La casa de nuestra madre. Julian Gloag

La casa de nuestra madre - Julian Gloag


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en los cajones, entre trozos de listón, sujetapapeles y estampillas viejas. Las únicas cartas que encontraron eran de vendedores. Un montoncito, atado con el mismo cuidado que las cartas de Charlie Hook, estaba etiquetado como “Sermones de Padre” y contenía medias páginas amarillentas cubiertas con una caligrafía tan pequeña que era indescifrable. El hueco del centro estaba vacío, salvo por un sobre alargado en el que Madre simplemente había escrito “Mi testamento”. Elsa lo volteó. No estaba sellado.

      —Esto está bien, ¿verdad? —preguntó.

      —Sí, creo que sí —asintió Hubert.

      En el jardín, una paloma arrullaba.

      Sacó la única hoja de papel que contenía el sobre y empezó a leerla.

      —Escucha —le dijo a su hermano—. “Testamento y última voluntad. Yo, Violet Edna Hook, con residencia en el número 38 de Ipswich Terrace, en mi sano juicio dispongo por medio de la presente que todos los muebles y los contenidos de la casa, el dinero en mi cuenta de ahorros postal y todos mis efectos personales se los heredo a mis queridos hijos, Elsa Rosemary, Diana Amelia, Dunstan Charles, Hubert George, James McFee, Gertrude Harriet y William John Winston, para que se los dividan por partes iguales, como ellos consideren. Les dejo también mi bendición, con la confianza de que se querrán y, al no tenerse más que los unos a los otros, encontrarán consuelo y exhortaciones continuas en las palabras y los hechos de Nuestro Padre Celestial. A mi esposo, Charles Robert Hook, quisiera de todo corazón legarle el perdón que rezo que algún día merezca y el amor que él nunca ocupó sino como un puñal que me enterró en el corazón; a pesar de todo, siempre lo apreciaré. Violet Edna Hook.”

      Las cortinas se mecieron despacio y la brisa estremeció la orilla de la sábana blanca que colgaba de la cama. En lo alto del muro, la franja de luz solar se había movido muy poco. “Violet Edna Hook”, pensó Hubert. Parecía alguien diferente a Madre. Caminó a la cama y miró la silueta oculta. De pronto visualizó la daga larga y afilada que perforaba la carne de Madre y la sangre carmesí que salpicaba y manchaba la sábana blanca. Luego desvió la mirada y, tras inclinarse, metió con cuidado la orilla de la sábana bajo el colchón.

      —Elsa, ¿cómo puede el amor ser una daga?

      Elsa alisó el testamento con las manos.

      —No sé —frunció el ceño—. Eres muy extraño, Hu.

      —Me pregunto por qué Madre nunca nos dijo que teníamos un padre —dijo él.

      —Sí nos lo dijo…, aquí —le dio unos golpecitos al testamento—. Y también me lo dijo a mí. Y yo ya te lo dije: en realidad no tenemos padre. No debe importarte, Hu. Madre dijo que no habría hecho ninguna diferencia. No te importa, ¿verdad? A mí no. Le prometí a Madre que no me importaría.

      Hubert habló despacio.

      —Debió de ser una bestia.

      —Sí —contestó su hermana con entusiasmo—. Así es. Es una bestia.

      —¿No crees que…? ¿No crees que debamos decirle lo de Madre?

      —¡Por supuesto que no!

      —¿Los demás lo saben, Elsie? ¿Dinah sabe?

      —No. Sólo tú y yo —contestó. Arriba se oyeron los gritos de uno de los niños. Hubert pensó que no tardarían en levantarse todos—. No dirás nada, ¿verdad, Hu? —preguntó su hermana, ansiosa.

      Él negó con la cabeza.

      —Noooo —dijo, pero no sonaba convencido.

      —Por favor, Hu. Tú estás de mi lado, ¿verdad? Por favor no digas nada. ¡Te lo ruego!

