La Filosofía en Quito colonial 1534-1767. Samuel Guerra Bravo
de San Gregorio ha quedado delineada con mayor abundancia de documentos.
Bajo este aspecto histórico-institucional y sistemático-documentario hemos revisado la Escolástica renacentista en Quito (1534-1594), la Restauración escolástica en Quito (1594-1688), la Escolástica decadente (1688-1736), y la Escolástica modernizante (1736-1767).
Finalmente, hemos incluido unas anotaciones, sugeridas por los mismos documentos coloniales, acerca de las implicaciones socio-políticas de la filosofía colonial.
II LOS CONDICIONAMIENTOS HISTÓRICOS DE LA FILOSOFÍA COLONIAL
2.1. “… menos que estiércol de las plazas”
El descubrimiento de América en 1492 fue algo más definitivo que un simple descubrimiento físico (geográfico) a nivel de lo óntico; fue, antes que todo, un enfrentamiento original ontológico (ser español - ser americano) en el que se jugó, a nivel meta-físico –y, por tanto, ético y político-, todo el destino de América Latina.
El español que desembarcó en una isla llamada Guanahaní llegó con su “mundo” concreto y condicionado por él: su mundo hispánico de fines del siglo XV, posibilitante de un peculiar modo-de-ser-español, que funcionó inexorablemente desde el primer momento. El español no se planteó como problema la actitud que debía tomar frente a lo que de pronto le había salido al encuentro; simplemente sacó a relucir un ethos que correspondía a su mundo histórico-político-económico-social-religioso concreto.
Era el español de la Reconquista y las Cruzadas: un hombre de cristiandad victoriosa con un modo-de-ser definido. América indígena era, por su parte, el continente de Moctezuma y Atahualpa, de las culturas “superiores” aztecas e incásica, atrasadas unos cinco mil años con respecto a la cultura hispánica.
Este abismo cultural entre España y América fue inmediatamente percibido por el español (“indias occidentales”, “cuarta parte de la tierra”, “orbe nuovo”), pero no discernido. Y en virtud de esta superioridad cultural y de una voluntad de poder en expansión (que formularía filosóficamente Nietzsche en el siglo XIX), los recién llegados cerraron en su torno una totalidad comprensiva que absolutizó su situación histórica (como individuo, como raza, como cultura) e hizo del español y de su “mundo” hispánico el prototipo de hombre y de mundo: el cristiano y la cristiandad. Este hecho convirtió lo particular en universal, lo peculiar en único, lo arbitrario en natural, la igualdad en desigualdad, “el Otro” distinto en “lo otro” diferente… La suerte de América Latina estaba echada y “los españoles con sus caballos y espadas y lanzas comienzan a hacer matanzas y crueldades”. (Las Casas, 1974, p. 27)1
Esta posición imperial del español determinó todo un sistema de actitudes dominadoras. Frente a la nueva tierra la des-cubre, la com-prende, la mete dentro de su “mundo” como un ente conocido antes des-conocido. Al aborigen americano lo degrada arbitrariamente y lo incluye en su “mundo” también como lo actualmente conocido. Para el español, el indio no fue en ningún momento –en el plano de los hechos- un hombre distinto ni “el Otro” merecedor de respeto; por eso lo comprende a nivel de lo óntico, de lo cósico, de lo “a-la-mano”. El americano, al ser degradado ontológicamente, quedó eo ipso expulsado de su “otredad” (exterioridad incomprensible y libre) e incluído de hecho en la “mismidad” (totalidad dominadora) del español.
