Educar para amar. María del Carmen Massé García
personas que se aman y culmina en la comunión en el amor de quien ya no se comprende a sí mismo sin la otra persona.
Es importante dar a la expresión erótica del amor todo su valor, no caer en la minusvaloración en que ha sido relegada secularmente, como una suerte de embaucadora del raciocinio. Tampoco podemos sucumbir a la sobrevaloración que los medios nos imponen desde hace décadas, como si por sí misma pudiera dar sentido al instante, sin tener en cuenta la totalidad de lo que somos y estamos llamados a ser los dos. El papa Francisco nos recuerda que «un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la unión del corazón humano con Dios» (AL 142). Si el amor de pareja es reflejo del amor que Dios nos tiene, lo será realmente en toda su estructura y su expresión, también en el placer y la pasión, como han repetido insistentemente los místicos.
La expresión del amor de pareja, como todo lenguaje, deberá expresar con verdad aquello que el corazón lleve y, como no puede ser de otra manera, será un amor en crecimiento, gradual, que culminará con la más íntima expresión de amor que se abre a la vida. Posteriormente, la clave estará en «tener la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas de expresión en los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las necesidades del amor mutuo» (AL 142). Eso es: libertad para aceptar lo que la vida nos trae y conformar nuestra expresión de amor al bien mutuo, al bien del otro. Volveremos sobre ello cuando abordemos la cuestión de las relaciones prematrimoniales.
En definitiva, somos seres creados a imagen y semejanza de un Dios que es amor, que solo estamos completos en nuestra creación con «otros», seres humanos que son un regalo tomado de mi propia naturaleza, de mi lado, creados para dar sentido a nuestra existencia y confrontarnos en ella. Somos seres sexuados que, en nuestras relaciones de pareja, estamos llamados a crecer juntos en un camino que durará toda la vida, hasta ser una sola carne en el amor, comunión de vida y amor que se expresa en verdad, también eróticamente.
El amor vivido en las parejas cristianas será el objeto directo de todo este libro, en sus diferentes manifestaciones y ámbitos que pueden generar sentido y confusión al mismo tiempo. Podríamos dedicar muchas páginas a recoger lo que tan extensa y bellamente desarrolló Juan Pablo II en sus catequesis de los miércoles entre 1979 y 1984, o la profunda sabiduría de Benedicto XVI al desentrañar en su encíclica Deus caritas est todas las dimensiones del amor cristiano, también el erótico. Pero no. Si queremos ayudar a los que comienzan a descubrir el amor de pareja, tendremos que hacerlo desde abajo, desde sus dudas y certezas, sus confusiones y claridades, sus paradójicos sentimientos e interrogantes que buscan en nosotros respuesta.
3. La vida
Comunidad de amor y de vida, para la vida, generadora de vida. Así hemos visto que el Concilio Vaticano II llamó al matrimonio (cf. GS 48). No trataremos aquí de definir la vida biológica, tampoco de determinar sus confines, pues, siendo cuestiones clave para la reflexión bioética, son muy tangenciales para el discernimiento del amor cristiano. La pareja está llamada a soñar juntos la vida, tarea que solo puede emprenderse cuando, también juntos, se aprenda a entregarla como padre y madre y se esté dispuesto a hacerse cargo de ella para siempre, en cualquier circunstancia.
El amor cristiano ama la vida, toda la vida, porque reconoce en ella un regalo de Dios que no nos pertenece. Toda vida es regalo de Dios, también la vida discapacitada, la no nacida, la que se apaga, la vida en el olvido –de sí mismo y de su entorno– y, por qué no, la vida no humana. De nuevo nos encontramos ante nuestra imagen y semejanza de un Dios que, siendo amor, dio vida a todo lo creado. Porque el amor humano, profundamente cristiano, es siempre generador de vida, siempre.