      Hubert observó la cara pálida y un tanto alargada de su hermana y percibió la franqueza en su mirada y su boca. Elsa, la más fuerte de todos, le estaba suplicando a él. Aquello que llevaba toda la mañana sintiendo se agudizó, ese inmenso vacío, como si algo que siempre hubiera estado ahí —tal vez su corazón— se le hubiera salido y dejado un boquete.

      —Está bien —contestó—. No diré nada.

      —¿Me lo prometes?

      —Te lo juro por mi alma. —Alzó la mano e hizo la señal de la cruz sobre su pecho vacío.

      Elsa asintió, satisfecha. Luego guardó el testamento en el hueco correspondiente y cerró el escritorio.

      —Tendremos que reunirnos después de cenar…, todos nosotros.

      —¿Por qué?

      —Para tomar decisiones. Hay muchas cosas que decidir.

      —Bueno…, ¿y por qué no lo hacemos en el desayuno?

      Elsa lo miró fijamente, de nuevo con su peculiar expresión autoritaria y tajante.

      —Porque tenemos quehaceres. Yo debo hacer la compra e ir por el dinero a la oficina postal y… Uy, hay millones de cosas por hacer.

      —Y yo debo limpiar el salón y el comedor.

      —Así es. Entonces nos reuniremos después de cenar.

      —No podemos dejar de hacer las cosas sólo porque…, digo, tenemos que seguir haciéndolas, ¿verdad?

      —Así es. Debemos seguir adelante.

      Mientras Elsa hablaba, ambos escucharon un ruidito que provenía de la puerta. Era alguien girando la perilla desde fuera. Después de un ligero rechinido, giró, volvió a su lugar y luego volvió a girar.

      —¿Quién será? —susurró Hubert.

      De pronto escucharon un chasquido y la puerta se abrió hacia dentro. Willy entró dando tumbos.

      —¡Willy! —dijo Elsa.

      El pequeño le sonrió, pero luego se puso serio.

      —Tienen que irse —dijo, y señaló a Elsa y luego a Hubert—. Elsa y Hubert tienen que irse. Quiero hablar a solas con Mawi.

      Hubert dio un paso al frente.

      —No se puede, Willy. Ya casi es hora de desayunar. Ba­jemos a hacer el desayuno —dijo e intentó tomar la mano de su hermano.

      Willy reculó hacia la cama.

      —Mawi siempre habla conmigo antes del desayuno. Ustedes váyanse.

      —No se puede, Willy. —Hubert se le acercó rápidamente y lo tomó entre sus brazos.

      —¡Suéltame! —El pequeño forcejeó con desesperación—. ¡Mawi —gritó—, dile a Hu que me suelte!

      —Madre no puede oírte, Willy. —Cargó a su hermano. Willy pataleó tan fuerte como pudo mientras le lanzaba puñetazos a Hubert.

      —¡Mawi! ¡Mawi! —gritó—. ¡Me llevan, Mawi!

      Elsa corrió hacia ellos y le agarró los brazos.

      —Basta, Willy. ¡Basta ya! —exclamó Elsa, y Hubert sintió que el pequeño se tensaba entre sus brazos. Willy miró fijamente a Elsa. Estaba lívido. Inhaló profundo y contuvo la respiración sin quitarle la mirada de encima a su hermana—. Mejor —dijo, soltándole los brazos—. Llévalo abajo, Hu.

      Cuando Hubert empezó a avanzar, Willy gritó con todo el aire que tenía en los pulmones.

      —¡Mawi! —gimoteó, y su grito desconsolado inundó la casa con tal intensidad que los niños del piso de arriba se quedaron paralizados y luego bajaron corriendo las escaleras.

      —Llévalo abajo, Hu —insistió Elsa.

      —¡Mawi! —gritó de nuevo. Hubert lo abrazó con más fuerza para sacarlo de la habitación. Los demás niños estaban en el pasillo, con los ojos bien abiertos mientras los veían pasar—. ¡Mawi! ¡Mawi!

      En el piso inferior, el lamento se repitió de forma interminable, y Hubert sintió que hacía


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