La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


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melena rubia, la piel blanquísima y los ojos azules de Diana, que parecían de otro mundo.

      Aunque Dunstan podía lograr que hasta las palabras más ordinarias sonaran despiadadas, en ese momento guardó silencio. Diana se separó de él y se detuvo en el centro de la habitación; parecía una extraña en medio de tanta familiaridad. De pronto se volvió tan ajena, pensó Hubert, que si alguien le preguntara su nombre era probable que no lo recordara.

      El grupo que rodeaba la cama comenzó a desbandarse. La pequeña Gerty se acercó a Elsa y la miró con seriedad.

      —¿Puedo jugar con el peine ahora, Elsa?

      Ella asintió. Gerty tenía apenas cinco años, pero usar el peine de carey era un viejo privilegio suyo. Antes de aprender a caminar, gateaba como un bulto regordete hacia la mesa para tomarlo. Con el peine en la mano, se sentaba en la alfombra gastada, como hacía ahora, y jugueteaba con él y con su cabello, sin prestar atención a sus hermanos ni a su madre mientras ésta les leía las enseñanzas de Jesús.

      Hubert se alejó del costado de Elsa y se dirigió al lavamanos. La barra de jabón estaba sobre el plato de porcelana. Tocó la superficie aún pegajosa y levantó la mano para percibir el familiar olor a lavanda, como si fuera necesario examinar o hasta poner a prueba tanta familiaridad. En el borde de la tina blanca, adornada con dibujos de hojas puntiagudas y flores azul marino, había un triángulo irregular que se había roto hacía unos meses y que él había arreglado con pegamento a prueba de agua. Lo presionó con el dedo y el mosaico cedió con facilidad, como un diente a punto de caerse. Tendría que intentarlo de nuevo, quizá con un pegamento más fuerte, y esta vez habría tiempo suficiente para que se secara.

      —¡Madre no está muerta! —Era la voz chillona de Diana. Se puso de pie, con los puños apretados, como un ángel guardián junto a la cabecera. Los niños la observaron—. Tiene frío, eso es todo. ¡Tiene frío! —La silla crujió tímidamente al ponerse Elsa de pie—. ¡No, Elsa! ¡Tiene frío! Hay que traer cobijas para calentarla. ¡Y un balde de agua caliente!

      Elsa, desconcertada, echó un vistazo a la habitación sombría. Abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró y apretó con tanta fuerza que la sangre se fue de sus labios. Los niños esperaban sus palabras, pero no encontró ninguna que pudiera contrarrestar la vehemencia de Diana.

      —¡Tiene frío! —gritó Diana de nuevo. En respuesta recibió el sonido de los pies de Hubert, que corrió hacia el interruptor de la luz. Los deslumbró el fulgor repentino que iluminó el techo blanco y lúgubre sobre sus cabezas y que cernió sombras afiladas donde antes no las había—. ¡Ay, no! —Diana gritó de dolor.

      Al igual que sus hermanos, Diana se dio vuelta en direc­ción a la cama y observó. Las suaves líneas del rostro de Madre se habían transformado en afilados cortes sobre la carne, y los ojos azules habían perdido su expresividad. La boca estaba entreabierta en el ocaso impreciso de una muerte de la que ya no quedaba ninguna duda. Diana se arrodilló y apoyó la cabeza sobre la cobija. Luego alzó las manos y se tapó los oídos.

      Por un momento nadie habló. Y luego Dunstan intervino:

      —Ahora lo ven, niños. —No hubo respuesta. Se dirigió a la mesilla de noche y levantó la Biblia negra que estaba junto al reloj—. Léenos, Elsa.

      —Sí, léenos, léenos. —La petición hizo eco alrededor de la habitación.

      Despacio, Elsa se sentó y estiró el brazo para tomar el libro. Dunstan dudó por un instante, pero luego se acercó y se lo entregó. De pie frente a Elsa, bajó la mirada para verla mientras ella sostenía el libro cerrado.

      —Ábrelo —le dijo.

      Elsa apartó la mirada.

      —¿Qué les leo? —preguntó a los niños.

      —Jesús —contestó Willy. Nadie más respondió.

      —Anda, ábrelo ya —insistió Dunstan.

      Elsa abrió el libro al azar y tropezó con una sección muy leída. Con la mirada fija en el libro comenzó a dar vuelta a las páginas hasta que Dunstan la tomó de la mano.

      —Lee lo que dice ahí —pidió.

      Elsa no respondió. Leyó en silencio por un momento, moviendo los labios a medida que avanzaba. Frunció el ceño. Luego acarició la página e inhaló profundo. Y entonces comenzó a leer:

      ¿Adónde se ha ido tu amado, tú, bella entre las bellas? ¿Hacia dónde se ha encaminado? ¡Iremos contigo a buscarlo! Mi amado ha bajado a su jardín, a los lechos de bálsamo, para retozar en los jardines y recoger azucenas. Yo soy de mi amado, y mi amado es…

      Elsa se detuvo.

      —Jiminee —dijo—, ¿dónde están las azaleas?

      Jiminee se ruborizó y luego sonrió.

      —Yo…

      —¿Dónde están, Jiminee?

      Jiminee se talló la cara con los huesudos pulgares para retirar las lágrimas que le corrían por las mejillas.

      —Se… se me olv-v-vidaron —sonrió—. N-n-no… no fue mi intención —aclaró y volteó a ver a sus hermanos.

      —Hoy es tu día, ¿no es verdad, Jiminee?

      El pequeño guardó silencio. Estaba muy pálido.

      —Ay, Jiminee, ¿cómo pudiste? —repuso Diana, aún arrodillada junto a la cama.

      —Sí, ¿cómo pudiste? —añadió Dunstan con aspereza.

      —N-n-no… no fue mi… mi intención… No lo f-f-fue.

      —Es tu deber, ¿o no?

      —Sí —respondió Jiminee mientras se le borraba la sonrisa del rostro.

      —Fallaste y lo sabes, ¿verdad?

      —En… en serio, n-n-no fue mi int-t-tención, Dun. No quería… Sólo se… se me olvidó.

      —¡Se te olvidó! —gritó Dunstan.

      —A v-v-veces se me olvidan las c-c-osas, tú sabes que es así. Madre lo sabe, ¿verdad, Elsa? A Madre no le importa que se me olviden… N-n-no f-f-fue mi intención hacer nada malo. —Lloraba. Los niños lo observaban y no había dónde esconderse.

      —Debe recibir un castigo —dijo Dunstan—. No puede ir por la vida olvidando las cosas. Debe aprender la lección. Debemos…

      —Cállate, Dun.

      —¿Qué?

      —No digas qué, es una grosería —intervino Gerty, de cinco años.

      —Dije que te calles —repitió Hubert.

      —¿Tú me dices a mí que me calle? —preguntó Dunstan, dando tres pasos hacia Hubert.

      Hubert esperó. A sus nueve años, era sólo uno menor que Dunstan, aunque seguía siendo más bajo que él. Pero era más robusto, y había algo en sus maneras que lo hacía parecer imperturbable.

      —¡Enano! —gritó Dunstan mientras señalaba a Hubert con un dedo amenazante.

      —Eres un abusón —respondió Hubert—, así que cállate. No te preocupes, Jiminee, podrás recogerlas después —dijo, alzando la voz.

      —¡No te atrevas! ¡No te atrevas! ¡Eso no está bien! Tene­mos que castigarlo. Olvidó traer las azaleas para Madre y tiene que pagar por ello. Es un pecador, ¡eso es lo que es! ¡Y pagará por ello!

      —Cállate —respondió Hubert.

      —No me voy a callar. No te atrevas a mandarme callar —dijo con voz fuerte y afilada, y dio un paso al frente—. No te atrevas, bobalicón insolente. ¿No comprendes? Se le ol­vidó. Olvidó las azaleas para Madre. ¿Te das cuenta? Y tendrá que…

      —A Madre no le importa


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