Es importante enmarcar bien de qué hablamos cuando decimos «vida» en este contexto. «Vida» es, por supuesto y en primer lugar, los hijos que nacen del amor de una pareja, sí, pero no solo. Hay diferentes maneras de ser fecundos en el amor, como bien señaló Francisco, pues «la maternidad no es una realidad exclusivamente biológica, sino que se expresa de diversas maneras» (AL 178). Por ello es más que evidente que, al decir que el amor humano es siempre generador de vida, no podemos inferir que todo amor humano tiene que ser fecundo de vida biológica; que, cuando no puede haber hijos, no es realmente amor humano; que solo es fecundo quien tiene pareja. Es decir, es falso afirmar –pues nunca en la enseñanza cristiana se ha dicho– que no puede haber parejas estériles o matrimonios ancianos, porque su amor, naturalmente, no es fecundo; que las parejas que no pueden tener hijos no puedan entonces expresar su amor; que las personas solteras o consagradas no puedan tener vidas fecundas o «dar vida» de otra manera.
El papa Francisco nos enseña a descubrir las diferentes formas de ser fecundos, de «dar vida», que toda pareja puede plantearse discerniendo las circunstancias, el bien de todos, los valores de ambos, las posibilidades que la naturaleza les brinda:
1) Generar y acoger la vida de los hijos (AL 166). Es la comprensión más extendida, la más evidente y, quizá en nuestros días, la más puesta en cuestión. El amor «no se agota dentro de la pareja [...] Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente del amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de la madre» (AL 165).
La fecundidad de la pareja así expresada no se restringe a la mera concepción de una nueva vida, pues pueden tenerse vidas perfectamente estériles con hijos. No podemos dar por supuestas las vidas fecundas de todos los que tienen hijos, como tampoco podemos afirmar la esterilidad de vida de quienes no los tienen. Es necesaria la acogida incondicional desde el principio hasta el final, la entrega desinteresada, el cuidado del hijo que ha sido regalado como un don para el mundo y no como un premio personal.
2) Dejar huella en la sociedad (AL 181). Ser parejas que, en el ámbito privado y en el público, apuesten por la vida con responsabilidad social y solidaria hacia los más vulnerables. Solo así podremos participar de algún modo de la fecundidad de Dios, siendo fieles a la vocación que nos ha dado para poder prolongar su amor allí donde nos encontremos. Hay familias cristianas que engendran vida allá donde se encuentran: en los trabajos de los padres, en las escuelas de los hijos, en los vecinos del barrio. Todos sabemos reconocerlas porque nos han dejado huella. No se trata de ser extrañamente «demasiado diferentes» (AL 182), sino más bien misericordiosamente semejantes a todos. Esa es la fecundidad que también estamos llamados a vivir, en la que tenemos que ejercitar a los chicos a los que queremos educar.
3) Sanar heridas de los abandonados (AL 183). En línea con lo anterior se nos invita a instaurar la cultura del encuentro con quienes son excluidos de la sociedad y prácticamente de la vida. Podemos educar a nuestros chicos en esta fecundidad desde bien pequeños, luchando por la justicia de Dios, que nos quiere a todos sus hijos por igual. Quienes aprenden a hacerse cargo de las vidas de los lejanos como sus propios hermanos fácilmente serán en su momento grandes padres de aquellos que nacen de la expresión de su amor. Aprender a ser hermano de todos es la mejor lección para, algún día, poder ser padre o madre de los suyos. También desde el compromiso con los más desfavorecidos podemos estar educando el amor cristiano de pareja.
4) Dar testimonio de la fe con la propia vida y con las palabras (AL 184). Como lo hiciera Jesús, como lo han hecho tantos cristianos desde los primeros siglos hasta nuestros días, podemos dar vida dando testimonio de nuestra fe con gestos y palabras. En nuestras cada vez más secularizadas sociedades, hablar de Jesús o tomar determinadas opciones explícitamente cristianas puede resultar algo extraño, comprometido o incluso arriesgado. Solo decir que perteneces a grupos de Iglesia o parroquiales, que estudias en un colegio religioso, que vas a misa los domingos o, simplemente, que estás esperando tu tercer o cuarto hijo te puede convertir en ese momento en el centro de miradas, prejuicios, especulaciones que a cualquiera incomoda, porque puede tener consecuencias, y no precisamente positivas.
Aún es posible despertar en los demás el deseo de Dios con nuestros gestos y palabras, atizar un poco los rescoldos de la búsqueda de sentido que tanto expresa nuestra sociedad, para, desde ahí, mostrar el mensaje de profunda libertad y amor sin fronteras que hemos descubierto en Jesús de Nazaret. Hoy, mucho más que en los primeros siglos, tenemos testimonios de miles de cristianos cuyas vidas han llegado a ser eternamente fecundas, no tanto