretendían dar a su Orden la alejaba del camino que el Señor le reveló, llegó a dudar hasta de su misma salvación (cf. LP 63, 2Cel 115; 213).

      Las fuentes biográficas, y especialmente la Leyenda de Perusa, ofrecen una serie de datos sobre las enfermedades y sufrimientos de Francisco en estos años y dan sus propias explicaciones de cómo vivió y asumió positivamente la noche y la enfermedad. Pero nada nos ayuda tanto a comprender esto –sin la mediación interpretativa de biógrafos y cronistas– como algunos de los escritos del santo en los tres últimos años de su vida, convenientemente contextualizados. Veámoslo.

      a) Las «Alabanzas a Dios altísimo» 20

      En el marco de esta noche y de la enfermedad había de ser fundamental para el santo la experiencia de la estigmatización en el Alverna, en septiembre de 1224, que, si por una parte vino a añadirle a todas sus dolencias y enfermedades los continuos y atroces dolores de las llagas, fue, por otra, el Tabor que le confirmaba en su misión y le equipaba para su subida a Jerusalén 21.

      En efecto, la correcta comprensión de la estigmatización de Francisco exige no descontextualizarla, como hacen en buena parte las fuentes biográficas, del drama interior que entonces vive 22. La estigmatización es para él, en primer lugar, el momento cumbre en la consumación de su experiencia de Dios y de su identificación afectiva y efectiva con Cristo pobre y crucificado, lo que le ofrecía una nueva luz sobre su propia vida, sus anhelos de martirio y su misma noche oscura.

      Nada puede acercarnos mejor a los sentimientos que llenaban el corazón de Francisco en estos momentos, como sus Alabanzas a Dios altísimo, que surgen a borbotones de su corazón, a modo de un Te Deum por la estigmatización, y con ellas le confía al hermano León su experiencia del alto y glorioso Dios humanado y crucificado que recibe hasta cuarenta y seis nombres, con los que canta al innombrable y más que todas las cosas deseable, de quien todo lo que se puede decir es poco más que un rodeo en torno a un misterio siempre mayor y nunca bastante (cf. Rnb 23,9-19). La primera serie de atributos subraya el lado grandioso del misterio de Dios: «Tú eres el santo, Señor Dios único, el que haces maravillas. Tú eres el fuerte, tú eres el grande, tú eres el altísimo, tú eres el omnipotente; tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra» (AlD 1-3). La segunda serie, que encuentra su punto de convergencia en la afirmación «Tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien», canta a Dios como la plena satisfacción de las aspiraciones humanas, a las que trasciende y desborda: «Tú eres el amor, la sabiduría, la paciencia, la belleza, la seguridad, el descanso, el gozo y la alegría, nuestra esperanza, tú eres todo, nuestra riqueza a satisfacción…» (AlD 4-6).

      Pero la estigmatización en el Alverna significó además


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