La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


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Hubert se estremeció. La calidez vibrante que sintió al cavar se había esfumado por completo. Sentía frío en las rodillas y en el dorso de ambas manos. Habrían podido encender la estufa para calentar la habitación, pero Hubert no se atrevió a sugerirlo. Era como si se merecieran tener frío.

      —Quédate quieto, Jiminee —le reclamó Dunstan en voz alta, con lo cual rompió el silencio y frenó el perpetuo baile tembloroso de Jiminee, cuya sonrisa iba y venía mientras intentaba mantenerse quieto. El único momento en el que Jiminee genuinamente dejaba de sacudir las extremidades era cuando estaba absorto dibujando.

      Hubert quería decirle que no importaba, pero hablar implicaba un esfuerzo demasiado grande en ese momento. Se recargó en la mesa de la cocina y clavó la mirada en el lodo de sus zapatos. Los domingos les tocaba limpiar sus zapatos, pero quizás esta vez Madre lo pasaría por alto. ¡Madre! Alzó la mirada de inmediato, como si hubiera enunciado una blasfemia. Los otros no se dieron cuenta. Hubert los miró uno por uno. No se estaban fijando en él. Cada quien estaba absorto en sí mismo. Dunstan tenía el ceño fruncido, como de costumbre, como si estuviera viendo un sapo grande y feo que viviera dentro de él, pensó Hubert. Sonrió y contuvo las risitas explosivas que de pronto le inundaron el pecho. Miró a Diana… Tenía algo de bíblico: hermosa era la Diana de los efesios, aunque “hermosa” no era la palabra, sino otra. Siempre le venía eso a la mente al mirar a Diana. Y Jiminee, el pobre Jiminee, tenía la lengua de fuera para relamerse los labios antes de esconderla de nuevo. Estaban solos, muy solos. “¿Por qué no decimos nada?”, pensó Hubert, pero sabía que cada quien estaba en otro mundo. Quizás aunque gritara, ninguno de ellos lo oiría.

      Para entonces empezó a hacer mucho calor. ¿Por qué Elsa no volvía? Ya se había tardado mucho, y la pobre Madre seguía esperando su frío lecho entre los lirios.

      De repente ya no eran cuatro, sino cinco. Hubert parpadeó varias veces. Era Gerty. Estaba parada en el umbral de la puerta, con gesto adormilado y las trenzas sobre los hombros. El camisón azul, que había heredado de Jiminee el año anterior, aún le quedaba demasiado largo y casi se arrastraba, y las larguísimas mangas le ocultaban las manos.

      —¿Qué quieres? —le dijo Dunstan.

      —Lleta —balbuceó Gerty y caminó con decisión hacia la alacena.

      —Galleta —dijo Dunstan—. ¡No puedes comer galletas cada vez que quieras! —Hubert ya no pudo contener la risa—. ¿De qué te ríes? —le reclamó Dunstan.

      —De que siempre estás en contra de todo, Dun, ¿o no? No, no, no. Así es siempre contigo.

      —¡Deja de reírte!

      —No, no, no. Deja, deja, deja —canturreó Hubert en el frenesí de las risas.

      —¡Cállate! —gritó Dunstan, pero Jiminee empezaba también a corear. Luego se unió Gerty, sosteniendo entre sus regordetas manos la lata de galletas.

      —No, no, no. Deja, deja, deja. No, no, no.

      Era una tonadita extraordinariamente pegajosa y ocurrente, con el potencial de volverse eterna. A Hubert lo hacía sentir tan débil que apenas si podía mantenerse en pie.

      —Deja, deja, deja. No, no, no.

      Ignoraban los gritos suplicantes de Dunstan.

      —¡Cállense! ¡Cállense!

      De la boca de Hubert salían risas burbujeantes y tan veloces que las palabras no alcanzaban a ser más que susurros agudos y faltos de aire.

      De pronto algo emergió de la cabeza de Hubert y ascendió tan alto que casi llega al techo. Desde ahí pudo ver la cocina completa; veía a Jiminee bailoteando, a Gerty dándole palmadas a la lata de galletas y a Dunstan petrificado. Y se vio a sí mismo riendo y agarrándose el estómago. Y vio también a Diana, con los ojos bien abiertos y mirando uno por uno a sus hermanos.

      Luego vio la puerta abierta y a Elsa entrar. Traía la pala en una mano, y con la otra intentaba quitarse de la cara un mechón de cabello que se le había salido de la coleta y le colgaba junto a la mejilla. Tardó un buen rato en acomodarse el cabello mientras observaba a los demás. No había ningún sonido, salvo por la voz de Hubert. Se escuchó a sí mismo, su voz menguante que seguía y seguía canturreando.

      —No, no, no. Deja, deja, deja…

      —Sus voces se oyen hasta en el jardín. —Mientras Elsa hablaba, de pronto aquella parte elevada de Hubert cayó del techo y se metió de nuevo a su cabeza.

      Gerty dejó la lata de galletas sobre la mesa.

      —Yo no fui la que empezó, Elsie.

      —No —dijo Dunstan—, no fue Gerty.

      —Jiminee —dijo Elsa—, deberías ser más responsable.

      —Por favor no te enojes, Elsa.

      —No estoy enojada…

      —Tampoco fue Jiminee. Fue Hubert.

      Diana meneó la cabeza.

      —Fue muy grosero.

      —Y merece un castigo —agregó Dunstan.

      Hubert no escuchó sus palabras. La forma en que Elsa lo miraba resultaba dolorosa. Se le dibujaron dos circulitos rojos en las mejillas, lo cual significaba que estaba enojada. Sin embargo, cuando abrió la boca, sonó tranquila.

      —Súbete las calcetas, Hubert —dijo Elsa. Él se agacho y tardó un largo rato en jalar las pesadas calcetas de lana hasta las rodillas y doblar el borde elástico por encima de la tela. Sentía que la sangre le retumbaba en la cabeza. Volvió a sentirse acalorado y muy débil—. Todos debemos recordar —continuó— que hemos de guardar silencio.

      —Sí —murmuró Diana—, no hay que molestar a Madre.

      Elsa titubeó un instante.

      —No debemos molestar a nadie.

      —Hubert merece un castigo.

      —Pensaremos en eso mañana, Dunstan —dijo Elsa—. Ahora tenemos trabajo por hacer. Y es tu turno. —Le tendió la pala—. Vamos —dijo y le abrió la puerta trasera.

      —Está bien. —Tomando la pala con firmeza, Dunstan fulminó de reojo a Hubert y azotó la puerta al salir.

      Elsa le dio una galleta a Gerty y la mandó a dormir. Después de eso, empezó de nuevo la espera. Cada uno tomó una galleta, de las que reservaban para los domingos. Estaban rellenas de crema espesa. Hubert tenía la boca seca y apenas podía deglutir las migajas. Se limpió la crema de los dientes y le regaló a Jiminee el trozo que le quedaba. No se atrevía a mirar a Elsa.

      Permaneció sentado en la silla de la cocina, esperando el regreso de Dunstan, de Jiminee, de Diana y de sí mismo. No recordaba haber salido ni haber vuelto. Simplemente estaba ahí, sentado a la mesa de la cocina, sintiendo oleadas de calor y frío que le recorrían el cuerpo. Las caras de sus hermanos y hermanas se fusionaban e intercambiaban y se separaban de nuevo, como un mazo de cartas siendo barajadas. Sentía la resequedad de las migajas de galleta en la lengua. Fue una larga espera. Cuando cerraba los ojos, sentía los restos de crema atorados entre los dientes. En una ocasión, al abrir los ojos, vio a Diana leyendo el libro. Y fue extraño, pues Diana nunca era quien leía. Quizá fue un sueño. No obstante, la escuchó, porque en medio del flujo susurrante y tembloroso de la lectura, las palabras se convertían en campanas individuales que Hubert podía comprender:

      Y en sus orlas harás granadas de azul, púrpura y carmesí alrededor, y entre ellas campanillas de oro alrededor. Una campanilla de oro y una granada, otra campanilla de oro y otra granada, en toda la orla del manto alrededor.

      Entonces llegó su turno. Volvió a estar a solas con la pala. Sin embargo, no lograba cavar con ritmo; había palabras mágicas que lo ayudarían, pero no lograba recordarlas. Campanillas y granadas, intentó recordar, campanillas y granadas. Tenía los brazos rellenos de algodón de azúcar y no podía alzar la pala. Por fin logró levantarla


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