Un vaquero con pasado. Erina Alcalá

Un vaquero con pasado - Erina Alcalá


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Dale, por la oportunidad, de verdad. Hasta pronto.

      ¡Qué raro!, y además no le había preguntado nada, ni la edad siquiera, ni el estado civil, pero bueno, suponía que si venía sola desde tan lejos, no tenía pareja.

      Carmen, de todas formas, preguntaría en el pueblo al llegar. Estaba feliz. El campo sería lo que necesitaba ahora, en estos momentos de su vida.

      Empezó al cabo de cinco minutos en el móvil a recibir el itinerario, y la forma de llegar al rancho:

      EVAN’S RANCH.

      Tenía trabajo, y lo primero que hizo fue llamar al psicólogo y contárselo, ya sus sesiones habían acabado, pero quería que lo supiera.

      ―Me alegro por ti, Carmen, disfruta y llámame si me necesitas. Suerte. Ya estás preparada y recuerda, haz los ejercicios que te he enseñado.

      ―Por supuesto, gracias por todo, Robert, si no hubiera sido por tu ayuda… Un abrazo, quizá cuando pase un tiempo, te llamo y te cuento cómo me va.

      ―Me gustaría. Cuídate, Carmen.

      ―Adiós y gracias por todo de nuevo.

      Luego habló y quedó con su casera que vivía en el mismo edificio para el día siguiente dejarle la llave, no quería que le devolviera nada, total, quedaba una semana para terminar el mes de marzo.

      Y esa noche, con sus maletas, una grande y otra pequeña para las cosas de aseo, la camioneta llena de sus productos y herramientas, y bastante pintura azul y blanca que había comprado para renovar un apartamento y que el acosador no le quiso pagar y se la llevó, quizá podía servirle para la casa del rancho, un maletín con su PC, su cuenta en la que tenía cincuenta mil dólares que había conseguido ahorrar en esos dos años de trabajo y el despido.

      Durmió tranquila y animada por la aventura nueva que iniciaría al día siguiente en Montana.

      Carmen era una chica morena de pelo castaño, por media espalda, liso con algunas vetas rubias, siempre lo llevaba cogido en una coleta alta, por el trabajo, o una trenza, ojos castaños claros, medía uno sesenta y cinco, una nariz pequeña y perfecta, y labios bonitos, así como su sonrisa, que la había perdido ese último año, debido al maldito, como ella le llamaba, pero que la estaba recuperando.

      Tenía un bonito cuerpo y siempre iba en zapatillas y mallas para el trabajo que eran más cómodas para levantarse, agacharse y moverse, y vestiditos o faldas cortas, con camisetas o blusas para vestir con algo de escote, como una chica de su edad, veinticuatro años, si salía a divertirse.

      Era muy buena chica, siempre lo había sido, bromista, graciosa y con sentido del humor, muy seria y perfeccionista en su trabajo, dispuesta siempre a ayudar a los demás.

      Al día siguiente, se levantó temprano, pasó por casa de su casera y le entregó las llaves y se despidió de ella.

      Metió sus maletas en el asiento de atrás de la camioneta con una pequeña manta para taparlo, y en la parte de atrás, llevaba todas sus herramientas de trabajo. También, metros de rodapiés de madera para pintarlos, cortarlos, algunas maderas grandes y trozos pequeños y sus taladros, brochas, bombas para pintar, etc.

      Había conseguido comprar una buena cantidad de materiales y herramientas y eso no pensaba dejarlo allí. A lo mejor podía utilizarlos en la casa si había que ponerla a punto. Y lo tapó también con un toldo ajustando la camioneta para que nada se viera.

      Llevaba ya cuatro horas de camino, había salido de Nueva York y paró a echar gasolina y a desayunar. Luego haría unas buenas horas hasta comer de nuevo o tomar un café.

      Y si todo iba bien, solo pararía unas tres noches a dormir en moteles que ya había previsto, y de día, sin parar o quizá para estirarse un poco y comer. Pero iba contenta, más que en los últimos doce meses.

