Nombres de mujer. John T. Sullivan

Nombres de mujer - John T. Sullivan


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atrás y seguía dejándose hacer. Estaba claro que había caído totalmente en la tentación aunque a ratos tuviera las típicas dudas de quien, con su mentalidad, está recibiendo una mamada de la novia de su amigo mientras este duerme a su lado.

      Yuye se sentó en el sofá y abrió las piernas. Miguel no tardó en pegar su boca al sexo de mi chica y desplegar su repertorio de lametones, succiones en el clítoris e incluso algún mordisco en la vulva del volcán de mujer que tenía delante. Poco duró el festival, puesto que la excitación lo empujó a penetrarla y provocar los gemidos propios de una mujer disfrutando de la situación. Hice como si me despertara suavemente y los observara. Yuye sonreía con cierta perfidia y yo me acerqué lentamente. Miguel observaba atónito, aunque sin dejar de follar a mi chica, mientras yo me acercaba e introducía mi falo en aquella boca llena de vicio. Entre los dos colmamos a Yuye de lujuria, vicio y… pollas. Nuestro amigo no tardaría en liberarse por fin del pudor y la sorpresa de la situación: levantó un poco más las piernas de mi chica y, ni corto ni perezoso, la empaló por detrás así que vio su culito a tiro. «Hay que joderse con el carca», pensé para mí. Y volví a pensarlo cuando comenzó a alternar los orificios de Yuye, que gemía con fuerza ante las embestidas cada vez más desinhibidas de Miguel. Yuye pidió cambiar de postura y Miguel se sentó en el sofá, viendo cómo mi chica pasaba a cabalgarlo y yo aprovechaba para entrar por la puerta de atrás. Una doble penetración que se vio interrumpida cuando Josela entró por la puerta.

      «Vaya, no lo pasáis nada mal», dijo aparentando cierto enfado. Había vuelto antes de lo previsto. Se había salido del plan, pero le costaba mantener la cara seria ante la satisfacción que le producía lo que estaba viendo. Miguel palideció por un momento, hasta que vio que Josela se quitaba la ropa según se acercaba y se unía a nosotros. «Bienvenido al siglo XXI», le dijo antes de sellar su boca con uno de sus enormes pechos. Yuye ya estaba dando cuenta del otro mientras yo me deleitaba con la escena y me alegraba de ver a mi amigo por fin disfrutando de esos deseos que siempre había reprimido. Yuye y yo nos apartamos de Miguel para ceder la cabalgadura a Josela. Los dejamos un poco a su aire mientras yo seguía follando el culo de mi chica a escasos centímetros de ellos. Miguel estiró el brazo para sobar los pechos de Yuye mientras yo besaba a nuestra anfitriona en una postura casi imposible. Josela y mi chica se cambiaron los lugares, viendo ahora cómo Josela por fin permitía que yo la follara ante el hecho de que su marido hacía lo mismo con Yuye. Ya no habría miedo de que él se enfadara con ella ni a proponerle juegos de ese calibre.

      Miguel se levantó mientras mi chica se escurría por el sofá hasta colocarse debajo de nuestra amiga, improvisando un 69 mientras nosotros íbamos aprovechando que sus orificios más íntimos quedaban descubiertos. A Miguel le costaba un poco ver a su mujer con otra chica, pero en ese momento no había espacio para remilgos y siguió gozando de la situación. No tardó en dejarse vencer por la excitación y eyacular abundantemente sobre el vientre de mi chica, que compartía los efluvios recibidos con los pechos de Josela. Yo aparté a esta para correrme en la boca de mi chica y ver cómo nuestros amigos contemplaban excitados la escena.

      Eran una pareja chapada a la antigua, pero solo necesitaron un par de amigos perversos para conocer nuevas dimensiones de placer. Ahora las comidas resultaban más placenteras. Incluso siendo después de comer.

      Relato ganador de la II edición de los Premios Pimienta, organizada por Parlib.es y Gente Libre.

      La Luz del sur

      Caía la tarde cuando llegué. El sol se ponía, tornando en dorado y cobrizo el cielo de la Tacita de Plata. Había estado unos meses fuera y parecía nuevo en Cádiz, donde había vivido algunos años. No sé qué tiene esa ciudad, pero cuando sales de ella un tiempo y vuelves es como si volviera a cautivarte con sus vistas, a conquistarte con su horizonte, a embelesarte con tanta historia viviente en cada piedra, en cada balaustrada, en cada rincón… Hermosa hija de fenicios y romanos, de visigodos y musulmanes, donde cada visita parece que depara nuevas emociones. En realidad, creo que solo dos sentimientos se mantienen entre dos visitas separadas a la ciudad: el regocijo de la vista ante su salada claridad… y el cabreo que produce lo difícil que es aparcar.