Una degradación ontológica no significa únicamente un descenso de rango o una pérdida de ciertos privilegios; significa, ante todo, un asesinato ético, un genocidio histórico2. El oprimido queda recluido en el ámbito de lo sub-humano. Y lo sub-humano no es un rango inferior de lo humano, sino algo que está bajo el ámbito de lo humano: una cosa. Solo entonces se vuelve posible preguntar si el indio es hombre o no lo es, si tiene alma racional, si es capaz de ser libre y de vivir políticamente y si son justas o injustas las guerras que se le hace. Y solo entonces se vuelve posible también relegarlo al plano de lo vil, de lo irracional y despreciable:
Gentes tan humildes (los indios) …, a las cuales no han tenido más respeto ni de ellas han hecho más cuenta ni estima …, no digo que de bestias (porque pluguiera a Dios que como a bestias las hubieran tratado y estimado), pero como a menos que estiércol de las plazas. (Las Casas, 1974, p. 26)
Las leyes de Indias que tratan de rehabilitar (en teoría) al indígena constituyen, más allá de su intención, la formulación legal (jurídica) del asesinato y solo un contexto homicida puede hacernos entender que se considere a los indios “vasallos libres” que deben ser “bien tratados en sus personas y bienes”. Además, es bien sabido que las leyes se acataban pero no se cumplían.
Después de 1550, Fray Francisco Morales escribía al rey refiriéndose al Perú:
“(los españoles) a setenta años que viven en sumo peligro de conciencia y en espantoso escándalo del evangelio porque… no solo sin castigo pero con autoridad de justicia (¡leyes!) y con premios (encomiendas, sobre todo) han muerto y matan cada día innumerables inocentes y les han quitado y quitan sus haciendas y tierras y pastos y libertad…” (En Vargas, 1948, p. 218).
En América, supeditadas las leyes a una facticidad homicida, se convirtieron inmediatamente en un efectivo instrumento de dominación.
La evangelización misma su-pone el asesinato. Cuando se manda colocar cruces en el sitio de las huacas, a la entrada de los pueblos o en los montes más visibles; o cuando el misionero congrega a los indígenas en pueblos, los adoctrina, los bautiza y suplanta los ritos paganos con los ritos cristianos, asesina irremediablemente al indio porque previamente lo ha comprendido como un infiel (un no-cristiano).
La tarea propiamente misionera habría debido ser la conversión de cada miembro de la cultura india a la Iglesia; y la conversión masiva de dicha cultura por un diálogo centenario entre los apologistas cristianos nacidos en la cultura india que habrían criticado el “núcleo ético-místico” de dichas culturas desde la perspectiva de la comprensión cristiana. (Dussel, 1972, pp. 59 y 60)
Pero para esto habrían tenido que ver en el indio un “Otro” legítimamente pagano (y, por tanto, capaz de entrar en un diálogo cristianizador) y no un in-fiel infractor o desorganizador de una totalidad cristiana.
En el enfrentamiento español-americano (círculo hermenéutico) no hubo una “relación sin relación” (Lévinas) o una “relación irrespectiva” (Dussel, 1972, p. 27; 1973, pp. 97-156) entre un “Yo” y un “Tú”; hubo un atropello, una dominación, un genocidio: el asesinado es “el Otro”, un “Otro” temporal en el fondo de su ser (Heidegger, p. 407): el indio como individuo, como raza, como nación, como cultura.3 El asesinato ético no consiste en matar sino en negar lo distinto como distinto, “el Otro” como “el Otro”; solo entonces se vuelve históricamente posible el matar, y más aún, la organización política del asesinato luego de la conquista y la colonización; encomiendas, mitas, obrajes, haciendas, reducciones, etc. Las Casas describe patéticamente este genocidio histórico cuando dice:
En estas ovejas mansas (los indios)… entraron los españoles, desde luego que los conocieron como lobos y tigres y leones cruelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de cuarenta años a esta parte hasta hoy (1502-1542), y hoy en este día lo hacen, sino despedazarlas, matarlas, angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas… 1974, p. 24)
Desde luego, esa fue la actitud general del conquistador. No faltaron, sin embargo, los hombres lúcidos que comprendieron pronto el genocidio. Por ejemplo, el sermón de vísperas de navidad de 1511 predicado por Antonio Montesinos en la isla Española solo puede entenderse en un contexto de asesinato: “¿Estos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?” Preguntas de esta clase pre-suponen una situación de hecho: la de que efectivamente los indios nunca fueron considerados hombres por los españoles.4 Por eso, por haber degradado ontológicamente a una “raza inocente” el español-opresor estaba “en estado de pecado mortal”: