Nombres de mujer. John T. Sullivan

Nombres de mujer - John T. Sullivan


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de geisha antes de salir de debajo de la mesa. Se sentó sobre mí y comenzó su cabalgada a lomos y polla de su pecaminoso corcel. Yo me levanté como pude, con ella en brazos y ensartada por la entrepierna, para colocarla sobre la mesa y seguir follándola, como mi homólogo hacía con mi chica, mientras ambas se besaban y se buscaban con las manos para pellizcarse los pezones, acariciarse y darse placer entre ellas.

      Cambiamos de posición Miguel y yo y, cada uno con la suya, seguimos con el fornicio. Las chicas seguían besándose sobre la mesa y Miguel ya no tenía ni rastro del comedimiento y la mesura de los que aún intentó hacer gala el fin de semana anterior. Embestía a su mujer con fuerza y pellizcaba, retorciendo, sus pezones como si los pinzara con sus dedos y quisiera provocarle dolor, además de placer, a su esposa. «Hay que joderse con el carca», pensé de nuevo como hacía una semana. Yuye ahora se arrodilló en el suelo y empezó a chuparme la polla mientras hacía un gesto con los ojos a Miguel, que pareció entenderlo y acudió a nuestro lado. Mi chica estaba hambrienta de polla e iba a darse un festín, sosteniendo una con cada mano y atendiéndolas por turnos alternos mientras Josela contemplaba la escena y se masturbaba con tanta ansia que parecía que iba a borrarse el clítoris por la fuerza con que se frotaba.

      Siempre había deseado a Yuye, como dije en el primer relato; llegó a gozarla en los dos encuentros anteriores, pero ahora estaba excitadísima viendo cómo su fetiche, amiga y objeto de deseo estaba gozando con dos maromos muy excitados y, para colmo, uno de ellos era Miguel, su marido. Un cambio muy radical para ella, teniendo en cuenta que no hacía tanto tiempo le había supuesto un trauma aquel primer trío pese a no haberme dejado penetrarla siquiera.

      Estaba Miguel a gusto mientras Yuye se encargaba de su falo y yo quise complacer a Josela como antes no me hubiera permitido. Mientras ella seguía contemplando la mamada que mi chica le hacía a su marido, yo me lancé a devorar su sexo húmedo y ardiente al tiempo iba calentando su ano con mis dedos. Ahora sí me recibía gustosa y alegremente. Y es que ese miedo a la culpa, la traición o al pecado mismo hacía que las pocas veces que había sucumbido a sus propios deseos hubiera sido con el consuelo de haber sido con Yuye, sin intervención de hombre alguno. Algo así como «le puse los cuernos, pero eran menos cuernos». Sigo sin entender ese consuelo tan extraño, pero me alegro de aquellos fines de semana en que dejaron todo ello atrás gracias a la mente maquiavélica de mi chica y las ganas de disfrutar que siempre quisimos compartir con ellos.

      Gemía Josela suavemente mientras Miguel jadeaba con el recital felatorio que Yuye estaba dando al sur de su frontera. Introducía todo su miembro en su boca, volvía a dejarlo salir, lamía su glande, acariciaba sus testículos con suavidad. No tardaría en levantarse e inclinarse sobre la mesa para ser embestida por nuestro amigo mientras aprovechaba la cercanía con Josela para acompañarme lamiendo su húmedo coño, que ya comenzaba a chorrear. Los gemidos de ambas parecían compenetrarse, como dos voces cantando y haciéndose los coros, mientras yo colocaba mi polla junto a su coño y la frotaba, estimulando su clítoris. Ella ponía los ojos en blanco por el placer entre el roce de mi glande y la lengua picarona de Yuye.