      Era feliz de nuevo, aunque no sabía dónde iba, pero allí se dirigía. Y recorrer los paisajes de los distintos Estados por los que pasaba, en primavera, le encantó. Sintió cierta libertad después de haber pasado tan mal año y el aire en la cara llenaba sus pulmones haciéndola feliz. Y le encantaba conducir por esos paisajes tan maravillosos.

      Dale Evans se había criado en el rancho Evans, allí había nacido. Él y su hermano pequeño al que le llevaba dos años, Chris.

      Cuando era niño, le encantaba el rancho. Era uno lleno de vacas y su padre fue un gran ranchero.

      No era demasiado grande el rancho, pero tampoco pequeño.

      No era el mejor del condado, ni el peor. Era un rancho familiar mediano y donde ellos subsistían y su padre logró pagarlo sin mucha dificultad en unos cuantos años, porque era un gran trabajador y además eran cuatro de familia.

      Recordaba a su padre trabajar de sol a sol, solo y satisfecho de su rancho y de sus hijos pequeños.

      Dos riachuelos atravesaban el rancho. Tenía una gran pradera de pastos para los animales, un par de colinas y los pinos se veían en el horizonte en las montañas, a lo lejos.

      En invierno, la nieve cubría con su manto blanco el mismo y en primavera los prados se cubrían de verde. Y colores de las distintas flores. La primavera formaba un manto precioso de colores.

      Allí toda la familia fue feliz. Ellos tuvieron una infancia dichosa, hasta que su madre murió de una neumonía un invierno frío cuando Dale tenía diecisiete años y le quedaba poco tiempo para terminar el instituto. No pensaba ir a la universidad.

      Su hermano Chris, de quince, también estudiaba en el instituto y se quedaron los tres solos. Su padre ya no fue el mismo a partir de ese momento.

      Y Dale no pudo soportarlo y se enroló en la marina dejando los sueños de universidad que su padre le tenía preparado atrás, pero no importaba. Él quería quedarse en el rancho a la vuelta.

      Allí, en la marina, aprendió mecánica y estuvo en Afganistán, en primera línea, al frente varias veces con sus hombres. Fue nombrado teniente.

      Cuando volvía al rancho, las veces que venía de la marina de permiso a ver a su familia, sobre todo después de alguna misión en Afganistán, su padre iba abandonando cada vez más el rancho y él mismo se descuidaba, y por más charlas que su hijo le daba, él ya no fue el hombre que había sido.

      Su hermano se había ido a la universidad, su padre caía en picado y su hermano tuvo amigos bastante juerguistas y murió en una de las fiestas que hacían, de una sobredosis.

      Dale no sabía siquiera que consumiera coca.

      Y tuvo que hacerse cargo de llevarse su cuerpo al rancho y enterrarlo con su madre, mientras su padre, desesperado por otra muerte, la de su hijo menor, ya no estaba en su mundo y murió unos años después, abandonando el rancho.

      Vendió los animales y se quedó en cama constantemente y no salió de ella.

      Y así llegó Dale a los treinta años. Hacía cinco que su padre había muerto y tras otra misión a Afganistán de seis meses, pidió una excedencia de un año en el ejército. Ya necesitaba un descanso de tanta guerra y muerte.

      De vuelta a casa, se propuso ese año levantar el rancho abandonado. Si no era posible, lo vendería y volvería a la marina. Pero nunca pensó en cómo estaba el rancho cuando llegó por última vez. Era peor de lo que esperaba.

      Su padre apenas había dejado dinero. Después de los dos entierros, el de su hermano y después el de su padre, apenas habían quedado treinta mil dólares y el rancho abandonado.

      Dale sí que había conseguido ahorrar en el ejército desde que entró a los dieciocho años una cierta cantidad de dinero, sobre todo de sus misiones en el extranjero.

      Las misiones a Afganistán las pagaban bien y no gastaba nada, porque salvo salir algunas veces, y tampoco era un chico que gastaba grandes cantidades de dinero ni en ropa ni en cosas innecesarias; vaqueros, alguna ropa para salir, camisetas, una colonia cara, el resto era para ahorrar.

      Así que


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