      Luz llegaría a la mañana siguiente. Gaditana de nacimiento, emigrada en busca de trabajo como casi toda su generación y con el eterno deseo de volver a su ciudad a cada ocasión que se presentaba, como casi todo aquel que sale de su tierra. Por fin íbamos a coincidir tras tantos años sin vernos, y es que Luz había sido mi vecina los dos primeros años de mi periplo gaditano. Era una joven morena y de cabellos ensortijados. Su mirada penetrante le daba un aspecto místico a la par que exótico. Una mirada que había sido mi embeleso durante los dos años que vivíamos pared con pared. Cuántas veces no habría entretenido un poco el tiempo, remoloneando en la casapuerta (el portal) antes de subir a casa, sabedor de que estaría por llegar. Cuántas veces no habría sido bueno un día hasta que le daba los buenos días. Ahora mis pensamientos le daban las buenas noches mientras me iba a descansar, sabiendo que por la mañana recogería en la estación a aquella belleza con ojos de hierbabuena.

      «Chiquillo, mira p’acá, que estás apazguatao». Sí, su desparpajo era inconfundible. Andaba yo tan absorto mirando el móvil mientras llegaba que a la hora de la verdad no la vi venir. No sabía si reír o sonrojarme, porque varias personas miraron ante la peculiar llamada de mi amiga. Pero ahí estaba, con esa sonrisa casi infantil mientras su mirada felina conservaba su intensidad de siempre. Era una presencia embriagadora y ahora, además, había cogido unos kilos más que le sentaban de maravilla. Era como si en estos años su belleza hubiera terminado de madurar, conservando sus rasgos juveniles, pero con el refuerzo de unos años y esos nuevos kilos bien distribuidos. En definitiva, que estaba más guapa que nunca. Y con ese gracejo suyo de siempre.

      En realidad, recogerla era más un deseo y una formalidad que otra cosa. La estación de tren en Cádiz no está apartada, ni mucho menos. Lo cierto es que en Cádiz casi nada lo está. A lo sumo, el Ventorrillo del Chato, un restaurante a pie de playa a mitad de camino hacia San Fernando. Pero poco más. Salimos de la estación, cruzamos hacia la antigua fábrica de tabaco y paramos a desayunar en una terraza en la plaza de San Juan de Dios. Y la casa de Luz estaba en el segundo piso, sobre la cafetería en cuya terraza estábamos degustando nuestros cafés y unas tostadas con aceite y tomate. No tardamos en separarnos momentáneamente. Yo fui a recoger mis cosas al hostal, ya que ahora dejaría la habitación y me quedaría con Luz en su casa. Ella aprovechó para subir su maleta y descansar un poco mientras yo llegaba.

      Cuando llegué a su casa, toqué el telefonillo. Más que nada por decirle que era yo, porque la casapuerta siempre había estado abierta. Yo mismo la había conocido así cuando era vecino de Luz. «Sube, melón, que ya sé que eres tú», me dijo antes de que hubiera dicho nada. Subí, cerrando la puerta tras de mí y dejando mi maleta a un lado. Luz acababa de salir de la ducha, secándose según recorría la casa, buscando esto y aquello para irse vistiendo. Viendo mi cara ante su despampanante figura, sonrió con picardía. Aún se acercó, jugando con sus manos en sus pechos. «¿Qué te pasa, picarón, que te has quedado más tieso que las mojamas?», parecía bromear. Pero de repente noté su mano recorriendo alguna parte de mi pantalón. «Ya quisiera alguna mojama estar tan tiesa como esto», soltó sin reparo alguno. Yo no sabía qué hacer, sabedor del humor de mi amiga, aunque con la perturbación de ver tan cerca el deseo de años y años de aquella, mi antigua vecina. Quizá fuera la diosa Fortuna o quizá fuera mi amiga, pero alguien se apiadó de mí. «Voy a vestirme, anda, que llegamos tarde». De alguna manera, suspiré. La había deseado lo suficiente y el suficiente tiempo como para haberme abalanzado ahí mismo y en ese mismo instante sobre ella. La habría tomado cual si fuera mía y me habría entregado para convertirme en suyo. Pero quizá este paréntesis que me había brindado la prisa era una oportunidad para digerir lo que, parecía, podía pasar entre nosotros. Ya se sabe, el deseo está bien cumplirlo siempre y cuando no se nos vaya de las manos el ansia.

      Llegábamos tarde, sí. Habíamos quedado para hacer una ruta por la ciudad con un grupo de turistas. Luz había trabajado como guía por la ciudad alguna vez y conocía esos rincones tan interesantes que se esconden y se muestran por la ciudad trimilenaria: la catedral, el teatro romano, la Torre de Tavira; puntos señeros que no te puedes perder como la Alameda,


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