      Cuando menos se lo esperaba, embestí fuertemente y metí mi polla entera y de golpe en aquella cavidad que esperaba ansiosa. Un leve grito rompió aquella armonía coral de gemidos y jadeos mientras yo mantenía aquella penetración profunda y movía mis caderas, buscando pasear la totalidad de mi falo por sus tórridos adentros. Josela se abrazó a mí como si fuera a desfallecer y clavaba sus uñas en mi espalda, víctima del frenético placer que estaba sintiendo. Comencé a follarla con suavidad tras la inicial y fuerte entrada mientras mi chica seguía lamiendo cada espacio que mi polla le dejaba libre. De vez en cuando me salía de ella para que Yuye mimara mi sexo con su boca y al instante volvíamos a dar placer a nuestra amiga. Miguel ya alternaba los orificios de mi chica, arrancándole algún grito ahogado que se combinaba con aquellos lujuriosos gemidos.

      Josela pidió que fuera ahora su marido quien tomara mi lugar, lo cual hizo gustoso mientras yo tomé a mi chica por detrás. Yuye seguía con su lengua cosida al coño chorreante de Josela y de vez en cuando mamaba la verga de Miguel como antes había hecho con la mía.

      Nuestra amiga se deslizó levemente por la mesa para permitir que mi chica ahora ensañara su lengua y su boca con sus pezones, con esas tetazas «joyas de la corona» que se bamboleaban en el aire con las poderosas embestidas de Miguel. Pasamos pronto al amplio sofá, casi como un homenaje al mueble donde habíamos perpetrado la liberación de los tabúes para ambos, donde además tendríamos más juego que en aquella mesa donde habíamos comido en todas las acepciones posibles de la palabra. Las chicas jugaban entre ellas, mordiendo y chupando los pechos la una de la otra, jugando con las manos en el sexo ajeno, mientras Miguel y yo contemplábamos la escena masturbándonos. Estábamos todos muy excitados y las chicas formaron una tijera con sus cuerpos, rozándose sus sexos entre sí, provocándose un intensísimo orgasmo. Los gritos de placer hacían temblar las paredes de la casa y hasta pensé divertido que motivaron la inquietud o hasta la masturbación de algún vecino.

      Miguel amordazó con su polla el grito de placer de su mujer, mientras que Yuye se lanzó de nuevo al sexo de su amiga, lamiendo sus alrededores como si quisiera limpiarlos de los jugos emanados. Yo volví a tomar a mi chica por la retaguardia, disfrutando de ese culo que acababa de abrir minutos antes en la mesa y por donde mi amigo había abierto camino aún antes que yo. El frenesí se había apoderado de nosotros, los cuerpos brillaban por el sudor y ya no había orden ni concierto en nuestros movimientos, solo placer y más placer. Volvimos a cambiarnos los lugares y Josela cambió de postura, ofreciéndome su trasero mientras besaba a Yuye. El salón se convirtió en un festival de chasquidos, gemidos, jadeos y voces ahogadas de las chicas, que sellaban sus labios con los de la otra. Miguel bramaba ante la venida súbita de su torrente seminal, de una corrida que bien podría parecerse al chorro de una manguera a presión. Tanto fue así que la espalda de Yuye se llenó de aquel fluido y hasta su corta melena recibió algún salpicón. Yo coloqué a Josela boca arriba y, excitado como pocas veces había estado, derramé mi leche sobre sus tetazas mientras ella se amasaba los pechos y se la extendía como si fuera aceite de masaje.

      Habían sido tres encuentros dignos de recordarse hasta el final de nuestros días. El primero, por abrir camino con nuestra amiga, resignada por su crianza conservadora a los prejuicios inculcados desde la niñez y sometida a los de su marido por el mismo motivo. El segundo, por haber abierto una mente encerrada en la mollera más dura que habíamos conocido. Miguel siempre había sido muy cabezón en cuanto a sus posturas intelectuales, pero las posturas sexuales de mi chica le hicieron pensar con la otra cabeza y esa siempre gana. Y el último, este que os cuento, porque culminó la transformación del mero encuentro entre amigos para comer y charlar en una bacanal de deseos ocultos al fin liberados. Así hasta el café de sobremesa sabe mejor.

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