La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


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—dijo Hubert.

      Elsa asintió; metió la mano en una de las casillas y lo sacó. Pasó las páginas hasta llegar a la última entrada.

      —Saldo —leyó—: cuatrocientas treinta y tres libras, seis chelines y tres peniques.

      —Es un montón de dinero —dijo Hubert.

      —No, no lo es —contestó Elsa—. No durará mucho. Sólo es un ahorro. Dinero para los imprevistos. Yo ya sabía que es­taba ahí. Lo vi cuando Madre me envió a sacar dinero de la oficina postal.

      —Y…, ¿este no es un imprevisto, Elsie?

      Ella guardó silencio y sólo se inclinó sobre el escritorio para tomar un atado de papeles. Les quitó la liga que los mantenía unidos, cogió el de hasta arriba y lo puso sobre el escritorio para que ambos pudieran leerlo.

      —Señora Violet E. Hook, número 38 de Ipswich Terrace —leyó Elsa en voz alta—. Adjunto, usted encontrará un cheque por cuarenta y un libras, trece chelines y cuatro pe­niques, con motivo de la pensión que maneja con nosotros, correspondiente al mes de abril.

      —¿Qué significa eso? —preguntó Hubert.

      —Bueno, significa que cada mes Madre recibe este dinero.

      —¿Qué es un cheque?

      —Es un papelito…, pero en realidad es dinero. Le pones tu nombre atrás y lo llevas al banco rojo de la calle Marlowe, y ahí te dan el dinero. Dinero de verdad. El mes pasado, y el antepasado también, Madre me mandó a hacerlo. Así que ya sé cómo se hace.

      —Ya veo —contestó Hubert. En realidad no entendía. Para él, cuarenta y un libras era muchísimo dinero además. Nunca había visto tanto dinero junto. Era muy distinto a las sumas que hacían en la escuela. Esto era auténtico. Pensó en la cantidad que recibían sus hermanos y él cada semana: Dunstan y él, un chelín; Elsa, dos chelines; Diana, un chelín y seis peniques; Jiminee, nueve peniques, y Gerty y Willy, seis peniques cada uno. La suma de todo eso no era siquiera una libra…, ¡y ahora tenían cuarenta y una!—. ¡Somos ricos! —exclamó.

      Elsa levantó la mirada de la pila de cartas atadas con un cordón que acababa de sacar.

      —No, claro que no. No somos ricos. Somos pobres. Eso dijo Madre. Por eso vamos a la escuela del ayuntamiento. Madre decía que en realidad no deberíamos estudiar ahí y que a su padre no le hubiera gustado. Eso decía. Pero tenemos que hacerlo porque somos pobres. No somos ricos. No empieces a hacerte ideas, Hubert. —Volteó el montón de cartas que tenía en la mano—. Mira esto.

      Hubert se asomó por encima del hombro de su hermana. Se alcanzaba a ver una parte de la carta de hasta arriba. Hubert empezó a leer:

      —…los dejaremos de a seis. Por ahora nos echamos porras y nos preparamos para correr. Hacia delante, claro está. Aquí las muchachas se tapan por completo con unos paños marrón que les cubren hasta el reloj y no permiten distinguir una sola parte de su cuerpo. Con razón nunca hay chicos por aquí. Me desanima, pero no tienes que preocuparte por tu siempre fiel… —La letra era grande, clara y fácil de leer. Elsa empezó a sacar la hoja del atado, pero luego titubeó.

      —Tal vez no deberíamos seguir leyendo.

      —Eso —dijo Hubert—. Es algo privado, ¿no?

      Elsa miró el montón de cartas.

      —Sí, debe de ser privado. Como sea, no tiene mucho sentido. —Con un dedo dobló la carta que sobresalía para mirar el reverso. Sólo se alcanzaba a ver el encabezado del lado derecho, que tenía anotado lo siguiente: 89216 C/S Hook C. R.

      —¿Hook? —dijo Hubert—. Debe ser pariente de Madre.

      Sin contestar, Elsa volvió a meter la carta bajo el listón y guardó el atado en el hueco correspondiente.

      —Espera un segundito, Elsie —dijo Hubert—. Déjame ver eso de nuevo.

      —Es algo privado, Hu. Tú mismo lo dijiste.

      —Pero… podría ser importante. Hook, C/S… Yo sé lo que es. Cabo Segundo. Y C. R. son iniciales. C. R. Hook. C. R. H. ¡Eso es! —exclamó, casi sin aliento—, eso es lo que dice el reloj, Elsie. ¡Es lo que dice el reloj!

      —¿Cuál reloj?

      —Pues el reloj de Madre, ¿cuál otro? No me digas que nunca lo has visto. —Corrió a la mesa de noche y volvió con el reloj—. Mira. —Le mostró la inscripción en la caja del reloj.

      Ella lo miró, sorprendida.

      —¿Cómo sabías eso, Hu?

      —No te fijas mucho en las cosas, ¿verdad, Elsie?

      —Claro que me fijo en las cosas. ¿Cómo te atreves a decir eso? Me fijé en el cuaderno de ahorros, ¿no?, y en las cartas y los cheques, y, sobre todo, en ese cheque. Me fijé en eso, ¿o no? —dijo con voz desafiante, casi enfurecida.

      Hubert cayó en cuenta de que no era miedo lo que sentía. Era algo extraño, algo que de alguna forma siempre había asociado con Jiminee. Titubeó, asombrado, pero luego dijo:

      —Claro que sí, Elsa. No me refería a eso… Claro que te fijas en las cosas.

      —¡Bien! —exclamó Elsa, quien seguía erguida en actitud de superioridad moral.

      —Pero, ¿no es obvio? C. R. H… Debe de ser pariente de Madre…, de nosotros. Debe ser el hermano de Madre.

      —Madre no tenía hermanos.

      —Bueno, pues un tío… o un primo. Eso significa que tenemos un familiar, Elsa. ¿No lo ves?

      —Ay, no hagas tanto alboroto, Hu —señaló Elsa con cierto desdén—. No es un tío ni un primo ni nada por el estilo. Si de verdad quieres saber quién es…, ¡es el esposo de Madre!

      —¡El esposo! —susurró Hubert. Se quedó sumamente quieto, con la cabeza ligeramente ladeada—. Esposo —repitió. Alzó la mirada y se asomó al jardín, donde la suave brisa mecía las copas de los manzanos—. Entonces, Elsie…, eso significa que… ¡tenemos un padre! —Lo inundó una oleada de emoción que le burbujeó en el pecho hasta salirle por las orejas—. ¡Un padre! ¡Un padre! ¡Tenemos a alguien, Elsie! ¡Tenemos un padre!

      Elsa lo interrumpió de forma abrupta.

      —No, claro que no. No tenemos a nadie.

      Hubert se quedó helado.

      —O sea que… ¿también murió?

      Elsa apretó los labios.

      —¡Ojalá!

      —¿Qué significa eso?

      —Pues eso. Eso decía Madre. Me lo contó cuando estaba enferma. No quería tener nada que ver con él. Nunca vino a verla. Siempre huía. Madre decía que era hierba mala. Que no era un caballero.

      —Pero es nuestro papá… ¡Seguro querrá vernos ahora! Seguramente nos quiere, ¿no? ¿No, Elsie?

      —No tiene caso, Hubert. Madre decía que él nunca había amado a nadie que no fuera Charlie Hook. Ni siquiera nos conoce. ¿Cómo podría querernos?

      —Pero tiene que. Tiene que.

      —¡Hubert! Estás construyendo castillos en el aire. No nos quiere ni quiere vernos. Eso es todo. Sabía que no debía decírtelo. Creí que tú eras el más realista de todos —dijo Elsa. Hubert caminó despacio hacia la silla de mimbre junto al escritorio y se sentó. Bajó la mirada y se tapó la cara con las manos. Después de un rato, Elsa lo abrazó y apoyó la me­jilla en la cabeza de su hermano—. No llores, Hu —le susurró. Él se apretó los puños contra los ojos—. Te quiero, Hu. No llores. Nos tenemos el uno al otro. Los unos a los otros.

      Poco a poco fue suavizándose esa cosa rígida que tenía en la garganta, como si se estuviera atragantando


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