La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


Скачать книгу
sonrisa de Jiminee se desdibujó, pero luego regresó con más fuerza.

      —Pero la oí, Hu. Le dijo: “V-v-vete y no v-v-vuelvas jamás”. La oí.

      El cansancio de Hubert se esfumó.

      —¿Cuándo?

      —Ya t-t-te dije. No me acuerdo, Hu.

      —Trata de recordarlo, Jiminee.

      —No p-p-puedo…, ya sabes que no p-p-puedo. —La voz le temblaba.

      Hubert apagó la luz del rellano intermedio, de modo que sólo la luz del rellano superior los iluminaba.

      —¿Cómo pudiste escuchar algo así, Jiminee? Debías estar en la cama.

      —No sé, Hu. Pero l-l-lo oí.

      —¿Estabas caminando dormido de nuevo?

      —Supongo.

      El tictac del reloj del vestíbulo parecía retumbar con más fuerza en la oscuridad. Hubert sabía que no tenía caso hacerle más preguntas a Jiminee; sólo lo alteraría y empezaría a mentir. Nunca servía de nada preguntarle cosas a Jiminee.

      —Perdón por decir que alucinaste, Jiminee.

      —Está bien.

      Jiminee no tenía malicia alguna. Hubert suspiró.

      —Supongo que debemos subir —dijo, pero no quería moverse. Por un momento deseó compartir habitación con Jiminee y no con Dunstan, a pesar de que hablaba dormido y caminaba sonámbulo por la habitación.

      —¿Hu?

      —Dime.

      —¿No te da miedo la oscuridad, Hu?

      —No, no mucho.

      —N-n-no, a mí tampoco. Me gusta —dijo Jiminee, y Hubert pensó que era cierto, pues su hermano jamás prendía las luces si debía subir a buscar algo. Era casi como si él también pudiera ver en la oscuridad—. Pero a Dinah sí —continuó—. Siempre le da miedo l-l-la oscuridad.

      —Ya sé. Pobrecita Dinah.

      —Sí, pobrecita. Qué pena. Hay m-m-mucha oscuridad, ¿verdad, Hu?

      Hubert tomó a su hermano del brazo.

      —Vamos a dormir ya.

      La escalera de roble era lo suficientemente ancha como para que subieran tres chiquillos tomados de los brazos. Al llegar al rellano principal se hacía más angosta, y los escalones que llevaban al piso superior eran más altos; ahí estaban las habitaciones de los niños. El rellano principal llevaba a la recámara de Madre, al estudio de Hubert y al cuarto vacío donde había un piano vertical. Ninguno de los dos miró hacia la recámara de Madre, y siguieron hacia el rellano superior. Hubert se apresuró, como si no fuera Jiminee quien venía atrás de él, sino una ominosa criatura silenciosa, proveniente de la oscuridad.

      —¿Por qué corres, Hu? —le preguntó Jiminee al llegar a la cima de la escalera.

      Hubert se detuvo bajo la lámpara del rellano, y la presencia de sus hermanos en sus respectivas habitaciones le infundió cierto alivio.

      —No corrí —contestó—. Pero ya es hora de dormir. Tenemos muchas cosas que hacer mañana.

      —B-b-buenas noches, pues.

      —Buenas noches, Jiminee.

      Al entrar a la habitación que compartía con Dunstan, el pretexto que le dio a Jiminee para subir corriendo —eso de que “tenemos muchas cosas que hacer mañana”— le cayó sobre los hombros con la misma fuerza opresora que había sentido en la cocina. ¿Qué iban a hacer?

      La luz de la luna iluminaba la habitación, y Hubert notó que había un trozo de papel sobre su almohada. Lo abrió. La luna era tan luminosa que le permitió leerlo sin problemas. La nota decía: “Te veo en el cuarto de Madre a las siete. Elsa”.

      Tras desvestirse y meterse a la cama, intentó tranquilizarse pensando que al día siguiente decidirían lo que se debía hacer. Elsa era buena para tomar decisiones. Se llevó la mano a la cara y, justo antes de conciliar el sueño, percibió en sus dedos el aroma a lavanda del jabón de Madre.

      VI

      ELLA SE LEVANTÓ ANTES QUE ÉL y estaba parada junto a la ventana cuando él entró. Se saludaron mutuamente en silencio. Ella ya había limpiado. Madre yacía horizontal en la cama; tenía la cabeza cubierta por la sábana y ya no le caía el brazo por un costado. Un rayo amarillo del sol matutino rozaba el muro sobre la cama. Hubert desvió la mirada. El aroma de la mañana veraniega inundaba la habitación.

      —¿Entonces? —preguntó al fin.

      —Estaba esperando a que llegaras. Encontré la llave del escritorio. —La mostró sobre la palma de su mano.

      —¿Dónde la encontraste?

      Elsa sacudió la cabeza.

      —Iré a abrir el escritorio.

      —Pero… Elsa… —titubeó; nadie había visto jamás el interior de ese escritorio.

      —Pero, ¿qué?

      —¿No sería mejor esperar…? O sea, ¿crees que debamos?

      Elsa volteó hacia el escritorio y metió la llave en la cerradura.

      —¿Por qué no? Tenemos que saberlo, ¿no crees?

      —Sí, pero… Creo que deberíamos dejárselo a… a quien…

      —¿A quien qué, Hu?

      —A quien le digamos… lo de Madre.

      Elsa apretó los labios.

      —No le diremos a nadie lo de Madre.

      Hubert se quedó boquiabierto. Miró a su alrededor. Ninguno de ellos se atrevía a discutir con Elsa cuando ponía esa cara. Hubert miró entonces la silueta blanca sobre la cama y no tuvo más remedio que recomponerse.

      —Debemos decirle al médico. Eso es lo que uno debe hacer cuando alguien muere. Debemos hablarle al médico.

      —El médico —repitió Elsa en tono burlón, pero seguía sin girar la llave—. ¿Cuál médico?

      —No sé. —Hubert frunció el ceño—. No, sí sé. El que está en la esquina de la calle principal, con el anuncio de latón. “Dr. Joshua Meadows”, dice. Eso significa que es médico, ¿no? A él le diremos.

      —¿Crees que Madre querría que se lo dijéramos a un médico?

      —Eh… —Hubert sabía que la respuesta era “no”. A la mente le vinieron frases que había escuchado con excesiva frecuencia: “Eso de los médicos… si no puedes mantenerte vivo sin toda esa basura sin sentido, más vale que te mueras”.

      —Tenemos que decírselo a alguien, Elsa. ¿Qué hay del funeral?

      —No habrá ningún funeral, Hubert.

      —Pero debería haberlo. Debería…

      Elsa inhaló profundo.

      —No habrá ningún funeral y no se lo vamos a decir a ningún médico de pacotilla. Nadie lo sabrá, salvo nosotros.

      —Pero no podemos mantenerlo en secreto —susurró Hubert.

      —Claro que sí. Ya lo tengo resuelto. Lo hicimos durante todo el tiempo que Madre estuvo enferma, ¿no? Así que igual nos las arreglaremos. ¿O eres un hombre de poca fe, Hu?

      Hubert bajó la mirada. Despacio, con la punta del zapato trazó el diseño desvanecido de la alfombra.

      —No —contestó—. Claro que


Скачать книгу